Las mujeres del milenio, de Carolina Martínez

Este año también, dentro del marco de la iniciativa Leo Autoras Octubre #LeoAutorasOct, pretendemos dar visibilidad a escritoras en nuestro blog. Para ello, tenemos la intención de publicar un relato al día durante todo el mes. Que lo disfruten.

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Día 18: «Las mujeres del milenio», de Carolina Martinez 

Lo leía y no podía creerlo. Parpadeaba ante la pantalla del ordenador y la noticia seguía allí, en su ominoso lugar. Se había detenido el tiempo. La Tierra no giraba, ni la Luna, ni el resto de los cuerpos celestes, ni el Universo. Al menos durante los segundos que duró su inicial estupor. A este lo siguió una serie de reacciones orgánicas en cadena. Se puso febril, hiperventiló, se le aceleró el pulso, le zumbaron los oídos y se le cardó el pelo como si hubiese metido los dedos en un enchufe. Un clamor desde lo más telúrico de su ser se intensificó de un modo agudo y visceral y demandaba una reparación inmediata. Solo lo acallaría con asesinato, descuartizamiento y cena con sus higadillos encebollados. Sí. Invitaría a la bacanal a todos sus amigos, a su familia y hasta al vagabundo simpático del barrio. Aquello no se quedaba así. No. Por unanimidad. Soltó una carcajada. No. El Velvet. Sí. Tuvo que volver a leer el fallo del jurado.
Sin embargo, el lunes había comenzado con su rutina de persona al borde de la indigencia. Había puesto a gotear el café en su jarra como un reloj de arena que viese pasar los minutos con lentitud y solemnidad, después había sacado de la hibernación su Mac medio escacharrado y había comprobado que no se había convertido en ninguna superventas de Amazon. Estaba hasta las narices de la pobreza y, para más inri, de ser completamente desconocida. Soltó un bufido que arrastró las miguitas de la cena. Se reclinó en la silla, cruzó los brazos y divisó en la mesa de centro del salón la montaña de facturas con apremio de pago. La acechaban en la distancia, amenazándola con la caída en la inanición, y eso empezaba por el corte de internet, el móvil, el gas y el agua. A ese paso tendría que pedir a su abuela que le alquilase la caseta del perro o, al menos, que le diese asilo, porque no dejaría a Buster sin techo. No se arrepentía de las decisiones que había tomado en la vida, pero le habría encantado llegar de una vez a su destino de escritora millonaria en su isla privada.
El aviso de un correo entrante había atraído su atención sobre la pantalla del portátil. Antes de abrirlo, ya sabía que se trataba de su editor, y a ratos amigo, Alistair. Como ella, sobrevivía de manera precaria con la publicación de la edición digital de la revista literaria y gay Politically incorrect y recientemente había abierto una editorial independiente del mismo nombre. Esperaba su habitual latigazo de llamada a la responsabilidad, algo del estilo: «Haz el favor de mover la neurona, en vista de que se te da tan mal mover el culo, y ponte a escribir el artículo que me debes. Tenemos que subirlo antes de las once de ¡¡¡¡HOY!!!!». Como en un déjà vu que ya se repetía demasiadas veces, se imaginaba aceleradísima y en el filo catastrófico de la deadline. Pero no. Lo que se topó fue con un «no tengo palabras» abatido, y un enlace al sitio web de Alcatraz Publishing. Le entraron los siete males y alguno más que ni se había inventado.
Su historia con Mark Twain había comenzado en un anodino congreso de literatura fantástica. Él intervenía como ponente y tiraba la caña a todas las chicas. Lo admitía. Contaba con destreza para venderse a sí mismo (a locuaz vendedor de humo no le ganaba nadie) y, considerando el panorama general de la literatura, tenía buena planta con su metro ochenta y su moreno de surfista. En cuanto a su habilidad literaria empezaba y terminaba con el nombre que le habían otorgado sus padres, sin ninguna relación genealógica con el creador de Tom Sawyer. Al conocerlo, comprobó que la quiropráctica (su verdadera profesión) no era una ciencia, pero, como se había arrogado la tarea de pasarse horas sentada en persecución de la palabra exacta, sus manos certeras obraban milagros en su espalda resentida de escritora, y en más lugares que el pudor le impedía nombrar.
Los problemas no habían tardado en presentarse. Mark coqueteaba de manera descarada con sus amigas o elaboraba subrepticiamente un listado de potenciales víctimas. Cuando se lo reprochaba, él salía con que era una desconfiada, que tenía la mente sucia, que la carcomían los celos, que no lo entendía por qué ella no se había consolidado como escritora. Se pasaba cada minuto del día atento a las redes sociales y a su móvil. Para colmo, tenía una seguridad cibernética que ya envidiaría el presidente de EE. UU. Al parecer, estaba muy demandado y sus fans languidecían de angustia si no copaba todas las aplicaciones del universo con selfis en forzadas poses de una ficción autointerpretada. Mark tenía muy bien diseñada su estrategia de mercadotecnia.
El día de la ruptura no estaba dispuesta a transigir con sus ínfulas de futuro ganador del Nobel a la estupidez y se enzarzaron agriamente. Ella lo insultó, él respondió al insulto. Ella lanzó en trayectoria de colisión con su nariz de mentiroso el libro de quinientas páginas que le había firmado en la convención, él lo esquivó in extremis. Ella le arrojó el portátil por la ventana, él se quedó lívido. Pero, por el resultado final, contaba con una huella digital de todas sus diarreas mentales.
