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Por dragón, manténgase a la espera, de Andrea Arroyo del Campo

Este año también, dentro del marco de la iniciativa Leo Autoras Octubre #LeoAutorasOct, pretendemos dar visibilidad a escritoras en nuestro blog. Para ello, tenemos la intención de publicar un relato al día durante todo el mes. Que lo disfruten.

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Día 19: «Por dragón, manténgase a la espera», de Andrea Arroyo del Campo

Hay días donde no te apetece salir a la calle porque hay demasiada gente.

Hay días donde no te apetece salir a la calle porque hay demasiados bichos.

Hay días donde no te apetece salir a la calle porque hay demasiadas bolas de fuego que amenazan tu existencia.

Pues bien, hoy es uno de esos días.

—Un dragón. Un maldito dragón.

Los ojos de Janire están puestos en las calles de la ciudad donde mujeres, hombres y animales empiezan a huir hacia sus casas cuando las alas de la negra bestia cubren el sol por completo.

«El castillo está más protegido», piensa la muchacha mientras se muerde las uñas. Y está en lo cierto; al contrario que la mayoría de edificios del pueblo, sus paredes están construidas con piedra y es más complicado que las llamas lo dañen. Puede que aún haya esperanza para todos.

—Son como cigüeñas, ponen el nido en el sitio más alto que encuentran y ¡hala! ¡Lo que haya debajo les importa un cuerno! —La reina Gaia refunfuña tan alto que hasta las doncellas que limpian los sótanos pueden escucharla.

—Es que no sé por qué hiciste que el castillo fuese tan alto, mira que te lo dije —contesta su consorte cogiendo un pedacito de bizcocho de la mesa principal.

Ambas se miran fijamente a los ojos durante un largo minuto, como si el fuego ardiese en su interior; sin embargo, pronto bajan la cabeza. Saben que es la frustración la que habla por ambas. Además, saben que no es el momento de una discusión de pareja, por mucho que eso les guste a todos los nobles, trabajadores y demás huéspedes del lugar.

El rugido del dragón resuena por todo el lugar: las copas tiemblan, los platos se desplazan por la mesa y caen al suelo con un estruendo; parece que va a haber que comprar una vajilla nueva.

—¿Qué necesitamos para acabar con un dragón? —La voz de la reina tiembla, la corona se le ha movido de tal manera por la sacudida que ahora parece más bien una boina mal colocada.

La consorte se frota la cara con las manos, murmura algo en voz baja y mira a su alrededor como si esperase encontrar la solución clavada en una pared. Sus ojos oscuros reparan en la pequeña tiara que Janire lleva en la cabeza, adornando su cabello rizado.

—¡Una princesa! ¡En esta vida todo se soluciona con el sacrificio de una princesa! —señala la mujer con una gran sonrisa.

—¿Sacrificio? —gruñe Janire acercándose a una de las espadas que decoran la habitación.

Las doncellas que limpiaban los sótanos están ahora observando la trifulca a través una puerta abierta. El rumor de una pelea siempre se extiende más rápido que las peores de las plagas…

—El sacrificio de ir a pedir una plegaria… —recula la mujer, su tono es más calmado y pacifista.

Su hijastra deja escapar un gruñido molesto antes de volver a alejarse de la espada. Las doncellas sueltan un suspiro de desilusión. Pues otra vez a limpiar…

—¡Una plegaria! ¡Me parece una idea fantástica! —La reina se levanta de un salto de su trono, con los ojos llenos de brillo—. ¿A quién podemos pedírsela? ¡A Odín!

—No, ya se la pedimos en la última riada —sostiene su compañera.

—¿A Zeus?

—La sequía del mes pasado.

—¿A…? —La reina traga saliva durante un segundo, nerviosa.

La consorte aparta los ojos y su piel olivácea se vuelve de un tono rojizo cuando observa a su reina.

—En el último baile estaba un poco borracha y de verdad que tenía muchas ganas de… Y bueno, ya sabes. Oh, ¿a quién encomendarme…?

—Tenemos que practicar eso de las prioridades.

