Sombras propias, de Nahikari Diosdado

#LeoAutorasOct | Un día, un relato | Día 17

Foto de Henrique Macedo para Unsplash

S

Fiesta.

—Gracias por… Espera, estornudo. Ah, no, falsa alarma. ¿No te parece molesto ese picorcillo de «sí pero no» cuando te entran ganas pero luego no puedes y es supermolesto?

—Tú has bebido demasiado licor de melocotón.

—¡Pero ese no es el tema! Yo te estaba diciendo algo… Ya no me cuardo.

Cuardo.

—¡Me has entendido! No me acuardo de lo que iba a decirte. Ah, ¡pero gracias por acompañarme! Ya si eso luego te digo. Es que es muy aburrido ir sola al baño, con eso de las colas.

—Este es el baño de mi casa. No hay colas.

—Siempre tienes que llevarme la contraria, Noa, mala gente.

Noa se limita a resoplar como respuesta, apoyándose contra la pared azulejada del baño. Su amiga María, sentada en la taza del váter a pesar de que hace rato que ha acabado de orinar, juguetea con el pantalón de pijama que tiene enredado en las piernas a la altura de los tobillos. Desde allí se pueden escuchar perfectamente los gritos emocionados del resto de mujeres, que están en el salón, acompañados de risas de todo tipo.

—Que ahora vivas sola es guay, sobre todo porque: fiestas de pijama. Y alcohol. Y helado. Y karaoke. Pero… Uy, hablando de helado, ¿queda de vainilla? Quiero más helado de vainilla.

—Céntrate, María. Mi casa es guay, ¿pero…?

—Ah, pero no hay más helado de vainilla. Y eso es una tragedia.

—Madre mía…

—¡Ah! Ya. Tu espejo. El espejo del baño. —Lo señala con el dedo índice desde donde está sentada—. ¿No da… como mucho yuyu?

—Mi espejo.

—¡Tu espejo! —Señala con más intensidad, moviendo el brazo de arriba abajo—. Míralo. Da todo el yuyu.

Noa se gira a mirarlo, frunciendo el ceño ligeramente. Ya lleva allí un tiempo, al menos desde que visitó la casa el mes anterior. Una vez lo hubo dejado bien limpio, el objeto era funcional.

—Mi espejo no tiene mucho misterio, solo pinta de haber salido de casa de mi abuela.

—No sé yo…

—Vamos, anda, que nos estamos perdiendo el karaoke. Levanta el culo del váter.

—Ya voy, ya voy. Deja que me levante sin matarme.

María intenta levantarse y casi cae dentro del váter al tropezarse con la parte de abajo del pijama.

—Deja que te ayude, desastre, que la lías.

Noa le tiende la mano para ayudarla a levantarse y la agarra del codo mientras se sube los pantalones. Una vez con el pijama en su sitio de nuevo, María anda de lado para salir por la puerta sin darle la espalda al espejo en ningún momento.

—¿Se puede saber qué narices haces?

—Calla, no te rías de mí. Es para que los espectros del espejo no me alcancen. ¡Te persiguen y miran cuando les das la espalda! ¡Como los fantasmas del Mario! —Da un par de pasos rápidos y, tras tropezarse con la alfombra del pasillo, consigue entrar al salón dando tumbos—. ¡Vuelvo a la fiesta!

Noa sacude la cabeza, sonriendo, y apaga la luz del baño. Antes de salir mira el espejo por encima del hombro durante un breve instante.

Aunque sus ojos de humana no pueden ver las sombras al otro lado, ellas se esconden de todas formas.

***

Noa limpia los restos de la fiesta por la tarde, chocando contra el mobiliario y resbalando de un lado a otro gracias a los sucios calcetines blancos que lleva.

            Deja la torre de boles llenos de restos de palomitas a remojo durante un tiempo indefinido en el fregadero. Las botellas de alcohol vacías las lleva a la cocina. Las pinturas desgastadas que utilizaron para pintarrajearse la cara, además de la alfombra del salón, las deja en una bolsa de plástico. Lleva matasuegras manchados de pintalabios y saliva seca a su cuarto y guarda los antifaces llenos de purpurina en un cajón. Barre el confeti, deja más de la mitad bajo el sofá y finge que no se da cuenta.

Se deshace de la gran mayoría de desechos, sobre todo de bolsas de comida vacías, y guarda muchos otros. Deja las banderitas de colores que tiene colgadas en las paredes entre la basura, pero después de dar una vuelta por el salón las saca del cubo y las guarda en un cajón junto a los matasuegras.

En el lavabo del baño hay una botella de vodka vacía, puesta del revés y manchada de chocolate. Noa sonríe al verla, pero al acercarse al espejo y mirarse en él pierde la expresión. Se toma varios minutos para contemplar la superficie reflectante, pasando la mirada desde la esquina superior a la inferior y de la inferior a la superior. Después posa la mirada en el marco, siguiendo su contorno desde la esquina inferior izquierda: arriba, derecha, abajo, izquierda. Y vuelta a empezar, del revés: derecha, arriba, izquierda, abajo.

Lo hace una, dos, tres veces. Repite el proceso un total de ocho veces antes de poner la palma de la mano encima del espejo y apretar, con firmeza. Al retirarla, la superficie ha quedado marcada. Echando la cabeza atrás, Noa suelta una carcajada, agarra la botella de vodka vacía y sale del baño.

