De una parte como mamu:
Don Lord Albóndiga, con existencia en el plano ☠☣☢ ☠ ツ.
Y de otra parte como deitzaie:
Don Argi Lizasoain, con existencia en el septuagésimo séptimo plano humano-mágico durante el periodo temporal 735DA - 995DA.
(más…)
Moverse entre planos siempre había sido tarea
fácil para uno de los cambiaformas más poderosos de la existencia, pero como
Albóndiga no recordaba quién era, y mucho menos los más de doscientos viajes
que había hecho rodando de uno a otro de forma elegante, la excursión estaba
siendo una mierda. Su frágil cuerpo humano se movía sin control en la colorida
nada mágica, empujado por la fuerza de la bruja; dio bandazos, giros y piruetas
de un lado a otro como un mamu recién
salido de su charco de lava. Por supuesto, a pesar de las circunstancias, no
gritó ni se lamentó en ningún momento. ¿Cómo iba a hacerlo? Se había mordido la
lengua y no tenía libres bocas adicionales.
El lugar en
el que acabaría le resultaba todo un misterio. Los caminos de la nada mágica,
inescrutables, podían llevar a un hombre hasta su peor pesadilla en un abrir y
cerrar de ojos. Por desgracia, Albóndiga había resultado ser un hombre en ese
preciso instante.
Con un
último giro sobre sí mismo, y a pesar de sus intentos desesperados de nadar en
el aire hacia otro lado, entró de culo en una de las brechas y se perdió en
ella.
Adiós para
siempre, plano humano.
Aunque había
hecho su grandiosa entrada de lado, comenzó a caer en vertical. Uno, dos, tres,
cuatro largos segundos de caída en picado y aterrizó, con la cara por delante,
en un montón de ceniza. El cuello que sostenía su única cabeza no soportó el
impacto: con un crujido ensordecedor, se dobló de forma imposible y se partió
en tres trozos distintos. Así eran los cuerpos humanos: tan débiles que debían
ir siempre vestidos y totalmente inútiles para viajar, hacer tareas
importantes, dormir, respirar, pelearse con seres poderosos y la vida en
general.
Albóndiga se
tomó un largo rato en volver a ponerse la cabeza y el cuello en su sitio, pero
ni siquiera se molestó en intentar quitarse el gris de encima. No merecía la
pena resistirse. Lo tenía metido hasta en la ropa interior y sabía que, una vez
llegados a ese punto, viajaría con él por siempre. Al menos no había vomitado.
O quizás sí, a juzgar por el regusto que le había quedado en la boca y la
enorme mancha en su túnica. Aunque, teniendo en cuenta el color… ¿Sangre?
¿Cuánto de eso necesitaba el cuerpo humano para seguir funcionando
correctamente? Tanto daba. Tenía dudas mucho más urgentes.
¿A dónde
narices lo había desterrado la bruja? ¿Estaba de vuelta en su plano original?
Con ceniza
en los calzoncillos, echó a andar en línea recta hacia el sol más refulgente.
El lugar le era familiar. Los colores intensos, el aire ardiente, nubes
flamígeras y un hedor horrible, a azufre. A casa.
¡No estaba
perdido por ahí!
Por
desgracia, algo no iba bien del todo. A pesar de que sus instintos le indicaban
que, sí, estaba donde debía estar, los elementos no acababan de encajar. Los
árboles secos y raquíticos, la ceniza bajo sus pies y los enormes huesos
abandonados aquí y allá le gritaban el mismo mensaje, alto y claro: «la has cagao
muy fuerte». Ni siquiera recordaba por qué, pero estaba más seguro de aquello
que de su propio nombre. La muerte a su alrededor era la prueba de que algo no
iba como debía.
¿Qué había
ocurrido y cómo podía solventarlo?