Las dos dejan escapar un suspiro de exasperación. La reina posa sus ojos en su hija; Janire está esperando sus órdenes al borde de la ventana. Tras ella el dragón sigue revoloteando alrededor del pueblo y del castillo; de vez en cuando se relame con gusto.

—Mira —dice volviendo a dejarse caer en su lujoso trono—, tú vete al templo y a quien esté ahí pues… le haces una ofrenda o lo que sea.

Y Janire obedece.

No porque esté escrito en su destino.

No porque se sienta la heroína de la historia.

Simplemente… porque es lo que toca.

El viaje al templo es cansado. La princesa no recordaba que estuviese tan lejos del pueblo, ni tan descuidados los caminos hasta llegar a él. Los muslos le rozan al caminar y el vestido se le engancha en todos los cardos que hay en el camino.

«¿Dónde se ha visto a una doncella pidiendo la salvación de su ciudad en mallas?», le gritó su madre cuando la muchacha se dirigía a cambiarse a sus aposentos.

El templo está casi en ruinas. Le faltan varias capas de pintura y las gárgolas de monstruos que lo decoran tienen dibujos de bigotes, gafas y salchichas en sus rostros.

Janire coge aire y golpea la puerta con fuerza.

Un, dos, tres.

Nadie contesta.

Más fuerte.

Un, dos, tres.

Nadie contesta.

El rugido del dragón se escucha a lo lejos, cada vez vuela más bajo y sus zarpas comienzan a acariciar los tejados de paja y madera de la ciudad.

Janire deja escapar un gruñido y se dispone a golpear la puerta una vez más, con fuerza.

—¡Eh! ¡Cuidado! —Un joven clérigo abre el ventanuco de madera del que dispone el portón central. Janire abre la boca para a pedirle paso, pero el muchacho levanta uno de sus delgados dedos—. No estamos abiertos. Espera a que el sol llegue a lo alto.

La princesa mira el cielo con incredulidad. El sol está en lo más alto, o eso cree ella, porque el ala del dragón que sobrevuela por encima de sus cabezas lo tapa por momentos.

—Es una emergencia.

—Tienes que esperar a nuestro horario comercial. De lunes a viernes, desde que el sol está en lo más alto hasta que atardece. Festivos y nublados no trabajamos.

Janire deja escapar un alarido de nervios.

La cara del clérigo se queda impasible.

El dragón decide posarse en la carnicería del pueblo… Lo que antes era la carnicería del pueblo.

Los segundos pasan, los minutos pasan; el sol se mueve lentamente y la puerta sigue sin abrirse. Una nube pasa cerca del sol, pero no parece querer taparlo, por lo que el clérigo gruñe con molestia y comienza a trastear con la pequeña cerradura del portón.

—¿Has cogido cita para rezar a alguna deidad?

—Es una emergencia —repite Janire señalando el dragón.

El joven hace una mueca de desagrado y abre la puerta. Ni siquiera mira a la bestia de más de diez metros de largo que juega a disparar bolas de fuego contra el cielo.

—Si no tienes cita, no puedo dejar que vayas a los altares. Tendrás que usar el método a distancia al final del templo. —El muchacho saca unas pequeñas gafas de su hábito y se las coloca justo en la punta de la nariz—. Sería una falta de respeto para aquellos que sí han preparado el papeleo correspondiente.

Janire mira a su alrededor.

No hay nadie.

Normal que no haya nadie.

Porque lo único que hay es un maldito dragón atacando la ciudad.

Sin embargo, no le da tiempo a replicar. El clérigo le señala el camino al final del templo y la princesa corre hasta que le falta el aliento. No hace caso de los miembros del coro que se preparan para su recital, ni del tablón de anuncios con ofertas en funerales; ni siquiera en las ofrendas mal colocadas que hay escondidas tras los altares.

Porque nada de eso importa hoy. ¿Te he dicho ya que hay un dragón atacando la ciudad?

La habitación de las plegarias a distancia es pequeña y oscura, apenas se ve lo que hay alrededor: una silla de madera astillada junto a una pequeña mesa que ha vivido días mejores.