Pero no sin mirar por última vez, de reojo, el espejo.

Por la noche se acuesta en la cama y habla por teléfono con María. Le cuenta que, por su culpa, se ha pasado un buen rato comprobando si el espejo del baño está embrujado. Su interlocutora se ríe tan alto que el sonido resuena por todo el cuarto, tapando el leve siseo de la primera sombra que se desliza fuera del espejo.

Noa se queda dormida con el teléfono encendido y olvidado a su lado, situación que la oscura y alargada silueta aprovecha para entrar en su cuarto y provocarle una pesadilla.

Esa noche dos espectros la observan dormir.

***

Primer día de trabajo desde que vive sola, volviendo a casa.

Un gato negro observa a Noa desde una grieta, con el cuerpo escondido detrás de un muro de cemento. Cuando ella lo ve de reojo, deja de andar y se acerca, acuclillándose justo delante para señalarlo con el dedo índice.

—Vaya, vaya, vaya. Tengo un bonito espía camuflado observándome. Te veo, ¿sabes? —Junta los dedos de la mano derecha y los frota entre ellos, una vez por cada llamada al gato—. Mishi mishi mishi. No temas, no me gustan los seres vivos, pero suelo hacer excepciones con los gatos. Tienes un pelaje negro precioso.

El gato se asoma un poco y Noa lo mira en silencio hasta que lo tiene lo suficientemente cerca para acariciarle la cabeza.

—Veo que no tienes collar. ¿Callejear como modo de vida? Tiene que ser duro, aunque estás menos sucio de lo que esperaba. Sin ánimo de ofender.

El animal ronronea bajo su mano durante unos segundos y después se aparta para volverse a acercar a la grieta donde estaba escondido.

—Ha sido un placer, pues. Breve pero intenso. Que te vaya bien,gatete.

Noa se levanta y retoma su camino a casa por la calle vacía. El gato negro sale de su escondrijo cuando le da la espalda y la sigue hasta que ella se para y mira bruscamente por encima del hombro.

—Te veo, gato. No eres tan sigiloso como te piensas.

El animal maúlla y se sienta a su lado. Ella entrecierra los ojos para estudiarlo y retoma la marcha, con él a su lado.

—¿Pero tú a dónde te crees que vas? Si de verdad me estás siguiendo, te aseguro que no voy ningún sitio interesante. Yo no soy un conejo blanco y tú no tienes pinta de Alicia. Ah, no me malinterpretes, que no lo parezcas no significa que no puedas serlo. Persigue tus sueños, gato, y sé la mejor Alicia del mundo. O del universo. Nos vemos, gatete.

El gato sigue andando detrás de ella hasta la zona en la que comienzan los bloques de casas, donde Noa suspira y ralentiza el paso para ponerse a su altura.

—Bueno, la calle es grande y no es mía, por desgracia, así que no puedo echarte. Si vas a venir conmigo de todas formas podrías darme conversación, ¿cierto?

El gato maúlla y ella asiente un par de veces.

—En fin, cualquiera que me vea hablando con un gato… Pero, mira, Alicia querida, he tenido un día de mierda. Un día de esos que dices «ojalá no haber salido de la cama». Quien dice de la cama dice también de la gatera, para que nos entendamos. ¿Sabes de lo que hablo? En fin, uno de esos días. No he dado una en el curro y se me ha caído la comida por encima al abrir el tupper para calentarla. Sí, en el comedor de la oficina, delante de todo bicho viviente. El ridículo me da igual, pero ¿la comida? Menudo desperdicio de lentejas, te lo juro, qué día. Y después, claro, de vuelta al trabajo, oliendo como huelo, a casa de mi abuela. Y ahora a la mía, donde no hay nadie que me moleste, qué bien, ¿no? Pues no. Entre tareas domésticas y el trabajo tengo tantas cosas que hacer que para cuando las acabo ya me tengo que ir a la cama. Dime, Alicia, ¿y cuándo vivo yo? ¿Cuándo?

Noa y la gata llegan al portal. Desde dentro, un vecino anciano con una gorra roja que le tapa la cara y apoyado sin demasiada elegancia en un bastón la mira.

—Niña, con lo guapa que eres y hablando sola. ¡Yo te doy conversación si quieres! Es más, te doy todo lo que quieras.

Ella lo esquiva, acelera el paso y salta las escaleras de dos en dos.

—Ese señor es un viejo verde asqueroso al que es mejor que no te acerques, Alicia —dice mientras sube las escaleras, alzando algo la voz—. No, en serio, gata —añade, bajando la voz—. Ese cabrón intentó meterme mano una vez en el autobús. El muy asqueroso.

—¡So zorra! ¡Verás como te alcance con el bastón!

Treinta segundos para encontrar las llaves dentro de su bolsa y abrir la puerta. Cuando la cierra tras ella, Noa mira al gato de reojo mientras este se sienta y se lame una pata.

—Pues ahora tengo un gato. Y, como esta es mi casa, nadie puede decirme nada. Ni siquiera el viejo verde. Vale. ¿Es esto lo que significa ser adulta? Que un gato te siga hasta casa y digas «pues para mí». Qué narices, he tenido un mal día. Me merezco un gato. A ver, Alicia… ¿Eh? ¿A dónde has ido?

Alicia ha recorrido el pasillo y está delante de la puerta cerrada del baño, con la cola tiesa.

