Diseño sin título 28

El fabricante de pociones, de Covadonga González-Pola

#LeoAutorasOct | Un día, un relato | Día 28

Diseño sin título 28
Foto de Nathan Dumlao para Unsplash

Muérdago, ortiga, albahaca, azafrán, orégano, cilantro, lúpulo. Y acaba de llegar mi último pedido de pensamientos. Son mis favoritos. Su nombre tiene mucho que ver con su función. Machaco sus pétalos lentamente en el mortero de bronce, extraigo el líquido que se deposita en el fondo y lo cuelo con un embudo. Es el último ingrediente que deposito en el caldero. Con un reloj de arena calculo los cinco minutos que debe hervir junto al resto de los ingredientes en el alambique. Extraigo el líquido que se libera de la reacción. Lo tomo delicadamente con un cuentagotas y lo deposito en un pequeño frasco de cristal azulado, adornado con filigrana de cobre. Tomo un pedazo de papel grueso y, mojando la pluma en tinta roja, escribo: Poción de Adoración. Después, perforo un extremo, introduzco en él una cinta de seda que ato después al frasquito. Ya está listo para ser vendido.

Abandono la trastienda y me dirijo a la tienda. Mi mostrador de madera de caoba aún no recibe la cálida luz del sol; parece estar durmiendo todavía. Me muevo entre las fuertes estanterías de roble, colocadas en las paredes de la habitación a modo de expositores. Paso por delante de las diferentes secciones y voy comprobando que cada estante tiene el producto correspondiente: elixir de amor, en un pequeño bote forrado en terciopelo rojo. Vigorizante, dentro de unas licoreras de color azul brillante. Perfume de atracción, dispuesto en mínimos frascos hechos de ámbar. Filtro de belleza, disponible en sus dos variantes: un tarro de grueso cristal negro, donde caben un par de pellizcos de crema o una botellita que alberga su versión de bebedizo. Olvido sin dolor, esencia de pasión, sueños de amor… Mi tienda de pociones ya está lista para comenzar el día. Soy el único que aún sabe fabricarlas y desde siempre he tenido un éxito rotundo, pues traigo a los corazones el sosiego que no son capaces de obtener si no es con el refuerzo de un compañero amado. Todos necesitamos que nos quieran. Todos dependemos de la atención de los demás más de lo que nos gustaría a veces admitir. Y yo les proporciono un camino para lograr estas atenciones, por una cantidad nada desdeñable de dinero. Me ajusto mi preciosa casaca verde esmeralda de terciopelo de seda, adornada con botones y cadenas de oro blanco y levanto las persianas. Descorro el cerrojo y giro la lámina de plata para que, desde fuera, se lea el grabado en el que reza «ABIERTO», en letras mayúsculas.

Pero, por segundo día consecutivo, cierro la tienda a la hora de comer sin que haya entrado ningún cliente. No me lo explico. Mi negocio no sabe de crisis, el amor no sabe de dinero. Cuando uno se obsesiona y pierde la cabeza, gasta lo poco que tiene para lograr ser correspondido por el objeto de su desesperada dependencia. Pues todos creemos que el amor nos salvará de todos los males de la vida.

Lo cierto es que empiezo a preocuparme. Si la cosa sigue así, no podré mantener mi tren de vida. ¿Pero adónde han ido todos? No alcanzo a entender que mi clientela habitual haya huido en desbandada. Decido salir de la tienda y dar un largo paseo hasta una taberna, a una media hora de camino, para intentar tranquilizarme y pedir algo delicioso, que me ayude a evadirme de mis problemas. «Seguro que no es más que un parón pasajero», me digo.

Pero, en mi paseo, justo antes de llegar a la taberna, me detengo en seco. Me topo con uno de mis clientes habituales. Es una mujer regordeta, entrada en la cuarentena y que no se ha casado. Ha tenido varios romances en los últimos años, todos propiciados por mí. Se mueve siempre insegura, con mirada huidiza. Por eso me sorprende encontrarla tan resplandeciente y segura de sí misma. Su atuendo es igual, pero su aura es otra. ¿Qué le ha sucedido?

—¡Vaya, qué sorpresa! —me dice con una sonrisa.