Con el ataque de furia por la noticia del premio no pudo contenerse, vomitó toda su indignación a los cuatro vientos. Mark la bloqueó en el móvil, recibió un correo de su editorial que amenazaba con medidas legales por difamación, y Facebook, Twitter e Instagram le suspendieron las cuentas por lenguaje obsceno, y también porque la que había liado con las fans iba a desencadenar el primer conflicto armado de las letras.
¿Qué le quedaba por hacer después de que le cerrasen, una a una, las vías para regar su veneno, de que su abuela estuviese demasiado ocupada para atenderla en su dramática situación existencial y de que hasta Alistair la negase tres veces? Discurrió nuevos medios para hacer el mal. Mark escribía fantasía, ¿no? Una fantasía anquilosada y facilona que gracias a que ella le había alquilado por horas su cerebro (y gratis) había evolucionado con débiles destellos de mejora en el transcurso de seis novelas. Investigó en internet medios sórdidos de vengarse de Mark. Sí, se iba a chupar un poco de hechicería.
Procrastinó durante horas. La tentaba muchísimo el vudú. Pero allí palpitaba un banner de Google con un sentido muy irónico de sus búsquedas. Tiraba de ella con sus mesméricas invocaciones. Pestañeó. No podía sustraerse a su influjo animal. Aporreaba su prefrontal con un «¿Quieres la solución a tus problemas? Click aquí. Venga. Resultado asegurado. No pierdas el tiempo». Por mucho que porfiase por el mal de Mark, primero repararía su catastrófica situación personal. ¿Qué perdía? Solo unos minutos. Y llevaba muchos malgastados en aquella mañana y el resto de su existencia, algunos con el indeseable de Mark. Se encogió de hombros y con el dedo índice selló su destino.

Tomó el metro hacia la tienda en el barrio de Brixton. Durante el trayecto, estuvo haciendo terapia consigo misma. La recorría un temor atávico, pero estaba decidida a vengarse de Mark y remontar su penosa situación. Nadie podía enterarse de lo su intento patético de atraer la suerte sobre sí misma y todos los males sobre su exnovio. Se recolocó las gafas de sol y se subió el cuello de la gabardina. Había leído los comentarios alentadores colgados en la web muñecosdevuduparatorpes.uk. ¿Qué arriesgaba por acercarse a la tienda? La cordura, desde luego, pero desde que habían concedido un tongo a ese miserable se sentía en un galopante estado de oligofrenia. Habían transcurrido solo siete días desde la ciclónica discusión que había puesto punto final a su tormentosa relación con el narcisista de Mark. Por aquel entonces le faltaba la resolución de la historia, y lo sabía porque había estado ayudándolo en cada paso de la elaboración de aquella novela (y de las anteriores). Podría haber tenido la decencia de avisarla del fraude, aunque solo fuese para no preocuparse de su catastrófica gramática, su terrible sintaxis y sus abismales pozos en la trama. ¿Si le iban a conceder el galardón por presentar su trabajo con la convocatoria cerrada, solo porque se trataba de él, el gran Mark Twain (de mentira), para qué la necesitaba? ¿Solo para preparar té a todas horas, calentar sándwiches de queso y, de paso, la cama, mientras le hacía de lectora cero? Eso la convertía en una pornochacha; y pluriempleada. Podría no haberse esforzado y simplemente lanzárselo a la cara con un «ni siquiera me limpiaría el culo con el papel en el que está escrito». Sí, eso habría estado bien, la resarciría. Pero no. Le había chupado la sangre y después había levantado el vuelo hacia otra víctima. Gruñó al final de la escalera de salida del metro. Hacía sol entre unas nubes manchadas de trazas grises.
Activó el GPS e introdujo la dirección: Never Ever St., número 0. Los responsables del callejero de Londres tenían un sentido del humor incalificable. Se encaminó hacia allí con decisión y las indicaciones del móvil. Varios transeúntes se la quedaron mirando y bajó el volumen.
Era día de mercadillo en el barrio. El bulevar estaba cubierto de puestos y un pasacalles bajaba por la avenida. Pero giró en una intersección, torció por una calle secundaria entre altos edificios desvencijados y empezó a sentir como si la observaran mil ojos quietos e invisibles. Los escasos paisanos se movían como zombis y, en la profundidad del callejón, que se estrechaba como la garganta húmeda de un monstruo marino, su estado anímico empeoró. Pensó en espray de pimienta, pero no llevaba, y miró una y mil veces por encima del hombro. Algunos locales comerciales habían cerrado hacía muchísimo. Sus escaparates rotos estaban cubiertos con tablones de madera. Parecía el Bronx en un buen día y volvió a mirar a su alrededor en busca de un peligro que solo percibía con un sexto sentido olvidado. Le bulló la sangre. Una tensión intangible le erizó el vello y algo plomizo sobrecargó sus hombros mientras aceleraba el paso. Localizó la tienda. No sabía si dentro se sentiría segura, pero le temblaban las piernas. Tendría que regresar, pero ya lo consideraría más tarde.
El letrero parecía sacado de la liquidación de un local de alterne y rezaba: La tienda de Odelin. Al entrar olió algo dulzón y desagradable; la hizo retroceder antes de avanzar. Un tintineo puso sobre aviso al dependiente, de tez cetrina y rastas. La saludó saliendo de la trastienda. Llevaba una túnica de motivos geométricos y colores barrocos.