—¿Ganas de ir al baño? Ahí no hay nada. Venga, vamos, que tendré que llevarte al veterinario antes de nada.

La gata no se mueve de su sitio.

—Mira, si no hay nada ahí. En serio.

Sí que lo hay. Y el animal lo sabe.

Noa abre la puerta y el gato entra a toda velocidad al baño, sube de un salto al lavabo y allí se queda, siseándole al espejo con el lomo erizado. Al otro lado, los espectros saludan y, cuando se gira para huir, Noa la agarra y la alza en el aire.

—Solo es un espejo, y no recuerdo si los gatos os reconocéis en ellos, así que quizás estás intentando pelearte contigo misma. —Se mira las tenues cicatrices que tiene en los antebrazos y sacude la cabeza—.  Yo también lo hago y, créeme, no es buena idea.

El animal maúlla, se retuerce y araña las manos que la apresan hasta que la sueltan de forma brusca. Cae al suelo y corre tan rápido por el pasillo que para cuando Noa lo sigue hasta el salón ha escapado por una de las ventanas.

—Pues ya no tengo gato.

Noa vuelve sobre sus pasos, despacio, hasta la puerta del baño. Se queda un instante en el umbral, justo en frente de la bañera, sin mirar a la izquierda, donde está el espejo. Parecer dudar un instante antes de hacerlo, pero cierra la puerta desde fuera. Despacio. Muy despacio. En la casa el silencio es tal que se escucha perfectamente el momento en el que la puerta encaja del todo en su sitio. Al fondo, en la cocina, el tictac del reloj es lo único audible durante el instante en el que nada ni nadie se mueven en la casa.

Esa noche tres espectros la observan dormir desde el umbral de su cuarto. Mientras tanto, el resto, al otro lado del espejo, se alimenta de la incertidumbre que Noa emana cada vez que piensa en ellos.

Pronto podrán salir.

***

Sentada en la silla y encorvada delante del ordenador portátil, Noa escribe «espejos y cosas» en un buscador web. Después de mirar la lista de resultados cambia la búsqueda a «espejos fantasmas» y entra en la primera página que encuentra: Espejos, portales al más allá.

            No termina de leerla.

Se levanta, cierra el ordenador portátil y da una vuelta por su cuarto. Aparta con el pie las pantuflas que no usa, pone un par de libros en su sitio y, al cerrar la puerta entreabierta del armario, le tapa la vista al espectro que la observa desde allí.

Vuelve a sentarse en la silla, se encorva y abre el ordenador. La página sobre espejos y portales sigue abierta, y la mira con el ceño fruncido.

            —No me puedo ni creer que esté mirando esto. —Pasa la página a toda velocidad, hasta que llega al final; suspira y vuelve al principio—. El día en el que me pongo a leer seriamente sobre fantasmas es el día en el que descubro que necesito vacaciones urgentemente.

            Vuelve a mirar la página, despacio esta vez, y de vez en cuando vuelve a pasar los ojos por las palabras que ya ha leído. Cuando parece haber terminado, después de mirar por encima los comentarios al final del artículo, abre una página nueva para hacer otra búsqueda. Acaba en otra página llamada ¿Los gatos pueden ver o percibir entidades fantasmales?.

—Un estudio de la Universidad de Londres encontró que los gatos tienen la capacidad de ver cosas que son invisibles para los humanos —lee en voz alta—. Venga, sí, ¿y qué más? ¿Son capaces de viajar entre planos también?

A pesar de las quejas en voz alta se toma su tiempo para leer, suspirando pesadamente de vez en cuando. Cuando Noa parece ya cansada abre Twitter, escribe y envía:

«¿Cómo sé si mi espejo está embrujado?».

Las reacciones no se hacen esperar demasiado. Tres personas han indicado que les gusta el comentario cuando una cuarta, @MaríaDN13, contesta: «Tienes ganas de matar niñas mas juapas que tú?», seguido de un GIF de una hechicera hablando con un espejo. Una quinta, @Dulcecosica, añade «Una limpieza preventiva y ala» acompañado de un dibujo de una cara amarilla llorando.

—Ten amigas para esto —murmura, apoyándose en las patas traseras de su silla de escritorio y evitando caer de espaldas por muy poco—. Tengo que dejar de hablar sola.

En realidad no está hablando sola, aunque ella no lo sepa. Los espectros han ido acercándose, cada vez más, mientras estaba distraída leyendo. Uno de ellos la observa desde la cámara del ordenador, bebiendo de sus expresiones preocupadas con avidez. Otro está tan sumamente cerca de ella que Noa tiembla y mira alrededor, alarmada, cuando siente su gélida presencia a menos de un centímetro de su cara. Se levanta con brusquedad de la silla y da una vuelta sobre sí misma, jadeando levemente, como si eso fuese a hacer que su acompañante no deseado marchase.

No lo hace. Se queda pegado a ella, tan cerca que podría acariciarle la piel de la nuca.

 Noa abre el armario de forma algo brusca y tira de una de las mantas que tiene allí guardadas. Le cuesta un tirón más de lo normal poder sacarlas por culpa de la entidad que había estado sentada encima para mirar a Noa desde allí.

Se envuelve el cuerpo con ella y se frota los brazos con vigor antes de coger su teléfono móvil e ir casi corriendo al salón, encendiendo todas las luces por el camino e ignorando la puerta cerrada del baño. Poco después está tirada en el sofá, hecha una bola y escondida debajo de la manta.