—¡Por favor! ¡Ayuden a mi pueblo contra el dragón! —suplica mientras se aparta los rizos de la cara.

No hay contestación.

Ni apariciones.

Ni señales.

—¡Por favor! ¡Suplico piedad! —vuelve a intentarlo, conteniendo el aliento.

Un segundo, otro… Nada.

—¿Has… probado a llamar antes y esas cosas? —El clérigo está apoyado en el marco de la puerta, con una mirada de superioridad tras sus pequeños anteojos y una enorme lanza acabada en un gancho oxidado en su mano.

Pone los ojos en blanco y murmura para sus adentros cosas sobre su sueldo o lo idiota que es la gente de ciudad. Sin embargo, aún con sus quejas, alza el palo de mala gana, el cual se engancha en una pequeña trampilla en el techo y deja que entre la luz del día.

Después, simplemente se va.

—Hola, buenos días. Bienvenido al centro de plegarias…

Janire no entiende de dónde viene la voz. Parece que llega del cielo, pero a la vez está cercana a ella. Mira tras la puerta, al fondo de la habitación y debajo de la mesa; pero no encuentra nada más que basura y suciedad. Nada que pueda ser el origen del sonido.

Y es que esa voz no es humana; parece como si se tratase de un sueño, de un ser mitológico, de un…

—Si el motivo de su plegaria se refiere a dinero, diga dinero.

… Contestador automático.

—Si se refiere a amor, diga amor. Si se refiere a peligro, diga peligro.

—¡Peligro! —chilla Janire con todas sus fuerzas.

—No le he entendido. Si su plegaria se refiere a…

—¡Peligro!

—No le he entendido. Le paso con un operador de plegarias. Por favor, manténgase a la espera. —La princesa deja escapar un suspiro de alivio.

—Hay… Siete… plegarias delante de usted. Por favor, manténgase a la espera.

Mierda.

Y es en este específico momento cuando los participantes del coro empiezan a cantar. Janire se pasa las manos por la cara, molesta y cansada. Está segura de que puede escuchar al dragón masticando las vigas de las casas de madera que hay cerca de la plaza; arañando la fuente como si fuese un poste para gatos o revolcándose en los prados de los ganaderos.

—Hola, buenos días —dice una voz tras una espera interminable—. Le habla Operadora, ¿me facilitaría su…?

—¡Un dragón! ¡Hay un dragón acechando la ciudad!

La voz se queda unos segundos en silencio. Meditando lo que la muchacha le acaba de decir. Finalmente, Janire puede escuchar cómo coge aliento antes de volver a hablar:

—No le he entendido, ¿me puede facilitar su nombre para dirigirme a usted?

—Janire.

—Muy bien, Yanira —empezamos mal—, he de decirle que…

—¡Hay un dragón destruyendo la ciudad! ¡Necesito ayuda!

—… para mejorar nuestro servicio, la conversación será grabada y archivada. ¿Está usted de acuerdo con ello?

Inspira.

Espira.

Inspira.

Espira.

—Estoy de acuerdo con ello.

—Muy bien, Yanira. Exponga el motivo de su plegaria; por favor.

—Hay un dragón en la ciudad, estamos en peligro. Necesitamos ayuda.

Silencio de nuevo. Un rugido se escucha a lo lejos, en la luz se pueden apreciar pequeñas motitas de polvo que revolotean en el aire.

—¿Pero el dragón es suyo? —pregunta la voz con curiosidad.

—El dragón está atacando la ciudad. Necesito acabar con él —gruñe la princesa dejándose caer sobre la silla de madera.

—Muy bien, Yanira, le paso con mi compañero del departamento de grandes reptiles. Por favor, manténgase a la espera.

Y los del coro vuelven con su canto gregoriano.

La chica se asoma con cuidado. Desde una de las ventanas del templo se puede observar la ciudad; el dragón ha decidido empezar a construir su nido en la torre más alta del castillo, sus alas negras están abiertas y se muestra orgulloso de su poderío.

La destrucción es visible, la densidad de población acaba de bajar considerablemente. ¡Pero aún hay cosas que salvar! ¡Aún hay esperanzas!

