Diseño sin título 27

Lego, de Elena de Paz

#LeoAutorasOct | Un día, un relato | Día 27

Diseño sin título 27
Foto de Fancycrave para Unsplash

—Cabello despeinado, pantalones sin planchar, una bota de cada color… No me extraña que las autoridades la hayan mandado aquí.

La directora del Santa Isla de Bernice: internado para adolescentes problemáticos; observaba a Aileen meticulosamente, buscando cualquier detalle, por insignificante que fuese, que se saliera de la norma que dictaba la Camarilla. La niña alta y delgada se erguía orgullosamente con su aspecto desaliñado, mirando a la mujer de forma desafiante.

—Aquí aprenderá a vestir como es debido y a comportarse como una persona civilizada.

—Y si no, ¿qué? —preguntó Aileen fingiendo indiferencia.

—Le aseguro, señorita, que prefiere no saberlo.

A Aileen se le hizo un nudo en el estómago.

—Sabes perfectamente que no puedo esta aquí. Tengo que ir con mi madre.

—Eso debió haberlo pensado antes de robar esas medicinas.

—¡Pero ella las necesita!

—Ni una palabra más. Alex la acompañará a la que, de ahora en adelante, será su habitación. Las clases empiezan a las siete en punto de la mañana. Más le vale estar limpia, peinada y llevar el uniforme que encontrará en su armario. Zapatos incluidos.

La directora pulsó un botón y a los pocos segundos entró en la sala une joven rubie, perfectamente uniformade con el traje negro de les profesores y de sonrisa amable.

—Hola, soy Alex. Sígueme, por favor. Te llevaré a tu habitación.

La chica le siguió con resignación. Tenía que salir de aquel internado cuanto antes, y rebelarse más no iba a ayudar en absoluto.

Pasó la noche pensando en su madre. ¿Estaría bien sin ella? ¿Habría conseguido sus medicinas? ¿Habría comido ese día? Si al menos le hubieran dejado el móvil podría llamarla y asegurarse de que estaba bien. Tenía que salir de aquella maldita isla. Tenía que estar con su madre.

A la mañana siguiente, se recogió su melena pelirroja como pudo (nunca antes se había peinado más allá de desenredarse el pelo al salir de la ducha), se puso el pantalón gris, la camisa blanca y los aburridísimos zapatos negros del uniforme y llegó puntual a su primera clase. Imaginaba que si se portaba bien no estarían tan encima de ella y podría usar los ratos libres para encontrar una manera de salir de allí.

  Aquel fue el día más monótono de la vida de Aileen, yendo de un aula a otra, todas exactamente igual de blancas y poco amuebladas; caminando en silencio absoluto por pasillos abarrotados de adolescentes vestides con el mismo uniforme anodino que ella. Nadie se salía de la fila, nadie hablaba a no ser que le preguntasen, nadie miraba a los ojos. Era como estar rodeada de robots. A la hora de la comida, se sentó con un pequeño grupo que hablaba en voz baja. Nadie les prohibía hablar a la hora de la comida, pero aun así la mayoría no lo hacía.

—Hola —saludó un poco más efusivamente de lo que debía, atrayendo cientos de miradas reprobatorias—. Lo siento, lo siento —añadió en un susurro mientras se sentaba.

—Tu eres la nueva, ¿no? —dijo el que parecía ser el mayor del grupo. Ella asintió.

—Me llamo Aileen.

—Bien, Aileen, pues aprende a hablar en voz baja o no vuelvas a sentarte con nosotres —añadió una niña rubia.

—Eso, no queremos que nos conviertan en bloques por tu culpa —dijo le más pequeñe. Todes le chistaron y elle se disculpó de inmediato tapándose la boca con las manos.

—¿De qué está hablando? —preguntó Aileen entre el miedo y la curiosidad.

—De nada que te importe. Y ahora lárgate —le dijo la rubia con sequedad.

Aileen se levantó en silencio, conteniendo las ganas de gritar. ¿Qué coño significaba eso de los bloques? Quería preguntárselo a alguien, pero por la reacción de la chic dedujo que no tendría mucha suerte.

Decidió averiguarlo por su cuenta.

Hacerse la estudiante aplicada e inocente funcionó con Alex, que la acompañó hasta la biblioteca.

—Recuerda que tienes hasta las seis. A y media se sirve la cena y a las ocho todes debéis estar en la cama.

La niña asintió en silencio y esperó a quedarse sola, fingiéndose sorprendida por el tamaño de la biblioteca. Una vez que Alex la dejó allí, recorrió los pasillos buscando algún libro que hablase de la historia del internado, las normas, un registro o cualquier cosa que le pudiera servir para averiguar cuál era ese castigo tan horrible del que nadie quería hablar o le diese alguna pista de cómo salir de allí. Buscó desesperadamente sin encontrar nada. En aquella biblioteca había ensayos, libros de texto, enciclopedias y artículos, pero no había absolutamente nada que se saliera de lo académico. Si existía algún libro que pudiera ayudarla, desde luego no estaba allí.

Aquella noche se fue derrotada a la cama. Llevaba allí un solo día y ya había perdido cualquier esperanza de poder escapar. Lloró en silencio durante horas, hasta que escuchó ruido de pasos en el pasillo. Se secó las lágrimas y escuchó con atención. No parecían los pasos de la directora ni de ningune de les otres adultes, elles no hacían tanto ruido. Aquello eran pasos de niñe. De repente algo se coló por debajo de la rendija de su puerta. Aileen se levantó despacio para no hacer ruido y cogió el pequeño sobre que aquella persona misteriosa le había pasado por debajo de la puerta.