Al rato se la escucha hablar.

—¿Estás libre mañana? —Una breve pausa—. No, no. Por si puedes ayudarme con una cosa. —Se escucha el leve murmullo de la contestación, pero es ininteligible—. Da igual, cuando quieras. No preguntes, solo ven.

Esa noche Noa no duerme. Corre a su habitación en busca del portátil y lo deja en la mesa del salón para ver vídeos de gatos en bucle. Se queda tumbada en el sofá con todas las luces encendidas y tapada con la manta hasta la nariz, alternando entre escribir mensajes a sus amigas mediante el teléfono móvil y mirar los vídeos. Los espectros se arremolinan a su alrededor, tanto los que llevan unos días con ella como los que acaban de salir del espejo. Son altas figuras negras, sombras cada vez más oscuras, quietas como estatuas.

Expectantes.

***

—¿En serio quieres deshacerte del espejo?

            Noa y su amiga María observan el espejo del baño con cara de circunstancia. La primera tiene el ceño fruncido y los brazos cruzados mientras mira el objeto como si la hubiera traicionado de alguna manera. La segunda le da toquecitos con las uñas, queriendo demostrar que el espejo es solo eso, algo que refleja.

Noa siempre ha sido más inteligente y perceptiva que ninguna otra persona, desde pequeña, y eso incluye a su amiga María. 

—En serio.

—Oye… Lo que sea que dije mientras estaba borracha… Pues eso, estaba borracha. Yo no le veo nada raro.

—Yo tampoco le veo nada raro.

María la mira fijamente, con cara de incredulidad, porque no es capaz de entender que no ver algo no significa que no exista.

—No lo entiendo, pero si así te quedas más tranquila… Te ayudo en todo lo que necesites, de verdad.

—Gracias. Venga, agárralo por ese lado.

—¡¿Vamos a tirarlo?!

Noa suspira, aunque no parece molesta en absoluto, y sonríe levemente.

—Muy en serio.

María frunce los labios, se encoge de hombros de manera exagerada y después levanta los brazos.

—Veeenga, vale, nos deshacemos de este pobre espejo.

Las dos asienten y lo agarran cada una por un lado para bajarlo. Les cuesta un par de minutos, varios arañazos en los brazos y enredarse las manos en las telarañas que tiene por la parte de atrás, pero logran hacerlo y apoyarlo en las baldosas del baño. Un último espectro aprovecha el empuje para salir del espejo y Noa tiembla cuando intuye vagamente su presencia, de pie cerca de ella. Mientras tanto María ni se inmuta.

—¿Tienes frío, Noa?

—No. No sé. —Se frota los brazos con vigor, como si quisiera entrar en calor, pero no va a conseguir nada mientras el espectro siga allí, a su lado, mirándola desde arriba, a apenas un palmo de su cara. Cerca. Demasiado cerca de ella—. Vamos a bajar esto de una vez. Hacemos las paradas que hagan falta por el camino.

—Espero que esas paradas no sean porque he caído rodando por las escaleras. Sería la tercera vez que me pasa.

—La cuarta, en realidad —corrige Noa mientras agarra su lado del espejo, metiendo las manos en las telarañas, como si el esfuerzo extra le fuese a servir para librarse de los espectros que ya están allí—. Aunque yo solo he presenciado una de ellas. Y, créeme, no lo quiero volver a ver. Ayúdame, anda.

Nadie cae rodando por las escaleras, aunque sí hay un par de amagos de ello. Entre las dos bajan el espejo hasta el portal con tres paradas por el camino. Al acabar, las dos están sudando y María se sienta a un lado de la acera sin vergüenza mientras Noa se apoya en el espejo para recobrar el aliento.

—¿Y ahora qué tienes pensado hacer con él?

—Esto.

Noa arrastra el espejo hasta los contenedores de basura que hay en la calle a duras penas, bajo la mirada de curiosos viandantes a los que ignora con mucha maestría. Cuando ha conseguido ponerlo donde quería, o al menos hasta donde ha sido capaz de llevarlo, le da una patada en el marco, con fuerza.

—Ahí te quedas, espejo de las narices.

—Admito que me da un poco de pena —dice María, acercándose a ella y toqueteando el espejo con el dedo índice—. Es… ¿muy vintage? Podrías llevarlo a alguna tienda de segunda mano, creo que podrías sacarle algo de pasta.

—¿Y que alguien más se lo lleve a casa y le pase…? —Noa no acaba la frase. Parece reacia a admitir que el espejo es más que eso, por mucho que lo sea y ella lo sepa—. Mira, prefiero no venderlo y ya.

María juguetea con un mechón de pelo rizado, estirándolo y después soltándolo hasta que parece decidir qué quiere decir.

—¿Puedo llevármelo yo? —Noa abre los ojos y frunce el ceño tanto que la hace ver casi ofendida. No hace falta ni que conteste—. Vale, vale. Lo pillo. ¡Pero es muy chulo! Cuanto más lo veo, más me gusta.

Por un segundo Noa parece dispuesta a decir algo más agresivo de lo habitual, pero en lugar de hacerlo se frota las mejillas antes de contestar.

—Sé que esto puede sonar estúpido, pero no me sentiría cómoda sabiendo que está en tu casa.

—No es estúpido, ¿vale? No es estúpido. Tienes razón, a veces digo cosas sin pensar.

—Muchas.

Noa sonríe abiertamente y María la imita a pesar de que, técnicamente, la está insultando.