Las
respuestas llagaron por sí mismas poco después, mientras observaba un
montoncito de huesos escondidos bajo una piedra. Vio a la babosa en el
horizonte con mucha antelación. Se deslizaba por la tierra agrietada a toda
velocidad, haciendo eses como si estuviera borracha y no tuviera miedo de
estamparse contra una piedra o caer por un risco. Al percatarse de que se
dirigía directa hacia él, Albóndiga se irguió y esperó pacientemente a que
llegara, curioso. ¿Criatura hostil, amistosa o comida?
Gigante. Eso
era. Mucho más que el cuerpecito humano de Albóndiga. Tuvo que derrapar para
detenerse a tiempo y evitar una colisión, lo que generó una corta lluvia de
babas que bañó la tierra sedienta y la tornó verde de nuevo. No parecía hostil,
al menos, aunque su boca dentada era tal que parecía capaz de devorar tres
seres humanos sin esfuerzo alguno.
Y hablaba.
—¿Lord?
—dijo, lanzando más babas en el proceso. Albóndiga se sorprendió a sí mismo
cuando, en lugar de sentir el asco humano que tanto lo había embargado las
últimas semanas, se quitó los residuos con la manga de la túnica como si fuera
lo más normal del plano—. ¿Es…? ¿Usted? ¿Lord?
La respuesta
brotó de forma automática de su única boca, como si la hubiera empleado tantas
veces que era ya parte de su hacer diario:
—Espero que
tengas una buena razón para molestarme, Bare.
Los
múltiples ojos de Bare se abrieron tanto que parecía imposible para lo
pequeñitos que eran. Quizás estaba sorprendida, quizás asustada, pero su enorme
cuerpo de babosa tembló cuando abrió la bocaza para balbucear.
—Ha estado…
¡Ha estado desaparecido durante eones, Lord! Hay tantos papeles por revisar y
por aceptar que ya no me quedan pliegues en los que meterlos y…
¿Papeles?
Aguantar las babas sí, claro. Papeles… no.
—¿Acaso no
es ese tu trabajo?
Lo era.
Estaba seguro. Las hojas, pergaminos y rollos que le asomaban entre los pliegues
de carne babosa no dejaban lugar a dudas. ¿Quién era el bicho grande y viscoso,
entonces? Su cuerpo había sido más rápido que su cerebro, por lo que ya sabía
su nombre: Bare. Bare, la babosa burócrata.
A partir de
allí, los recuerdos llenaron su mente en cascada: Bare, la enorme y apestosa.
Bare, la encargada de enterarse de todo lo que pasaba, de verificar que los
seres cambiaformas gestionaban los contratos como debían y que no la liaban más
de lo necesario en otros planos. En resumidas cuentas, quien debía asegurarse
de que todo el mundo hacía caso al Lord. Al Lord, que resultaba ser él,
Albóndiga, si el instinto no le fallaba. Y rara vez lo hacía.
«Lord». Saboreó la palabra con su magullada
lengua humana. Sí. Sabía correcto. Uno de sus nombres, sin duda.
—¡Por
supuesto, Lord! —Durante un instante había olvidado a la babosa, pero allí
seguía—. Claro que es mi trabajo. Pero sabe que jamás tomaría decisiones
importantes sin consultarle primero. ¡Hay tantos contratos cuestionables! En
cuanto he sentido su gran poder en la vibración de mis carnes, he venido
reptando desde palacio con todos los pergaminos necesarios. Si me permite
buscar en mis pliegues, le puedo enseñar...
Lord dejó de
escuchar a la enorme babosa en cuanto la palabra «palacio» caló en su cerebro.
Palacio. Su palacio. Miró alrededor hasta toparse con la gran estrella roja que
comenzaba a perderse en el horizonte, y allí lo encontró. Alto, imponente,
puntiagudo, negro como el carbón. En llamas.
Su
casa.
—Guarda esos
papeles llenos de baba y hazme un resumen, por favor —le pidió a Bare. Si
alguien podía resumir cuatrocientos años humanos en dos frases, esa era la
babosa. La única competente del plano, aparte de él mismo—. ¿Acontecimientos
relevantes?