—La sorpresa es mía, señora. Estaba preocupado por usted. Ya me la imaginaba enferma, pues hace ya mucho que no pasa usted por mi tienda…

—Sí, es cierto… —La mujer esquiva mi mirada. Parece pararse un momento a pensar, antes de decidirse a hablar—. Bueno, a usted no puedo mentirle. En realidad, no veo razón para hacerlo. He estado muy contenta de ser parte de su clientela durante tanto tiempo, pero posiblemente no vaya más por allí. Aunque podemos ser amigos, fuera del negocio —añade, con una sonrisa ciertamente cautivadora.

Pero yo no puedo ocultar mi decepción.

—¿Y por qué no va a venir más?

—Bueno, es que he encontrado otros productos que me han resultado más satisfactorios. No es que los suyos no sean buenos, entiéndame, su trabajo es impecable. Pero estos son… digamos que son diferentes, funcionan de otra manera.

—¿Y podría decirme quién me está haciendo la competencia?

—Venga, no se enfade, si usted tiene a muchos clientes, una menos no le hará ningún mal. Pues mire, precisamente vengo de esa tienda. La tiene al final de la calle, nada más doblar la esquina. Se llama «Amor Propio».

—¿Amor propio? ¡Venga ya! —espeté.

—Es muy original, ya lo verá. Bueno, me alegro de verlo y de que siga usted tan elegante como siempre. Me marcho, mi prometido me está esperando para comer.

—¿Prometido?

Aunque mi voz suena incrédula, la mujer solo se ríe. Me planta dos besos y se marcha. Yo giro la cabeza hacia el lado contrario por el que se ha marchado y me dirijo a la famosa tienda que me está quitando el sustento tan necesario. Bueno, y las posibilidades de comer de restaurante todos los días, pasar las vacaciones en Indochina o vivir en un palacete con jardín en pleno centro de la ciudad. Camino, apretando los dientes, preocupado por lo que vaya a encontrar e imaginando mentalmente cómo voy a increpar a la persona responsable de la fuga de mis clientes.

Giro en la esquina. La tienda es bastante grande, tiene una cristalera enorme y está llena de mensajitos vistosos, escritos sobre pegatinas y pegados contra el escaparate, que utilizan a modo de mural. Aunque la letra es bastante pequeña, puedo distinguir algunos smileys dibujados con rotulador grueso. ¿Qué demonios es este lugar?

Entro. En lugar de un sonido de campanillas como el de mi tienda, suena un pitidito alegre, pero que a mí se me antoja impertinente. Las estanterías no son clásicas, como las mías, sino que parecen sacadas del IKEA. Están llenas de frasquitos con etiquetas prefabricadas, escritas con Dymo. Me cuesta acercarme para leer lo que contienen, pues la tienda está llena a rebosar. De hecho, he reconocido ya a varios de mis clientes en el interior. Me abro camino entre las riadas de compradores y  empiezo a mirar los carteles de los productos: Empatía en botecitos. Aceptarse a uno mismo en tarros de metacrilato. Asertividad, en un cuentagotas. Confianza en uno mismo, en una botella que parece de un perfume infantil. Valor, en un difusor en spray. Independencia en tarros de vidrio de colores vivos. Amor propio. Este está en frascos transparentes,  en el centro de la tienda, bajo un cartel que indica: «best-seller». La gente de la tienda sonríe, está de buen humor. Irradian calidez. Algunos acuden solos, otros con amigos. Unos pocos en pareja. La mayoría están resplandecientes. Pero, ¿qué locura es ésta? Este hombre va a acabar con nuestro sistema. Si la gente afianza su confianza en sí misma, su autoestima, su independencia, dejarán de ser dependientes. Y, por supuesto, por eso ya no necesitan mis productos de belleza exterior o de seducción. ¡Es mi ruina!

—¿Puedo ayudarle, señor?

Me giro. Un chaval de unos 30 años me mira sonriente.

—¿Es usted el responsable de esto?

—Así es. Estoy muy contento con el resultado de la tienda.

—Ya, pues yo no —añado, mientras lo sostengo por las solapas de la camisa.

—¡Oiga, tranquilícese, por favor! Si me amenaza, no me resultará fácil ayudarle. Vayamos a la trastienda. Déjeme que le invite a un café.