—¡Muchísimas! Lo admito. Mira, tú eres la lista de este dúo y, si no crees que es buena idea tener esta cosa en casa, sinceramente, será por algo.

—No hables como si fueses tonta, que no te dejo.

—Lo siento, mami. ¡Ya sé que no soy tonta! Y por eso voy a iluminarte ahora mismo: si dejamos esto aquí se lo va a llevar alguien. Lo digo porque si te incomoda pensar que alguien podría comprar el espejo… Se lo van a llevar igual y encima no ganas un duro.

Noa mira el espejo, pensativa. Desde la ventana de su casa dos figuras oscuras la miran a ella.

—Pues me lo cargo.

De una patada, Noa hace que el espejo vuelque. La parte reflectante se rompe en decenas de pedazos contra el asfalto agrietado y el estruendo es tal que varias personas se asoman a las ventanas para ver qué está pasando.

—Mierda, Noa, qué susto. ¡Pues hala! Un problema menos, siete años de mala suerte más. ¿Cuándo quieres que te ayude a poner el espejo nuevo? —Noa la mira fijamente durante largo rato, sin decir nada por alguna razón—. Silencio, ¿eh? Deja que adivine… ¿Ni se te ha ocurrido que si rompes el único espejo que tienes en casa ya no tienes dónde mirarte?

—Sabes perfectamente que no ha sido eso. No exactamente.

—¡Claro, claro! Lo que te acabas de marcar aquí ha sido una «Mariada». Así que ahora me toca ser Noa y decir: «tranquila, podemos solucionar tu problema gracias a la magia de internet». ¿Subimos y te ayudo a buscar un reemplazo decente por Amazon?

Noa observa los pedazos de espejo roto y después dirige su mirada hacia una de las ventanas de su casa, desde la cual las sombras la siguen observando, como si pudiese sentir su presencia. Tiembla de forma casi imperceptible y después niega con la cabeza.

—¿A tu casa mejor? Podemos comprar esas croquetas veganas que tanto te gustan de camino.

—¡Croquetas! Genial. Pero… ¿no prefieres subir un momento a tu casa para, al menos, no ir por ahí en zapatillas de casa?

Noa se mira los pies y encoge de hombros.

—Da igual, luego volveré a dormir, de todas formas. Vamos antes de que nos cierren el súper o de que los vecinos me agujereen la espalda de tanto mirar.

—¿Qué vecinos?

Los únicos que los miran mientras andan por la calle son los espectros, que ya no tienen puerta de entrada. Ni de salida.

Esa noche, al volver a casa, Noa duerme algo más tranquila. Los espectros no tienen fuerza para moverse demasiado, así que se quedan escondidos, esperando: hay uno bajo la cama, dos en los cajones entreabiertos, tres observándola desde dentro del armario y el último agazapado en la esquina más oscura del cuarto.

Y miran. Todos la miran.

***

—Cuánto tiempo sin vernos, Noa —le dice la mujer sentada frente a ella. Es mayor, tiene una sutil sonrisa siempre estática en la cara, las piernas cruzadas y las manos apoyadas de forma relajada en el regazo. Su pelo es más blanco que la última vez, pero las arrugas siguen en su sitio, inamovibles—. Siéntate y ponte cómoda. Hace mucho que no nos vemos, ¿verdad?

—Sí —contesta Noa, sentándose en la butaca vacía frente a la mujer. Su sonrisa es forzada. Está tensa, más que en su última visita y mucho más desde que aprendió a relajarse en este lugar—. Medio año, exactamente.

La mujer mayor asiente, como siempre. Eso no ha cambiado en absoluto. Asentir, siempre asentir, sin cambiar de expresión. Noa es totalmente lo contrario, tan expresiva que el malestar es evidente en su rostro.

—Medio año, sí. Y dime, Noa, ¿qué tal estás?

La respuesta es tan evidente como las ojeras de Noa y aún así la señora decide ser irritante.

—Mal. —Directa, sincera—. Bastante mal.

—Vaya. Siento mucho oír eso.

Y se queda callada con la sonrisa en su sitio, mirando a Noa.

—Bueno, a ver. No me refiero a mal en plan… —Noa agita la mano. Está nerviosa—. No me he vuelto a autolesionar ni nada de eso, no te pienses. Ya hace más de un año. No es eso.

—Me alegra escucharlo. Eres una chica muy valiente y fuerte.

Por supuesto que lo es.

Se vuelve a hacer el silencio, ese que insta a Noa a hablar y explicarse aunque no sepa cómo hacerlo exactamente.

—Me noto muy ansiosa. Estoy intranquila en casa, me cuesta dormir, e incluso cuando lo consigo me despierto cansada. De esto hará… ¿dos semanas? —Desde que el resto de espectros salieron del espejo, sí. Dos semanas aproximadamente—. Y aquí estoy. Supongo que me ha venido hasta bien que tuviésemos esta sesión programada.

—Comprendo.

La señora planta los dos pies en la alfombra blanca y peluda que tiene debajo y después vuelve a cruzar las piernas. La luz en el lugar es tenue, lo que hace que las ojeras de Noa parezcan mucho más oscuras de lo que son. También se la ve más mayor, más cansada, más consumida, a causa de los invitados no deseados con los que lleva lidiando durante semanas sin saberlo.