—Buenos días. —Inclinó la cabeza.
Dudó de sus iniciales intenciones. ¿Cómo se tomaría su solicitud de un poco de magia?
—Eh… —Dio unos golpecitos en el mostrador con los nudillos e inspeccionó el espacio con un movimiento de cuello. Había libros, una sección con ropa y telas, una esquina con fetiches, carteles y una colección de joyas étnicas.
—¿En qué puedo ayudarla? —Tenía acento francés.
—Bueno, yo… —Se apartó el pelo de la cara y sonrió ante la imposibilidad de gestionar sus pensamientos en un orden lógico—. Yo… —Otra vez le salió la risa tonta, y recordó que ya había remitido una consulta con amplitud de detalles—. Escribí… correo… hoy… —Sus mejillas se colorearon con el tono deshonroso de la vergüenza.
El chico levantó las cejas. ¿Lo sorprendía una mujer británica en caída libre hacia la mediana edad que se expresaba como si sufriese una lesión cerebral? Clavó sus inquisitivos ojos sobre ella.
—Soy Charlie.
—Ah, sí, Charlie. Es la primera persona que nos escribe un correo. —Se quedó pegada. ¿Desde cuándo los emails habían quedado desfasados?—. Nuestros clientes usan el WhatsApp, ¿no lo ha visto? Ahora se lo muestro. Justo aquí —explicó, sabidillo, en su portátil último modelo.
Se aclaró la voz.
—Gracias. Lo tendré en cuenta. —En la parte de atrás se escuchaba música lenta, rumor de voces y movimiento. Sospechó que además hacían vida en el local—. ¿Puede… ?
—¿Ayudar? —Se dobló para examinarla un nivel por debajo de su altura.
—Exacto. —Se sentía sin aire. ¿Quizás porque estaba dispuesta a jugar con fuerzas que no comprendía y en las que en teoría tampoco creía?
—Regentamos un negocio respetable, Charlie. No preparamos encantamientos para dañar a personas.
—Vale. —La sensación de pudor se hizo violenta e insoportable. Recordaba haber escrito en pleno arranque de dramatismo.
—Sin embargo, podemos conseguir que tu suerte mejore.
—Vale.
—Son unas sencillas instrucciones… Por favor… Pasa a mi despacho.
Sintió aprensión, porque no había contado a nadie lo que pensaba hacer o adónde iría. ¿Y si la encerraban o…?
—¿Ocurre algo, Charlie?
—¿Quién está ahí? —Señaló la parte de atrás con la cabeza.
—Mis hermanas. Tengo tres. Venga. Confía. ¿No quieres dejar de ser una perdedora?
—¡Oye, tío!
—Me llamo Odelin. —Ofreció su mano.
—Con lo de perdedora te has pasado. —Se la estrechó.
—Necesitabas un acicate. —Apartó una cortina de cuentas brillantes.
—Sí, ya. He empezado muy mal el día, ¿sabes?
—Muy bien. Cuéntame —dijo, solícito. Ella frunció el ceño —. Damos un servicio completo —explicó ante su reacción.
Le parecería un servicio completo prepararle un muñeco que pudiese pinchar, morder y desgarrar como si se tratase de Mark en carne y hueso.
—Mi novio, es decir, mi exnovio es un capullo. —Observó la trastienda. Una de las chicas estaba inclinada sobre lo que parecían libros de contabilidad; otra encendía velas en un altar lleno de imágenes de santería y, lo que era más espeluznante, con partes secas de animales y collares de huesos colgando, y a la última se la oía detrás de una puerta cerrada al fondo. La saludaron, aparcando sus labores. La que adecentaba el altar golpeó la puerta y llamó a la tercera.
—¿Cuándo empezamos? ¿Cómo va esto? —preguntó, suspicaz, y se llevó las manos al bolso.
—Ah. Se encargan mis hermanas. Son las expertas en magia. —Desapareció un momento por la puerta que se había abierto. Lo vio echarse una cazadora vaquera encima y regresar, para su mayúsculo estupor.
—Pero, tío —protestó—. ¿El negocio no está a tu nombre?
—Sí. —Se colocó el cuello de la prenda—. Y de mis hermanas. Olga, la del libro de cuentas, Dalia, la de las velas, y Naomi. —La que acababa de aparecer limpiándose las manos al delantal—. Soy el licenciado en Psicología, pero no te abres, y tengo que pasear al perro…
—¿Cómo?
—Sí, tenemos perro, una mascota. Supongo que sabes lo que se trata.
—Sí, por supuesto —rezongó.
—Pues te dejo en las mejores manos.
Y la aparcó entre tres mujeres que la estudiaban en actitud silenciosa.
—Bien, Charlie. Explícanos tus objetivos. —Olga rompió el hielo.
—¿Cómo?
—Sí, para realizar el conjuro idóneo debes explicarnos tu situación con los mayores detalles.
—Vale. —Jugueteó con la punta de los dedos—. He roto con mi novio…
—Ajá —continuó Olga y cerró el libro.
—Soy escritora y no gano ni para un mendrugo.
—Puedes quedarte para cenar con nosotros —ofreció Naomi pasándole el brazo sobre los hombros y la llevó a la mesa camilla.