—¡Ninguno,
Lord! —¿Ninguno? Entonces, ¿por qué todo lo que alcanzaba su vista parecía
falto de energía mágica? Bare debió percatarse de que no estaba convencido,
porque habló atropelladamente para subsanar su posible error—. Bueno bueno
bueno. Cosas. Hay cosas. Pues... ¡Sí! Murió Int hará unos eones, imagino que
usted no se enteró de ello. Por tanto, nuestro número ha menguado a setenta y
seis. Supongo que, ahora que usted ha vuelto, setenta y siete.
Int, Int…
¿Cuál era su aspecto habitual? ¿Seis brazos? Le sonaba, sí. Siete a ratos.
Preferencia por volar, aunque tampoco le hacía ascos a reptar. Sí. Lo tenía.
—Ese no le
caía bien a nadie —dijo, seguro de haber acertado.
—Bueno…
Supongo que es cierto. Pero era el único que entregaba sus contratos a tiempo
para revisión.
Ah. Cierto.
—Y por eso
no le caía bien a nadie. Hacía quedar mal al resto. —Menudo botarete, el Int—.
¿De qué murió?
—Le dije que
esperara a que usted le diera el visto bueno a sus nuevos contratos a largo
plazo y… Bueno, se fosilizó de tanto hacerlo. Tengo aquí un escrito en el
que... —Bare hizo amago de sacar un pergamino de entre sus pliegues, pero
pareció cambiar de opinión a medio camino—. Espere. Ahora que lo pienso, creo
que puse «defunción» en el informe. No había casilla de «fosilización» que
marcar, así que quizás nadie haya retirado su cuerpo y siga ahí, esperando. Si
me deja buscar el pergamino, Lord… Porque, ahora que lo pienso por segunda vez,
no es que yo haya visto morir a nadie en ese plano. Jamás de los jamases. ¿Para
qué tenemos una casilla de defunción, entonces? Voy a tener que revisar todo de
nuevo, porque estos papeles…
Ah, sí. Si a
Bare no se la distraía lo suficiente, era capaz de hablar sobre burocracia y
pergaminos mal tramitados durante días.
Había que
pararla.
—Bare, Bare.
Escucha, por favor.
Al instante,
la babosa dejó de escupir pergaminos por sus carnes y asintió con fervor.
—¿Lord?
—Además de
la fosilización, que no defunción, de ese que a nadie le importa, ¿algo
relevante? Quizás me falle la memoria, pero veo este sitio un poco distinto.
¿Seguro que no ha pasado nada?
La babosa
negó con la cabeza, despacio. Cosa mala. Lo sentía.
Aunque,
pensándolo fríamente, quizás era eso. No había pasado nada. Nadie se había
molestado en cosechar energía para mantener el plano vivo.
¿Cuántos
eones decía Bare que había estado fuera? Demasiados como para dejar sin vigilancia
y liderazgo a sesenta y seis patanes cambiaformas con capacidad para viajar a
otras existencias. Casi nadie habría conquistado y absorbido planos
suficientes. Nadie, probablemente. La energía vital del lugar seguiría
consumiéndose poco a poco, hasta que la última de las llamas se apagara para
siempre y se vieran obligados a marcharse a otro lugar. O, peor aún: las
brechas a otros lugares se cerrarían y se verían obligados a marchitarse junto
a su hogar hasta dejar de existir.
Poco a poco, el peso del tiempo que había
pasado fuera de su plano natal le golpeó con fuerza. ¡Malditas brujas Marías!
Malditas brujas, malditos sus contratos con trampa, maldito su centro de
envejecimiento y su maldito… Argi.
—Lord, si me
permite la pregunta… ¿En qué plano ha estado todo este tiempo? Que, hablando de
planos, sepa que no he autorizado viaje alguno sin su visto bueno, por
supuesto, si es lo que le preocupa. Claro que, comprendo, es consciente de que
las invocaciones son caprichosas y que hay vacíos legales y...
—Bare —la
interrumpió, y la babosa tembló en asentimiento—. De eso me encargo luego.