—Siento que ha venido… Poco a poco, de alguna forma. Que empecé a inquietarme ligeramente y después ha ido escalando. Supongo que tiene sentido, tampoco es la primera vez que me pasa, ya soy una experta en esto de vivir con ansiedad. Pero… Parece diferente, de alguna forma.

La psicóloga levanta ligeramente una ceja y asiente. Parece que ahora está interesada, más atenta. O quizás lo está fingiendo.

—¿A qué te refieres con que parece diferente? Intenta describirlo.

—Sí, no sé. A ver. Es… Me siento inquieta, todo el rato. Como si… Como si me observasen. —Desde el armario, desde debajo de la cama, desde los cajones, desde las esquinas oscuras. La observan desde todos lados—. No consigo relajarme, ni siquiera delante del ordenador haciendo mis cosas. Estoy mirando la pantalla y a veces siento como si alguien hiciese amago de tocarme el cuello. Siento algo, casi un cosquilleo que nunca termina de materializarse. Y entonces… Un aliento frío en la nuca. Unos dedos que me apartan tan levemente el pelo de la frente,  de forma tan suave que ni siquiera se mueve de su sitio. Algo que me mira desde la cámara del portátil. Me sacudo de forma violenta para quitarme la sensación de encima, como hacía cuando me daban ataques de ansiedad, pero no funciona.

Una vez ha comenzado a hablar, aunque a veces le cueste, Noa es capaz de hacerlo tan rápido y tan seguido que da la impresión de que se ahogará en su propia saliva y palabras en cualquier momento.

 —Ando por el pasillo, voy a la sala, vuelvo. Pero la sensación persiste. Las esquinas oscuras me dan pánico, como si allí hubiera algo escondido. Tiemblo constantemente. Siento un frío repentino que me cala hasta los huesos, pero todo está cerrado, es pleno verano y ni siquiera hace aire. Pero yo lo siento. Cuando intento dormir, algo me oprime el pecho, mucho más fuerte que cuando es de día, y me es imposible mantener los ojos cerrados. Me da miedo. Me voy a la cama todo lo tarde que puedo para no enfrentarme a eso, aunque estar despierta también es un suplicio. Al final me paso más tiempo del necesario en el trabajo o dando vueltas por la calle, porque son los únicos momentos en los que estoy más o menos tranquila. Pensar en volver a casa me angustia muchísimo. —Noa toma una gran bocanada al terminar de contar todo: todo lo que le hacen los espectros—. Hasta he tirado el espejo del baño a la basura porque me daba mala espina. Tal cual. No puedo explicarlo mejor porque, sinceramente, no hay mejor explicación. Si vengo mal peinada es porque lo he hecho con la cámara del teléfono. Ah, claro, que cuando voy a sacarme una foto también me da un poco de cosa mirar detrás de mí, como si fuese a haber algo. Y no sé. Eso. No sé.

La señora parece algo sorprendida por un instante, pero enseguida vuelve a tener la insufrible sonrisa estática en la cara. A Noa se la ve más relajada, más como ella misma, ahora que le ha explicado a alguien qué es lo que siente en casa con tanta compañía invisible no deseada.

—No lo sabes, me comentas. Aunque me parece que sí que lo tienes bastante claro.

—Bueno, sí, a ver. Claro. Estoy segura de que eso es lo que me pasa, sí. Sé. Creo que he perdido práctica en esto de verbalizar la introspección.

—Comprendo. Eso está bien, Noa, puedes tomártelo con calma.

—Supongo.

—Dime, pues. ¿Relacionas con algo esto que te está ocurriendo?

La respuesta no va a ser «espectros». No va a ser «sombras que salen del espejo y me atormentan». No va a ser nada demasiado cercano a la realidad. Por eso Noa se queda en silencio un largo momento, pensativa; porque sabe con qué lo relaciona y, al mismo tiempo, no tiene ni idea. Porque tiene que buscar una excusa para quedarse más tranquila.

Y Noa siempre ha sido muy buena en buscar excusas para engañarse a sí misma.

—Supongo que tiene que ver con que me haya independizado. La primera semana fue bien, pero… Bueno. No sé.

—¿No sabes?

—No… No estoy segura. La primera semana fue bien, sí. Igual es uno de esos casos en los que estás en tensión tanto rato que llega un momento en que la tomas por normal. Esa sería yo estando en casa de mis padres, me refiero. Y cuando he conseguido estar completamente sola y tranquila es cuando me he dado cuenta de que ¿quizás no estaba tan bien como creía?

—Eso solo puedes saberlo tú, Noa.

Noa frunce el ceño. Claro que está tan bien como creía. Claro que, después de dos años viniendo a esta consulta, se siente lo suficientemente bien como para vivir sola. Claro que se ha recuperado. No sabe que el problema es que sus propias preocupaciones le han atraído algo más que malestar.

—No estaba tan bien como creía —afirma erróneamente—. No estaba tan bien como creía y, ahora que estoy sola, lo estoy notando. Ansiedad y todas esas cosas que ya conozco de antes.

La psicóloga asiente, sellando el destino de la mentira. Ahora es cierta.

Hablar con ella siempre hace que Noa se sienta, de cierta forma, mejor y peor al mismo tiempo, por lo que todo se vuelve un tanto borroso. La sesión pasa rápido, o quizás lento. Siempre es confuso intentar comprender cuál de las dos se está dando.

—¿Cuándo quieres que volvamos a vernos, Noa?