—Gracias. —Necesitaba un poco de comprensión y desahogo.
—¿Quieres recuperar a tu novio? —preguntó Dalia.
—No. Quiero que se le caiga el pelo y lo devoren furúnculos purulentos.
—Bueno, bueno… —Olga le dio unas palmaditas en el antebrazo—. No hacemos magia de ese tipo.
—Me limito a proporcionaros los detalles.
—Obvio. Conjuro para el dinero y el éxito profesional —intervino Noemi.
—Que, a la postre, también logrará que tu novio se muera de la envidia —añadió Dalia con una esplendorosa sonrisa.
—Si lo consiguieseis, yo… yo… no sé… De verdad, creo que os estaría eternamente agradecida. No. Os pondría una mansión a cada una en un paraíso offshore.
Estallaron en carcajadas.

Siguió las instrucciones de las chicas durante un mes. Se levantaba y encendía las velas en el altar que había improvisado en un hueco de su raquítico apartamento, en la estantería ya colapsada de libros que se había agenciado en Ikea. Recitaba la oración. Tomaba el primer café y batallaba con la página en blanco. Alistair ya no renegaba de ella y habían quedado para tomar una cerveza el viernes. Se sentía más centrada, menos disgustada y siempre que le entraban ganas de despedazar a Mark pasaba consulta con Odelin. Así llegó el día en que empezaría a comprobar los resultados.
La noche previa, la luna se mostraba opípara, tan gigantesca que engulliría a la tierra y no al revés. Se dio un baño relajante con esencias y burbujas, también bebió vino barato. Puso los grandes éxitos de Queen y su cuerpo se activó al son del rock. Recordó a Mark brevemente y con menos furia.
Durmió como la noche en que un residente se había pasado en urgencias con la dosis de Valium. Su abuela había estado a punto de descuartizar al chico. Lo sabía por terceras personas. Lo que recordaba era haberle dicho de una manera neblinosa y muy feliz: «Estoy en la gloria, Nana». Después solo un fundido a negro.

Tenía poco espíritu las mañana de domingo y, por extensión, todas las mañanas. Pero su cuerpo —traicionero cuerpo, la verdad, porque no cumplía sus expectativas de noventa, sesenta, noventa y se hinchaba con un poco de chocolate—, ese cabronazo, no se sometía a su firme voluntad de enganchar de nuevo el sueño y pretendía desperezarse antes del mediodía. No lo permitiría. Se aferró con todas sus energías a Morfeo. Sintió la boca pastosa y se limpió en la almohada sin abrir ni un instante los ojos. Cuchicheaban en el balcón unas mujeres con ganas de incordiar. Ese primer intento, fracasó. Se cubrió la cabeza con la susodicha almohada y se dispuso a seguir. Pero los susurros no cesaban y no era como el elocuente y perdonable batir metálico de la estructura mal ajustada de una cama en pleno éxtasis sexual.
—Ay, joder… Quiero dormir, coño. ¡Silencio! —Aporreó la pared y la paz se hizo, para su completa satisfacción—. Qué gusto. Así, buenas chicas, obedientes…
Perseveró en su denodado afán y entonces escuchó campanitas. Las había colgado frente a la ventana de su cuarto por un motivo preventivo. Con su sueño profundo y las ventanas de guillotina de su decrépito piso no se sentía a salvo de salteadores nocturnos. Además, la escalera contraincendios estaba justo debajo de su habitación. Racionalizó. No había pasado ningún vehículo de gran tonelaje, no oía a los de arriba echar un polvo, ni mucho menos un terremoto. Una sensación de hielo se fue formando desde su nuca hasta el confín de su espalda. Agudizó el oído, cada vez más segura del inminente peligro que le retorcía las tripas. Percibió una presencia; de hecho, más de una presencia. Escuchó sus pasos, sus respiraciones. ¿Por qué no actuaban? ¡El móvil! ¡El móvil! ¡El móvil! Deslizó la mano muy despacio hacia la mesilla y solo consiguió que se le cayese al suelo.
—No me hagáis daño —lloriqueó, sin valor para salir de debajo de la protección de la colcha y la almohada—. No tengo dinero. En cuanto a violarme, tengo herpes. No os lo recomiendo. De verdad. Soy un caso grave de salud pública. Se lo he pegado a todos mis novios. —Hizo una pausa porque estaba hablando demasiado—. No os miraré, ¿vale? Idos y tan contentos. No se lo contaré a nadie. Lo juro. —Apretó los puños alrededor de la almohada y rezó, rezó, rezó el Padrenuestro con una fe renovada.
—Charlie —dijo una voz con esa pronunciación tan gutural de la erre que solo podía ser francesa y de una mujer con el ego muy subido—. ¿Tenemos el gusto de conocer por fin a Charlie? —La imaginaba con la barbilla apuntando al cielo.
—Es nombre de chico —dijo otra voz, un poco malhumorada.
—Cariño, son otros tiempos —dijo una tercera un poco más flemática.
Oyó refunfuñar a alguien y juraría que se trataba de aquella a la que Charlie le parecía un nombre poco femenino. Que se lo dijesen a su madre y a su abuela si tenían ovarios. ¿Pero quiénes eran, qué hacían en su casa y, sobre todo, por qué? A la extrañeza y confusión del momento se unió un acceso breve de valentía. Levantó la protección y ante el panorama se le abrieron los ojos como platos, le subió la bilis a la garganta y se le cortó la respiración. Solo le quedó una alternativa. Gritó. Gritó fuerte. Gritó con las tripas. Ellas, todas ellas, se pusieron a chillar en el mismo tono de pavor histérico. Entonces se detuvo en seco. Ellas también.
