La sidra prometida, de Cristina Ogando

Aquella, estaba segura, era la última vez que confiaba en un alquimista.
«¡Y yo qué sabía!», me habría gritado si supiera que estoy contando su historia, pero en aquel momento Cristal se miraba al espejo, horrorizada con su nuevo aspecto. Aquella mañana había caminado hasta el pueblo con la esperanza de ser la primera en llegar a la Cueva de Rubedo, que no era sino un nombre algo excéntrico para una peluquería en medio del bosque. Se decía que el peluquero tuvo un pasado entre la vida y la muerte y que prefirió dejarlo antes de que los cambios de humor le llevaran a quedarse para siempre en el lado incorpóreo. La rumorología es como la niebla: te deja agotado y nunca estás seguro de si lo que estás viendo es real. Pero quizá el cotilleo es lo único que la gente de castillo tiene en común con sus súbditos.
—Si son tan amables de seguirme, por favor.
La guía plegó el paraguas fosforito y sacó de la mochila una linterna que iluminó la desvencijada puerta de hierro oxidado que guardaba la entrada a la roca. Forcejeó con la cerradura unos instantes con la mano derecha hasta que se hartó, se puso la linterna entre los dientes para sujetarla y tiró del pomo con ambas manos, impulsándose hacia atrás con el pie apoyado en un saliente cercano. La puerta se abrió al tercer intento con un crujido.
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