La respuesta tarda en llegar y lo hace en forma de pregunta.

—¿La semana que viene?

—Claro.

***

Las visitas a la consulta de la psicóloga siempre la dejan exhausta. Al salir de ellas solía arrastrar los pies hasta la que era su casa, esa que compartía con la que se supone que es su familia, ignoraba los saludos de bienvenida y se tumbaba en la cama, hecha un ovillo entre las mantas como si quisiera desaparecer. Después solía dormir lo que quedase de tarde, se levantaba de la cama para cenar sin ganas bajo la decepcionada mirada de su padre, al que todo lo que siempre ha hecho y dicho le parece mal. Al acabar, de vuelta a la cama sin cepillarse los dientes siquiera, hasta que se volviese a hacer de día.

            Este día es ligeramente distinto.

            Noa sale de la consulta con la expresión facial rozando el enfado, con esa cara de extrema frustración que pone cuando algo no le sale bien a pesar de que se sabe capaz de hacerlo. Anda por la calle dando grandes zancadas, pisando fuerte y esquivando a la gente de forma brusca, y entra en el supermercado pasando entre un par de señoras que la miran con aire ofendido.

Da vueltas por la enorme tienda hasta que encuentra lo que busca: un pasillo con las baldas a rebosar de bolsas y latas de comida para animales.

Noa nunca ha tenido una mascota porque a su padre no le gustan. A su padre no le gusta nada que esté vivo. De pequeña, con las manos aún regordetas y un sentido del equilibrio de dudoso funcionamiento, Noa fingía que los cojines de su habitación eran conejos, perros y gatos de los que debía cuidar. Los tapaba con mantas, saltaba encima de ellos y los tiraba al aire para después dejarlos caer en una muestra de excelentes competencias en el cuidado de otros seres vivos.

Competencias que, a día de hoy, sigue manteniendo intactas, terca como es ella.

—Mierda, que no tengo abrelatas —murmura, dejando de mala manera la lata que había cogido en su sitio y agarrando otra—. Abrefácil.

La salida de la tienda es más lenta que la entrada, pero igual de apresurada. Un par de personas, al ver la forma en la que marea el contenedor de comida y lo aprieta con las manos, la dejan pasar sin hacer mayores comentarios. Después de darle el dinero al impasible cajero sale andando de esa forma tan peculiar de la que solo ella es capaz, con los brazos muy tiesos y estirados a los costados y la mandíbula apretada mientras murmura:

—Gato, gato, gato, gato, gato.

Cuando llega al lugar donde se encontró con aquella gata negra a la que llamó Alicia por primera vez, abre la lata de forma tan brusca que una gran porción del contenido cae al suelo. El resto, aún en el contenedor, lo deja cerca de la grieta en el muro.

—Gatitos, gatitos —dice, mientras deja un poco de espacio entre la comida y ella—. Gatitos. Venid para que pueda dormir mejor esta noche.

Los gatos callejeros no se hacen de rogar demasiado, menos habiendo comida de por medio, y poco después hay dos de ellos, uno pardo con manchas negras y otro tan lleno de barro que es imposible saber de qué color es, comiendo.

—Te veo, Alicia —murmura Noa, mirando fijamente la grieta desde la que han salido los gatos.

Desde allí se asoma la gata negra, que observa al resto de los de su especie mientras comen. Por un momento parece decidida a unirse al festín, acercándose al contenedor de comida con parsimonia, pero se queda quieta a medio camino, mirando a Noa con enormes ojos felinos.

—Ven, mira. Comida.

El lomo de la gata se eriza y enseña los dientes, la cola tiesa y las zarpas fuera. Sisea durante un par de segundos, sin quitarle la vista de encima a la humana, y después desaparece por donde ha venido. Noa frunce los labios y el ceño, pero ni siquiera hace amago de seguirla. Es demasiado inteligente como para salir corriendo detrás del animal; siempre lo ha sido, más que el resto de gente.

Más inteligente, más bella, más auténtica.

Más.

Se acerca, muy despacio, hacia los dos gatos que siguen comiendo. Alarga la mano para tocar uno de ellos, el que no está lleno de barro hasta los bigotes, y le acaricia la cabeza con mucho cuidado. El animal ni se inmuta cuando le quitan la comida, aunque se revuelve un poco cuando lo agarran del pescuezo y lo llevan en brazos.

—Te tengo.

Noa no corre con el gato a cuestas, pero sí anda todo lo rápido que le permiten las piernas sin doblar la rodilla más de lo necesario. El otro animal, el que parece haberse revolcado en lodo, la sigue muy de cerca, maullando como si estuviese indignado por la comida que le han quitado.

No tardan demasiado en llegar al portal y Noa casi deja caer al animal al intentar sacar las llaves para abrir la puerta. Cuando entra dentro, el gato sucio que no ha sido invitado se cuela también.

—Dos por uno en gatos esta tarde, señores, estamos que lo tiramos.

La situación se repite una vez ha subido todas las escaleras y se ve frente a la puerta de casa. El gato que lleva en brazos se le escurre entre ellos cuando al fin consigue abrirla; el otro lo sigue a toda velocidad y los dos se pierden en el oscuro pasillo.

—¿Ves, Noa? —se dice a sí misma, dejando la comida de gato en el suelo y cerrando la puerta para después apoyarse en ella. Suspira pesadamente mientras hunde las manos en su sucia cabellera y se la aparta de la cara con cuidado, casi con exasperación—. Que un gato se pelee consigo mismo en un espejo no significa que en tu casa haya nada raro. A ver cómo sacas ahora a esos dos del piso. Dios, que hay uno lleno de barro, además.