Pestañeó. Pestañeó rápido. Pestañeó tantas veces que le iban a salir músculos en los párpados. Las contó. Eran siete y la estaban examinando con fijación y un silencio expectante y severo. Entonces tuvo que gritar otra vez, cerrar los ojos y clavar los puños en el colchón. Debía de ser algún tipo de alucinación. Ellas reaccionaron en la misma línea. No paró hasta que se le resintieron las cuerdas vocales y los vecinos comenzaron a aporrear las paredes y amenazar con llamar a la policía. Sí, pensó, ya podía presentarse Scotland Yard en su casa.
—No, no, no…
Seguían allí al abrir los ojos de nuevo. Salió despavorida al cuarto de baño. Echó el pestillo. Bloqueó la puerta con un mueble bajo, encendió la alcachofa de la ducha y se puso bajo el chorro helado. Tiritaba de frío y de miedo. No se decidió a salir hasta sentirse al borde la hipotermia.
—Ya está, venga, ya está. Sí, tranquila, ya pasó —se consoló a sí misma mientras se apartaba el pelo hacia atrás y se colocaba frente al lavamanos. Miró su rostro amoratado y descompuesto—. Qué mal viaje me ha dado el vino peleón de ayer, ¿verdad? Ahora sales y te vas a encontrar lo de siempre, sí, lo de siempre. —Aplicó la máxima paciencia consigo misma. Tiró el pijama empapado a la colada, se secó y después se cubrió con el albornoz—. La cama deshecha, la ropa tirada por todas partes, como siempre, a Freddie… —canturreó mientras apartaba el mueble, retiraba el cerrojo y giraba el pomo de la puerta.
Para empezar, y lo intuía por la indumentaria negra, asceta y victoriana de faldas amplias y redondas, las hermanas Brontë estaban muy entretenidas curioseando en su tocador e intercambiando impresiones. Una de ellas sostenía una pieza de su ropa interior, en concreto un sujetador rojo, lleno de puntilla y con una polla de tela saliéndole del centro de las copas. Lo había usado en la despedida de soltero de Alistair. Sí, un tanto excesivo, pero había encontrado gracioso llevar aquello a un local gay. Después lo había dejado colgado del espejo de su tocador. Las tres parecían muy impresionadas. A un lado, reconocía a Simone de Beauvoir, porque, siendo como era su abuela, la había tenido hasta en la sopa, pero le costaba identificar a la mujer a su vera, que tenía un párpado medio caído y vestía como si acabase de salir de una reunión de sans culottes. La primera intercambiaba con la segunda impresiones sobre los vaqueros que había en su armario. La desconocida daba vueltas a una de sus prendas y decía: «Cómo me habría gustado tener unos en mi época». Virginia Woolf, en cambio, la miraba en silencio, a la expectativa y con la intensidad grave de la institutriz malvada de Heidi. Pero la peor no podía ser otra que Jane Austen. Se había puesto a chupar el lubricante que tenía sobre la mesilla de noche, arrugaba la nariz y fruncía la frente mientras sacaba la lengua con una expresión de no saber si estaba bueno o malo.
Se sintió desfallecer. No habían desaparecido y no sabía lo que eran, ni lo que hacían allí, o si se trataba de alguna broma pesada. Ah, eso, sí, una broma pesada.
—Venga, vale. Muy bien, chicas. Sois unas actrices geniales. De verdad. Os vais a ganar el Óscar. Lo prometo. —Besó el dedo índice y pulgar unidos—. La caracterización, fenomenal. La coláis. En serio. ¡Pero ya vale, Alistair! —gritó a las paredes—. Mi madre me va a internar con estas bromitas tuyas. Venga, venga… —Las chicas la miraban con estupor, y se fue hacia la puerta—. Os enseño la salida de mi casa. Venid, por favor. —Y chilló hacia el pasillo—: Alistair, capullo de mierda, sal de tu escondrijo, te voy a desmembrar. ¿Te suena de algo el concepto «bacanal de sangre»? Pero despacito, para que te duela. Sal, cobarde. —Se topó de frente a Woolf o su clon artístico del siglo XXI; para ser exactos, se la encontró a centímetros de su nariz.
—Chica lenguaraz.
—¿Yo? Sí, mucho. Soy capaz de soltar tacos durante una hora sin cansarme. Venga. Idos de mi casa, por favor. Tengo que hacer. Yo me dedico a escribir de verdad. —Woolf rezongó sobre su cara y retrocedió para marcar distancias. Por encima del hombro de esta vio que Beauvoir estaba explicando a las tres chicas Brontë el modo de ponerse un sujetador. Ellas asentían con asombro y pasividad, pero la otra arrancó la polla de tela, la tiró al suelo y después la pisoteó.
—Oye, oye, no me rompas la ropa. Me la tendrás que pagar. —Esquivó a Woolf para detener a Beauvoir. Esta despotricó un poco más en su lengua madre.
—Connard… Enculé… Salop de merde … —En medio de aquella efusión verbal entendió el apellido Sartre y, por lo enconado de su gesto, además de su vehemente entonación, creyó que se estaba acordando de algo, y no de su estatura.