—Hola, buenas. Le atiende Operador, del departamento de grandes reptiles. ¿Cuál es su plegaria?

—¡Hola! —contesta Janire entusiasmada—. ¡Mi ciudad está siendo atacada por un dragón!

Silencio.

El ruido de una pluma rasgando un papel, no viene de ninguna parte en concreto, pero retumba por la habitación, allá donde llega la luz del sol.

—¿Y hace mucho que su dragón tiene ese comportamiento? —pregunta el operador aburrido.

—El dragón no es mío. ¡Está atacando mi ciudad! ¡Está llena de destrozos y…!

—¿Quiere contratar un seguro anti dragones por diez plegarias y una ofrenda de oro al mes?

Janire deja escapar un grito de desesperación. El rugido del dragón se escucha tan fuerte que hace retumbar las paredes del templo.

—Le puedo ofrecer una opción de buenos cultivos para el próximo mes como regalo; puede elegir entre tomates, ajos o zanahorias.

—¡El problema con el dragón lo tengo ahora! ¡Está atacando ahora!

El canto gregoriano de nuevo.

Ahora, además, alguien ha decidido comenzar a tocar el clavicordio.

—Le paso con el departamento de ataques a la propiedad pública.

Inspira.

Espira.

Inspira.

Espira.

Cuenta hasta diez.

Piensa en cosas bonitas.

El dragón aún no ha llegado a la pastelería de la ciudad. Todavía puede comprar un bollito de fresas cuando todo esto acabe; seguro que mañana podrá ir al bosque a dar un paseo con su yegua favorita o tomar el sol en la ventana de la torre más alta del castillo.

Lo único que tiene que hacer ahora es mantenerse a la espera…

—¿Hola? ¿Yanira? —dice una nueva voz procedente de la luz

—¡Sí! ¡Bueno, no! ¡Pero sí! —La muchacha se levanta de un salto de la silla, tan entusiasmada que golpea la mesa y la hace caer al suelo.

—Buenas tardes, su incidencia está siendo tramitada; si usted pudiese dar su plegaria, enviaremos ayuda tan pronto como nos sea posible.

A veces los sueños se cumplen.

A veces las cosas funcionan.

A veces solo hay que tener un poco de fe.

Janire sonríe ampliamente, cierra los ojos y se coloca de rodillas en el suelo del templo. Su pecho sube y baja con nerviosismo y por su piel morena cae alguna que otra gota de sudor.

—Pido por mi pueblo, por su seguridad y bienestar. —Su voz es clara, pues no quiere malentendidos en un mensaje tan importante—. Pido que alguien me escuche, pido que alguien me ayude…

La muchacha suspira con orgullo; no hay clavicordios ni cantos que se escuchen, no hay voces que la interrumpan ni fallos en su plegaria: por fin ha cumplido su misión, y ya puede volver a casa feliz…

ROAAAAAAAAAAAAAAAAR

El amenazador sonido la hace abrir los ojos al momento. Los clérigos están intentando que todas las esculturas se mantengan en su sitio, aunque algún candelabro ha caído al suelo por el temblor.

Janire mira por la ventana, con horror en los ojos. Ya no hay un dragón en la torre del castillo.

Ahora hay dos.

Y parecen pareja.

La princesa se gira hacia la luz, o a donde debería estar la luz. Pues ahora no hay un rayo de sol que cruce la habitación, solo una maldita nube que nubla el cielo.

—La llamada se ha cortado. —El joven clérigo limpia sus anteojos desde el marco de la puerta.

Janire se gira hacia él con una mirada llena de ira, de rabia, de súplica. El muchacho se limita a señalar al cielo con la mano.

No trabajan en días nublados.

Así que la chica solo puede esperar.

Esperar a que la nube pase, o a que los dragones se coman la ciudad entera o… Quizás, a que ella acabe haciéndole tragar los anteojos al clérigo.

Y el tiempo pasa. Lentamente, pero pasa. Ninguno de los dos habla, no hay interés en el contacto humano; simplemente observan el suelo hasta que un tímido rayo de sol comienza a aparecer entre las nubes. La luz es cálida y el cielo ha comenzado a ponerse anaranjado, pero aún hay esperanza.