No hables. No preguntes. Pórtate bien. Vístete bien. Aprende a peinarte. No te quejes. Nunca te quejes. Este sitio es peligroso. Si no somos como quieren, tienen máquinas capaces de convertirnos en bloques de construcción. No es una broma, no es una metáfora, yo lo he visto. Se lo hicieron a mi hermana. Ella hablaba. Ella preguntaba. Era como tú. Ahora es solo una pieza de plástico rojo que forma parte de alguna caja que se vende en grandes superficies como juguete infantil.

Aquella nota hizo que la ansiedad se instalara en su pecho. Esperaba que aquello fuera solo una broma pesada, porque si fuera verdad tenía aún más razones para salir de allí cagando leches. No podía quedarse de brazos cruzados en un sitio en el que mataban niñes mientras su madre se consumía poco a poco. Tenía que huir, tenía que salvar a su madre y a les demás.

Al día siguiente todo en el Santa Isla de Bernice parecía normal. Al menos tan normal como podía ser un lugar como aquel. Sin embargo Aileen tenía un mal presentimiento. O quizás fuera tan solo el miedo con el que cargaba por culpa de aquella nota. A pesar de todo, intentó comportarse bien y no mostrarle a nadie su preocupación. Si era buena, todo iría bien. Si no se rebelaba podría planear su huida y aprovechar el mejor momento para salir de allí.

Llegó la hora de comer y Aileen fue al comedor en silencio, siguiendo la fila, sin destacar. Se sentó en una de las mesas más apartadas de la puerta principal, donde algunes adultes vigilaban que nadie hablase más alto de lo que debía, se dejase comida en el plato o hiciera cualquier cosa impropia. Ese día, el comedor estaba en un silencio incluso mayor que el del día anterior, así que buscó al grupito con el que se había sentado la última vez. Cuando lo localizó le dio un vuelco el corazón. Le niñe pequeñe que había mencionado los bloques no estaba allí. Le buscó con la mirada por todo el comedor, con la respiración acelerada y el corazón a punto de estallar. No estaba.

El miedo se apoderó de ella. Se levantó y echó a correr hacia la puerta.

«Tengo que salir de aquí. No quiero morir».

Cruzó la puerta como una exhalación. Dos de les vigilantes echaron a correr detrás de ella.

Ruido. Ruido en el Santa Isla de Bernice.

Sentía el corazón golpeando contra su pecho.

«Tengo que salir».

Cruzó pasillo tras pasillo, ignorando que le faltaba el aire y las lágrimas resbalaban por sus mejillas.

«Ha muerto por mi culpa. Tengo que salir».

Consiguió esquivar a los guardias y llegar a la puerta que daba acceso al internado.

«Voy a conseguirlo».

Abrió la puerta con esfuerzo. Corrió a toda velocidad. Se tiró al mar. Nadó. Nadó hasta que sus brazos no pudieron más. Nadó hasta que sus pulmones se quedaron sin aire.

Aileen despertó en una sala completamente blanca y aséptica. Junto a ella estaba la directora, con una siniestra sonrisa tatuada en el rostro.

—Mi querida niña, solo tenías que obedecer. ¿Tan difícil era? —Ella intentó responder, pero estaba amordazada. Ni siquiera le hizo falta tratar de moverse para saber que también estaba atada—. Has intentado escaparte. Ahora tendré que ponerte un castigo.

Intentó gritar, negarse, revolverse, pero todo era inútil. La tenían bien atada. Alex apareció en la sala sin que la niña supiera por dónde había entrado. Era la primera vez que le veía serie, y aquello hizo que un escalofrío le recorriera la espalda.

—¿Es necesario? —preguntó le profesore con un hilo de voz. La mujer ni siquiera respondió, bastó con una mirada para que empezase a empujar la camilla sobre la que yacía Aileen.

Pasillos blancos. Lámparas fluorescentes. Puertas sin pomo. Una, dos, tres, cuatro. Aileen perdió la cuenta enseguida. No supo cuánto tiempo estuvieron empujándola en esa camilla. Tampoco le importó. Llegaron a una sala enorme y llena de máquinas.

«Bloques», pensó la niña.

Entraron unos hombres. Le inyectaron algo, la desataron, la desnudaron. No le importó. La cogieron de los brazos y la arrastraron hasta el interior de una de las máquinas. Tampoco le importó. La directora cerró la puerta y pulsó un botón.

Primero un ruido infernal. Intentó taparse los oídos, pero no podía mover los brazos. El ruido era cada vez más insoportable. Dolor. Silencio. Sintió como un líquido ligeramente viscoso salía de sus orejas y resbalaba por su cuello.

Después compresión. Las paredes de la máquina empezaron a juntarse muy lentamente. Aileen empezó a tener claustrofobia, pero esta quedó completamente opacada por el dolor de los huesos rompiéndose. Primero las vertebras, una por una; después un cúbito, luego las costillas, el fémur y por último el cráneo.

Dentro ya solo quedaba una masa informe de vísceras, piel y huesos. La máquina empezó a centrifugar mientras que la directora añadía unos polvos blancos y un chorro de pintura verde esmeralda. Después calor.

Finalmente, del aparato salió un líquido verde y espeso con el que la directora rellenó un pequeño molde que metió en una nevera.

Una hora después estaba listo: un bloque de construcción perfecto, de plástico duro, verde esmeralda. La directora sonrió.

—Ahora encajarás.

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