Austen soltó un gritito, escandalizada.
—Eso no se dice, Simone.
—Mira, Jane, querida camarada, le decía esto y cosas mucho peores.
¡Qué bien se lo montaban! Resultaban muy convincentes. Le entraban ganas de alquilarlas para gastarle una broma a su abuela. A Nana le chiflaría aquella Beauvoir.
—¿Cuánto cobráis por hora?
Se oyó un murmullo de indignación general y, a traición, Woolf le soltó un manotazo en la nuca.
—¡Cómo te atreves!
—Oiga —protestó frotándose la zona y se alejó—. Sin violencia, ¿vale? Alistair, me están pegando. Ya te vale.
En vista de que no se presentaba, salió a encontrarlo en algún escondrijo de su minúsculo piso de cuarenta metros cuadrados. Atravesó el pasillo. Llegó al salón. Revisó tras el sofá, detrás de una planta y la puerta, pero ni rastro. El muy canalla estaría en el descansillo. Fue a inspeccionar, pero nada. O en la entrada del edificio. Se lo imaginó doblado sobre el estómago y mondándose de risa. Al asomarse al balcón encontró la calle vacía. Frustrada, al darse la vuelta, vio que Woolf se acercaba a toda velocidad hacia ella. Se protegió detrás de un sofá orejero. Maltratos, los justos.
—¿Quién es usted? —titubeó.
—Virginia, Virginia Woolf.
—Vale, ya lo veo, se parece. Me refiero a quién es usted en la realidad. —Clavó los dedos en el borde del mueble.
—Virginia.
Volvió a pestañear, perpleja. Abrió el campo de visión a las otras. Las fue señalando una a una y nombrándolas en alto. Dudó un poco con las Brontë, las confundía y se enfadaron. Le quedó una. La miraba entre tierna y esperanzada. Entonces, Beauvoir espetó desde lo más profundo de su indignación.
—No lo tolero. Es insultante. Mary Wollstonecraf —la señaló con el brazo extendido—, por supuesto, pequeña ignorante. ¡Bête ! Ya nadie sabe nada. ¡Qué tiempos! —La tal Wollstonecraf se mostró mucho más comprensiva y apaciguó poco a poco a Beauvoir—. Resulta indignante que no te reconozca. Sí… No… —Soltó una retahíla de insultos en francés mientras esta se prodigaba en su defensa.
—Mi marido hizo bastante en mi contra —justificó con tristeza.
—Va te faire foutre, Godwin! —Escupió al suelo—. Mange de merde .
—Por favor, Simone, no hables así. —Suspiró.
Cada vez se quedaba más y más alucinada con la interpretación. Alistair se había lucido. Le habría costado una fortuna. Eso era amistad.
—No puedo quedarme impasible con el lenguaje barriobajero de esta mujer. —Austen se giró para volver a la habitación.
—Eh… —Se rascó la frente y dejó a Austen para después, una menos de la que preocuparse—. A ver, lo tenéis muy bien montado. De verdad. Me encanta. ¿Pertenecéis a una compañía de teatro o algo? —Las que aún estaban en el salón se miraron muy escamadas. Esperó que confesasen la verdad y se rompiese el hechizo—. Lo hacéis fenomenal. Estoy alucinada.
—¿Qué es «alucinada»? —preguntó su tocaya, Charlotte.
—Flipada.
—¿Y «flipada»? —repuso Anne.
Se frotó la cara.
Emily se limitó a mirarla con ira contenida mientras apretaba los puños contra su voluminosa falda.
—¿Y este artefacto? —Austen, de regreso al salón.
Se desternilló. Esta, con un impoluto vestido de corte imperio, blandía en alto su vibrador como si fuese la antorcha de la Estatua de la Libertad. Su ingenua ignorancia estaba muy, pero que muy lograda. Aplaudió.
—Evidentemente —comenzó Beauvoir—, en el nuevo milenio hemos superado y sustituido al falo masculino.
—¿«Falo»? —preguntó, confusa, mientras daba vueltas al artilugio en sus manos para comprenderlo—. Qué suave. —Se lo acercó a la mejilla.
—Mejor no hagas eso, Jane. Como ha intentado explicar mi colega y camarada —intervino Wollstonecraf y Beauvoir asintió—, se trata de una representación del órgano masculino.
Austen lo arrojó al suelo con la expresión de haber sostenido un objeto satánico y se echó hacia atrás a toda prisa mientras se frotaba la cara frenéticamente. La caída había activado el mecanismo y el cacharro se puso a vibrar y rotar al máximo de sus prestaciones.
—A ver, a ver… —Abrió los brazos como si estuviese haciéndose sitio entre ellas, pero las tenía a una distancia prudencial—. Ya está, ¿eh? Me vais a fastidiar el juguete y no tengo pasta para otro. —Se agachó, lo apagó y lo dejó sobre una mesita auxiliar, cerca de Austen, que volvió a salir despavorida hacia una esquina del salón, aún restregándose las manos en el vestido—. La bromita se acabó. ¿Os vais o llamo a la policía?
—¿Dónde nos hallamos? ¿A qué distancia se encuentra Haworth? —preguntó Charlotte—. Necesitamos un transporte. ¿Cuándo sale la diligencia?
—No dejáis el papel ni bajo amenazas. —Cruzó los brazos.
—¿Qué papel? —intervino Emily, malhumorada.