Janire vuelve a lanzarse hacia la luz, desesperada. Piensa en cualquier ser que pueda ayudarla, en que el último operador siga ahí, esperando para poder enviar la ayuda tan deseada. Quedaba tan poco…

Y la música del clavicordio vuelve a sonar.

—Si el motivo de su plegaria se refiere a dinero; diga dinero…

Volvemos a empezar.

La chica repite una a una todas las interacciones que ha tenido con los anteriores operadores. De un sector a otro, de un operador a otro… No, el dragón no es mío. No deseo un seguro. Sí, mi ciudad está en la zona de su competencia.

Y es que a la chica ya le dan igual las plegarias, ya le da igual su ciudad o el destino del dragón; solo quiere marcharse de allí.

Y cuando vuelve a hincar las rodillas en el suelo de madera, el operador escucha su plegaria atentamente:

—Su plegaria ha sido escuchada. Espere dentro de la ciudad a que llegue la señal. Gracias por llamar al centro de plegarias, que pase un buen día.

Y la luz se apaga, porque el sol se ha ido y ahora solo quedan las estrellas.

La chica se frota sus cansados ojos; no hace caso al clérigo que le insta a que salga de allí, no hace caso a los miembros del coro que se han quedado afónicos ni a quienes se han emborrachado con las ofrendas.

Porque ahora Janire está feliz, feliz de haber cumplido su misión; feliz de poder volver a casa y feliz de haber salvado a su pueblo… O lo que queda de él.

Ya no hay luz que escuche sus plegarias, porque la noche ha llegado.

Ya no hay dragones en la torre del castillo, porque no hay castillo.

Ya no hay personas asustadas escondiéndose en sus casas, porque no hay casas.

Lo único que hay ahora mismo… es mierda.

Literalmente, mierda. Excrementos del tamaño del caballo más gordo del condado; tienen trozos de vigas de madera que no han podido digerir y algún cencerro entre medias.

La que ya no es princesa de ningún lugar mira a la lejanía; la pareja de dragones se ve como una nube en el cielo, alejándose hacia el horizonte en busca de una nueva ciudad que destruir.

Al menos, no queda nadie para echarle la bronca.

La chica se sienta sobre un muro derruido; no observa cadáveres ni sangre a su alrededor. Los habitantes de la ciudad han podido escapar a tiempo; seguramente estén en los bosques o en alguna de las granjas alejadas, esperando volver a la ciudad y comenzar a reconstruirla.

Porque habrá días en los que apetezca salir a la calle; donde no haya demasiada gente, ni demasiados bichos, ni demasiadas bolas de fuego escupidas por dragones. Porque aún queda que llegue la plegaria por la que tanto ha pedido Janire, una señal que al menos les servirá para volver a la normalidad.

Aunque la verdad, la muchacha no esperaba que fuese tan rápido.

Una paloma blanca aletea encima de la cabeza de la princesa. En su pico porta una pequeña carta que deja caer, antes de alejarse hacia la luz de la luna.

El sobre de color marfil cae grácilmente… en toda la mierda del dragón. El remitente está manchado de una pasta marrón y caliente, pero al menos ha llegado. Su plegaria ha sido escuchada y por fin las cosas van a salir bien.

Y con una sonrisa en el rostro, Janire recoge la carta firmada por el servicio de plegarias a distancia y la abre con entusiasmo, esperando leer el mensaje que tanto ha ansiado:

 

«Estimada Yanira:

La contestación de su plegaría ha sido retrasada por problemas técnicos relacionados con dragones que han atacado nuestras oficinas.

Su opinión es muy importante para nosotros; puntúe del 1 al 10 su grado de satisfacción con el servicio recibido…

…Por favor, manténgase a la espera».

1 Comment

  1. […] antes de dejaros con el meollo, no puedo irme sin recomendaros su relato «Por dragón, manténgase a la espera», que podéis leer gratis en el blog de la editorial Cerbero. También podéis seguirla en su […]

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