Mañana montarás una reunión y obligarás a todo el plano a venir, sin
excepciones y en mi nombre. Pero, ahora, llévame a los charcos. Tengo algo
importante que mirar.
Acudir solo
hubiera sido lo ideal, pero aún no recordaba el camino a las cuevas, mucho
menos las galerías que debía recorrer para llegar a los charcos. Fuera como fuera, la babosa vibraba
tanto que su alegría por llevarlo a donde fuera era evidente.
—¡Por supuesto!
¿Marchamos de forma inmediata? ¿Le urge?
¿Le
urgía, realmente? ¿Le urgía más que las llamas de su hogar apagándose por vagancia
e inutilidad ajena? Recordó el rostro de Argi, mucho más fresco en su mente que
cualquier posición de Lord que hubiera ostentado, y la tesitura en la que se
había quedado. Solo.
—Me urge,
sí.
En
respuesta, Bare disparó un chorro de babas a un lado, creando el camino que
debían seguir hasta los charcos y, con suerte, hasta un Argi igual de intacto
que la última vez que lo había visto.
—¡Lo que sea
por usted, todo listo! ¿Qué es lo que quiere observar, Lord? ¿El siguiente
plano que conquistaremos? ¿Otros lugares de nuestro plano?
Eso. ¿Qué es
lo que el líder supremo de un plano que había acabado, conquistado y explotado
otros cientos querría mirar? ¿El bienestar de una hormiga que estaría muerta
en, qué, un cuarto de eón? ¿Una décima parte de eón? Se mirara por donde se
mirara… No. Absurdo. Al plano no le quedaba tiempo suficiente como para que su
líder fuera un idiota absurdo.
—¿Sabes,
Bare? Quizás no sea tan urgente. Vayamos a palacio cuanto antes, a convocar a
los patanes de mis súbditos. A juzgar por la ceniza, que me llega casi hasta estas
espinillas humanas, no tenemos tanto tiempo como quisiera para arreglarlo todo.
Sin cuestionar
el extraño cambio de parecer de su líder, la babosa volvió a vibrar y lanzó sus
chorros al lado contrario, hacia el inmenso palacio llameante.
—Todo listo
para deslizarnos hasta allí. ¿Por qué no se moldea para poder hacerlo, Lord? O,
si lo prefiere de otra forma, en lugar de deslizarnos podríamos rodar, nadar o
volar hasta allí. Dígalo y me transformaré.
Eso, ¿por
qué no cambiar de forma para deslizarse, volar, nadar o andar con cien pies? El
cuerpo humano era inútil. Blando. Mal hecho. Feo.
—Ha sido un
viaje duro, Bare, y no me apetece desgarrar mi carne para hacer crecer otros
apéndices. Andemos hasta palacio.
En Papayistán, a 5 de Enero de 2020 d.C. (después de Cerbero)
A la forma de sus obras tan sólo quieren que atienda, como si fuera posible dar forma sin contenido ni materia que conforme sus volúmenes. No hay venda que ciegos vuelva mis ojos y, aunque la hubiese tenido,
aunque me hubiesen quitado hasta el último sentido, no hay nada que disimule una intención tan horrenda. ¿Hace tiempo? Lo confieso, me deslumbró. He aprendido que hay verdades que se ven aunque el autor no lo pretenda.
¿Lo malo? No es que lo traigan. Lo malo es la reprimenda que se llevan las personas a quienes él ha agredido. Ni la explicación que dan es tal, ni hay diablo que la entienda.
¿Lo peor? Es que, con ella, puede haberse dividido el colectivo afectado en dos bandos en contienda. Haya paz entre nosotres. Es lo único que pido.
Este año también, dentro del marco de la iniciativa Leo Autoras Octubre #LeoAutorasOct, pretendemos dar visibilidad a escritoras en nuestro blog. Para ello, tenemos la intención de publicar un texto al día durante todo el mes. Que lo disfruten.
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Día 31: «Veintitrés minutos», de Adriana González Espiña
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Día 29: «La caja del fin del mundo», de Laura S. Maquilón
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