—De actrices, evidentemente.
—No somos actrices —dijo en tono ominoso.
—Sí, ya. La próxima vez que Alistair me quiera gastar una broma, que sea con Heathcliff y Catherine. Esos sí que eran malos.
—Gracias. Logré mi intención. —Emily dio un respingo y por fin se calmó un poco.
Optó por ignorarlas de momento. Se fue a la cocina a preparar el café. Después buscaría un medio más expeditivo para deshacerse de las siete intrusas.
—Yo lo quiero bien cargado —pidió Beauvoir al apropiarse de una de sus sillas—. Querida camarada —invitó a Wollstonecraf a ocupar una al lado y así la dejaron sin sitio. Las hermanas se apelotonaron con las manos entrelazadas, cuchicheando entre ellas, tal como se las había imaginado tantas veces, juntas y en frente común contra la oleada de adversidades que las habían creado.
—No soy la criada de nadie. Si queréis café os lo tendrá que pagar vuestro jefe. Venga. Idos. —Movió la mano laxa hacia la puerta de salida.
—En primer lugar, tú eres nuestro jefe, Charlie —dijo Woolf, que llevaba bastante tiempo sin intervenir.
—Ah, entonces ocúpate tú. —Tendió hacia ella el bote de café.
—No somos tus criadas. —Pateó el suelo—. En todo caso, somos tus mentoras.
Se volvió hacia la encimera. No le gustaba nada el tonito prepotente y la insistencia. Cada vez le quedaban menos recursos para resistirse a la interpretación, salvo porque la otra posibilidad resultaba del todo inconcebible.
—Ya sé lo que pasa… —rio, nerviosa, por enésima vez—. Alistair quiere que termine la novela y que deje de perder tiempo. Lo hace por eso.
—¿Quién es Alistair? —preguntó Woolf.
Se volvió hacia ella.
—El tío amanerado que os ha dado el cheque.
—Empiezo a hartarme de que esta miserable criatura nos insulte —estalló Emily, y vio un peligro inminente en la rapidez de sus hermanas para sujetarla. Retrocedió.
—No conocemos a ningún tío tuyo —dijo Wollstonecraf.
—No, no, me refería al hombre que os ha contratado.
—No nos ha contratado ningún hombre —respondió Wollstonecraf con la misma simplicidad de antes.
Beauvoir había cruzado las piernas y se había repantingado en la silla con la mano derecha colgando.
—¿Tabaco? ¿Alcohol? —preguntó.
—No son costumbres para una señorita bien educada —reprobó Austen.
Beauvoir giró el cuello y levantó una ceja hacia ella.
—¿Quién ha dicho que sea una «señorita bien educada»?
Austen apretó las manos en el regazo en un intento nada disimulado de contención. Las Brontë seguían cuchicheando y Charlotte preguntó.
—¿Puedes explicarnos por qué tus personajes nunca se besan?
—Sois muy impertinentes. —Sus grandes, redondos y garzos ojos centelleaban de rabia, pero su pose seguía siendo la de una inconmovible dama georgiana—. Y sí se besaban.
—Por favor, niñas, haya paz —terció Wollstonecraf en plan maternal—. Cada una tiene su forma de expresarse. Por favor, pedíos perdón. Sed buenas. —Tendió las manos hacia ellas.
—Perdona, Simone. En mi siglo las mujeres ni fumaban, ni bebían.
—Ni iban con hombres, ni se besaban. Te hace falta un buen revolcón, camarada. —Le guiñó un ojo a la escandalizada Austen.
—Simone, pídele disculpas.
Beauvoir se resistió unos segundos. Miró a Wollstonecraf, luego a Woolf, que se limitó a asentir con la cabeza, y a las hermanas, antes de dejar caer su atención sobre Austen.
—Por Mary —explicó—. Perdona, Jane.
—Te perdono.
Beauvoir tendió la mano hacia ella y se la apretaron. Tiró con suavidad de Austen para acercarla a ella.
—Sigo pensando que necesitas un buen revolcón.
—¿Esto es una cámara oculta? —reaccionó Charlie, con más miedo por momentos.
—¿Qué es una cámara oculta? —dijeron al unísono.
—Que alguien te grabe para una broma de la tele y todos se rían de ti —contestó con inseguridad y apretando el bote del café contra el pecho—. «Escritora fracasada recibe la visita de nuestro equipo de actrices y pierde el juicio».
—¿A qué te refieres con grabar y qué es la tele? —inquirió Woolf con una severidad que acrecentaba más y más sus temores.
Miró a Beauvoir sin atreverse a contestar.
—Por decirlo de un modo comprensible —habló esta, y Wollstonecraf asintió—, es un artefacto donde se puede observar una imagen que se ha atrapado antes mediante un medio mecánico. La fotografía, el cine y el nodo ya se habían inventado en tu época, Virginia.
—En efecto. —Se tocó la barbilla con el dedo índice.
Tragó saliva y le tembló todo el cuerpo.
—No, no, imposible —decían las hermanas y Austen parecía cada vez más traumatizada, pero las Brontë la mantenían a distancia.
—Imposible, no, queridas mías, y el hombre ha pisado la Luna… Claro, «el hombre», ya sabéis —remató con sorna—. Se apuntan todos los tantos desde siempre.
—¿La Luna? —repitieron santiguándose—. No, no, imposible.
—¿Julio Verne? —intervino Woolf.