—Así que es eso —me dice, una vez que le he explicado la situación, café en mano—. Vaya, no sabía de la existencia de su negocio, señor. Nada más lejos de mi intención que robarle a usted su forma de vida. Lo cierto es que mis elixires funcionan muy bien. Mucha gente me ha dicho que gracias a ellos han dejado de ser dependientes…

—… y esa es la razón por la que ya no necesitan venir a mi tienda.

—Ya… no sabe cuánto lo siento. Me gustaría poder ayudarle. Se me ocurre algo. Como verá, mi tienda está ya saturada, y apenas lleva abierta un par de meses. ¿Qué le parecería vender estos productos en su barrio? Yo le enseñaría a crear los mismos elixires que fabrico aquí. Y acordamos una comisión por el uso de mis fórmulas. Yo mismo anunciaré la venta de mis productos en su tienda. No le costará nada probar y, como ve, hay mucha gente dispuesta a consumir estos productos para conseguir la ansiada confianza en sí mismos.

Observo al joven, que me ofrece su mano. Yo me siento orgulloso de mis pociones, pero es cierto que no tengo nada que perder. Tras tomar el último sorbo del café, asiento y le estrecho la mano.

—¡Cuánto me alegro! Mañana es sábado y no abriré por la tarde. Venga usted a las tres y dedicaremos toda la tarde a nuestro proyecto.

El sábado se presenta luminoso, alegre. Yo camino esperanzado, con la ilusión de volver a ver mi negocio prosperar. Casi me apetece sonreír. Doblo la esquina, dispuesto a llamar a la puerta de una tienda que ya debe de llevar una hora cerrada. Pero me la encuentro entreabierta. Un hombre se cruza conmigo, saliendo a todo correr y casi hace que me caiga al suelo. En su carrera, se le cae una caja de tarjetas de visita de dentro de la chaqueta. Me agacho y las recojo.

—¡Oiga! ¡Se le han caído sus tarjetas!

Pero al hombre no parece importarle. Sigue corriendo, como si huyera del mismísimo Diablo. Miro la caja de las tarjetas. Entonces me doy cuenta de que está mojada, con algo pringoso. Y veo una mancha rojiza en mis dedos.

Con el pulso acelerado, entro en la tienda. Musito un «hola», deseando que el dueño de la tienda me responda. Pero enseguida lo encuentro. Está tirado en el suelo. Le sangra el pecho. Sus ojos están abiertos, pero no mira a ninguna parte. Siento que me ahogo. Me apoyo con una mano en una de esas estanterías prefabricadas, angustiado y sin poder dejar de mirar a los ojos al hombre muerto. Aquel hombre tan agradable, que estaba dispuesto a ayudarme porque mi falta de prosperidad se debía a su capacidad de ayudar a los demás a ser felices.

Entonces recuerdo la caja de tarjetas de visita. Por seguro, llevarán el nombre de la persona que ha huido y se ha cruzado conmigo. No hace falta ser muy listo para sumar dos más dos y deducir que es él quien ha asesinado al encargado y se ha dado a la fuga. Abro la caja y extraigo una de las tarjetas. Su nombre no me suena. Pero el logotipo, sí. Es una banderola triangular, de color verde esmeralda y con letras blancas en su interior. Le doy la vuelta a la tarjeta. En ella aparecen varios eslóganes, como «Ya es primavera», «Si no queda satisfecho, le devolvemos su dinero», «Ya está aquí la semana fantástica» o «Disfrute de los 8 días de Oro».

Dudo un instante. Podría entrar en la trastienda, tomar la información de los elixires para fabricarlos yo mismo. Pero estoy casi seguro de que han volado. Tal vez podría hablar con los asesinos y negociar con ellos. Y lo más legal, que sería denunciar el crimen.

Sin embargo, aprieto con fuerza la cajita en mi mano, salgo de la tienda y camino hasta el río. Cuando llego allí, me asomo por la barandilla y, con un balanceo de mi brazo, arrojo la cajita al agua. Me quedo mirando cómo se hunde y desaparece.

En un mundo donde todos se sienten bien consigo mismo no hay sitio para hombres como yo, ni para empresas como la del triángulo verde. En un mundo feliz, no hay sitio para el consumismo. Ni de ropa, ni de productos de belleza ni, por supuesto, de pociones para tapar todos nuestros complejos.

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