Anda por el pasillo arrastrando los pies y algo encorvada, como si se le hubiera agotado la fuente de energía que ha estado usando para preocuparse y estar alerta constantemente, pero la tranquilidad no le dura demasiado. Un fuerte sonido proveniente de su habitación le hace volver a tensarse, y Noa mira de un lado a otro con los ojos más abiertos de lo normal, el cuerpo tan tieso que sus extremidades parecen a punto de partirse por la tensión.

Su habitación, fría e iluminada únicamente por la luz de las farolas que se filtra por los agujeros de la persiana entreabierta, se ha convertido en un caos absoluto en tan solo unos segundos.

Los dos gatos, asustados, han derribado libros, marcos de fotos e incluso el ordenador portátil de las estanterías. Gruñen, sisean y enseñan las uñas; saltan desde el escritorio a la silla y desde el marco de la ventana al suelo, intentado evitar a las sombras, todo en vano.

Otro de los libros de la estantería vuela una corta distancia hasta el suelo, pero esta vez no es por culpa de los animales. Noa lo sigue con los ojos desorbitados, la boca entreabierta y la respiración agitada.

Los espectros estaban inquietos y ahora que ya tienen un público agitado salen al fin de sus escondites: se deslizan desde debajo de la cama y por las paredes, salen de los huecos de los cajones y el armario entreabierto como una exhalación, dejan los huecos más oscuros atrás para moverse por la habitación poco iluminada.

El gato lleno de barro corre de un lado a otro, intentando huir de los espectros, pero es imposible. Están por todos lados, envuelven el cuarto en sombras, tapan cualquier vía de escape. El otro animal ha conseguido meterse en uno de los cajones, ahora vacíos, y asoma una zarpa desde allí, amenazante.

 Noa está tan asustada por el comportamiento de los gatos y el frío mortal de los espectros en la nuca que es posible saborear su terror: carnoso, salado, saciante como ningún otro miedo.

Está tan, tan asustada que cuando se gira para salir de allí la presencia que ha estado detrás de ella puede obstaculizarle el paso, y la hace caer de espaldas al suelo. Es posible que sea ya capaz de intuir la silueta que tiene enfrente, sus ojos parecen recorrerla de forma frenética. El resto, que alargan las manos para tocarle el pelo, le acarician el tobillo por debajo del pantalón, le lamen la yema de los dedos y se acercan a sus labios para sorber su miedo.

Noa no se mueve ni un ápice. Sus sentidos no pueden hacerle llegar lo que está pasando, al menos no del todo, y es esa incertidumbre, esa nublada intuición, lo que hace que todo parezca irreal: un sueño, un engaño de su propia cabeza, una pesadilla de la que no puede despertar.

Se la van a comer viva, por desgracia. Tantos años evitando esta situación y todos los intentos por reflotar y sacar la cabeza de la oscuridad, ahora parecen absurdos.

Tanto tiempo esperando para nada.

El teléfono móvil, que ha caído al suelo y se ha deslizado hasta estar debajo del escritorio, comienza a vibrar. La pantalla se ilumina y sobre el fondo azul resalta el nombre de María, grande y en letras blancas.

Noa sale de su estupor con un espasmo y lo agarra como si le fuese la vida en ello, casi arrastrándose para poder hacerlo. Eso parece devolverla a su cuarto, solo ligeramente distanciada del lugar en el que habitan los espectros, pero lo suficiente como para levantarse y trastabillar hasta la puerta. Mientras huye por el pasillo le recorren las mejillas dulces lágrimas que resaltan su belleza de tal forma que es casi imposible mirarla directamente.

El momento sería perfecto de no ser por la voz de su amiga, alta y molesta, resonando desde el teléfono.

—¿Noa? ¿Holaaa? ¡Vamos a cenar kebab! ¿Estás ahí? ¡Noa!

***

—Voy a traerte una infusión caliente, que seguro que te va bien —le dice María, acariciándole el pelo con extremo cuidado antes de acercarse a la puerta—. No me voy a ir muy lejos, ¿vale? Berrea si necesitas algo, no te cortes.

Sentada en la cama de su amiga, Noa tiembla bajo la gruesa manta negra en la que está envuelta. Sigue igual de bella y deliciosa, con la cara pálida y el pelo desordenado, los labios rojos de habérselos mordisqueado, una gota de sudor frío recorriéndole la sien y las manos temblorosas. No hay nadie más observándola en ese momento, lo que hace que, ahora sí, el instante sea perfecto.

Sería tan fácil aprovechar su estado y acercarse a acariciarle la mejilla para sentir su piel bajo la yema de los dedos, apartarle el pelo y tocarle la nuca, agarrarse a ella y no soltarla jamás.

Sus enormes ojos están cerca, muy cerca; tanto que es fácil percatarse de su alarma incluso antes de que se eche para atrás y hable.

—¡Ahí! —exclama, llamando la atención de María, que vuelve corriendo al cuarto—. Ahí —repite, más bajo, señalándome con un dedo tembloroso.

Ah, vaya. Me ha visto.

1 Comment

  1. ¡Fantastico!
    No podía dejarlo.
    Y el final… A falta de una expresión mejor, ¡Perfecto!

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