—Una predicción de futuro cumplida —continuó Beauvoir.
—Con hombres —dijo Wollstonecraf, un poco disgustada al fin.
—Con Katherine Johnson también. —Era el tipo de detalle que Nana inyectaría en una conversación para dar visibilidad a las mujeres.
Beauvoir asintió con una sonrisa.
—No lo entiendo. No comprendo cómo es posible —dijo Wollstonecraf—. Pero me encanta que hayan estado mujeres.
—No hay caballos que lleguen al cielo —dijo Emily.
Suspiró, terminó de preparar el café y pulsó el botón de encendido del aparato. Si estaba en pleno ataque psicótico, ya no le quedaban ganas de resistirse a la alucinación.
—Un cráter de la luna lleva vuestro nombre. —Se mordió el labio inferior—. Y otro en el planeta Mercurio. —Las tres hermanas la observaron como si colgasen de un frágil hilo de credibilidad—. Lo prometo. Todo el mundo os admira.
—¿Y yo? ¿Y yo? —bailoteó la traumatizada.
—Tú tienes una legión de fans que se llaman «jainetes».
—¿Qué son fans? —pestañeó hacia ella.
—Que devoran tus novelas una y mil veces —explicó, desapasionada.
—Ah… —dijo, extasiada, y unió las manos frente al pecho—. ¿Lo habéis oído?
—Se le va a subir a la cabeza —dijo Woolf con una sonrisa sardónica—. Cambiaría todo lo que has escrito tú —señaló a Austen y esta moderó su entusiasmo—, solo por la mitad de lo que han escrito ellas. —Las Brontë disfrutaron del reconocimiento—. Y de Mark Twain mejor ni hablamos. De verdad. Mejor que no.
—¿Mi novio? ¿Por qué? —preguntó, acelerada, y discurrió una nueva hipótesis. Podía tratarse del artífice de aquello. Sembraban pistas. Pero como base para una reconciliación no pintaba nada bien—. Como esto sea idea de Mark, pienso castrarlo, si no lo han conseguido la sífilis, la clamidia y todas las ETS del mundo.
—No tienes aspecto de haber mantenido relaciones con el señor Twain —dijo Woolf con desdén.
—Pues vaya si las teníamos. Muchas y frecuentes.
—Creo que no hablamos de la misma persona.
—Ya está bien —intervino Emily con una vena hinchada en la frente—. No hemos venido a andar de cháchara contigo.
La miró con recelo y después a las demás.
—Correcto —asintió Woolf.
—El hombre calvo y con túnica nos envió aquí con una misión, ¿no? ¿Cuándo nos ponemos a hacer algo con este decrépito ejemplo de escritora del futuro? —Emily continuó vomitando animosidad.
—¿Quién es el «hombre calvo y con túnica»? —titubeó.
—¿Dejamos de divagar de una vez? —Resopló Emily.
—Sí. —Bajó la vista.
—Entonces muéstranos en lo que estás trabajando. Ya.

Las semanas que siguieron a aquella mañana fueron de auténtica tortura, a menudo física y, sobre todo, moral. Emily se agenció una vara de cáñamo con la que se dedicaba a golpear la mesa al grito de «frase mal construida, cámbiala» y continuaba con «mal, mal, mal, todo mal». Woolf le corregía la ortografía y a veces la semántica. Un día tomó el diccionario de la estantería, lo tiró al suelo y chutó exclamando: «Si tú le das patadas, yo también». Beauvoir y Austen discutían sobre el contenido explícito de las escenas de sexo y la necesidad de que la protagonista diese más paseos por el bosque para reflexionar. Solo hubo calma cuando Austen descubrió a Cumberbatch y el sofá se convirtió en su mejor amigo. Nadie se atrevía a reprocharle que el dios calvo probablemente se había equivocado al resucitarla. Charlotte y Anne estaban de acuerdo en que debía poner dificultades mayores a sus personajes para que su progresión resultase creíble, y que eso de matar y resucitar al prota ya lo había inventado George Martin y nadie más lo podía utilizar. Allá se fueron cinco capítulos entre «quita de aquí y pon de allá». La única que le daba algo de cancha era Wollstonecraf, pero le señalaba los fallos de continuidad como un sabueso.
Con todos esos cerebros magistrales puestos a funcionar para ella, remataron la obra en un mes. Alistair la calificó de excepcional. Entonces decidió enviarla al premio Orb, segura como estaba de que no podía fallar y de que tendría múltiples orgasmos restregándoselo a Mark. Necesitaban un seudónimo y nadie se atrevió a negarle a Wollstonecraf la satisfacción de que fuese el de su hija Fanny, excepto a Emily, que cabeceó con una expresión de «nos estamos equivocando».
Durante los meses de espera, Beauvoir y Wollstonecraf se pusieron a trabajar en un nuevo ensayo feminista; Emily se aficionó a las artes marciales; Woolf se convirtió en una nueva figura de Twitter, la quebranta señoros y terraplanistas; Austen descubrió el movimiento hippie; y tanto Charlotte como Anne empezaron novelas que tenían en mente antes de morir.
Pasó la primavera y el verano, llegó el ominoso dos de septiembre y el fallo del jurado. Perplejas, leyeron en alto uno a uno los nombres de los finalistas, todos hombres, y el del ganador.
—Deberíamos haberlo firmado con el nombre de Branwell —dijo Emily.

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