#LeoAutorasOct | Un día, un relato | Día 23
El grifo gotea. Por fuerte que gire la manivela, siempre queda una gota que se desliza por su garganta de hierro para lanzarse al vacío blanco. Muere con un golpe agudo. El sonido de su cuerpo contra la porcelana atrae a la siguiente gota que se agarra al borde metálico y aguanta unos segundos, cada vez más gorda y redonda, hasta que la gravedad le inspira lo que le falta en valor y sigue a la anterior en su salto hacía la muerte.
No presto atención al sonido de la lluvia más solitaria. No me crispa los nervios como otras veces. He puesto la mano derecha sobre el ojo derecho. La mujer que me devuelve esa mirada cálida, de un tono miel, es normal. Agradable. Incluso es guapa, a pesar de los rizos que se escapan en todas direcciones y de la cara de estar recién arrancada del sueño. Cierro los ojos. Bajo la mano y la apoyo en el borde de porcelana en la que otra gota pone fin a una breve vida sin sentido. Subo la izquierda, para cubrir esta vez el otro ojo. Cuando miro veo a una mujer parecida a la anterior. El luminoso azul de enero que me devuelve la mirada hace que se vea más fría, más altiva, pero también más segura de sí misma.
Me gustaría ser cualquiera de estas dos mujeres. La que pertenece a un cálido otoño y la que irrumpe con el viento del invierno. Pero dejo caer la mano y me miro con los labios tensos. El cambio de color de cada ojo me hace tener un aspecto extraño y desequilibrado. Hace que quien la mire dispare arriba las cejas y se quede mirando demasiado fijo. Luego apartan la vista, fingen seguir con la conversación y esperan al acecho. Piensan que no me doy cuenta y aprovechan cuando no les presto atención para asaltarme con esa curiosidad morbosa e hiriente. No entienden de dolor, de soledad, de rechazo. Miran con alfileres en las pupilas que nadan en dos iris idénticos, hermosos y normales. Y bajo la cabeza para protegerme de esa curiosidad descarnada.
También la bajo ahora, para desenroscar el cuentagotas y vaciar su contenido allí donde las gotas de agua no dejan de lanzarse a esa muerte lisa y blanca. El colirio hace un ruido burbujeante cuando las tuberías lo tragan con un gorgoteo hambriento. Me agacho despacio para colocar sobre el lavabo el bote de lejía. Noto los dibujos del plástico sobre el pulgar. Hay que apretar con fuerza para desenroscarlo, y lo hago conteniendo el aliento. Dejo escapar el aire despacio cuando el plástico cede a mi presión. Al alzar la vista vuelvo a encontrar esos horribles ojos discordantes. Quiero apuñalarlos.
Al menos a uno de los dos.
Empecé a salir con Víctor porque él no podía verlos. Tampoco podía juzgarme. No me molestan sus gafas negras, el sonido de su bastón rasgando el suelo o que su sentido del humor sea pesado y monótono. Víctor nunca iba a juzgarme por los colores de mis iris, y eso fue suficiente. O creí que era suficiente. Pero entonces nació Lucía, una niña preciosa, con mi sonrisa y el tono miel de uno de mis ojos en los dos suyos. Lucía tiene la nariz respingona y los labios pequeños en los que empiezan a florecer preguntas llenas de espinas. «Mami, ¿por qué tus ojos son distintos? ¿Por qué yo no soy como tú?».
Pienso en el suicidio transparente de las gotas de agua y en las respuestas que no sé dar. También en esos ojos dulces que algún día me apuñalarán como el resto. En esos labios que se retorcerán de asco. Pienso en la lejía y en una vida de soledad, en los segundos que se vuelven eternos y en las preguntas que duelen.
Lucía duerme cuando me siento en su cama. Acaricio su rostro de ángel travieso con la yema de los dedos. Quiero que mi piel memorice sus rasgos. Quiero tener grabado en mi cuerpo cada curva de su rostro, ese olor a confiada inocencia: la fugaz perfección de la infancia. Respiro su aliento con aroma a sueños. El alba se acerca y con las primeras luces apoyo mi mano en su hombro, empujándola suavemente para despertarla. Sus párpados aletean con pereza.
—¿Mami? —Arruga la nariz al mirar la oscuridad que se agazapa en la ventana—. Es muy pronto.
—Lo sé, cielo. Ven, deja que te abra los ojos. No te preocupes, cariño. Va a escocer un poco, pero es una medicina buena.
Porque no dejará que me mires de forma cruel, vida mía. Para que puedas quererme por siempre, sin preguntas y sin espinas. Sin miradas que arañan. Sin verme como yo me veo: con esa mirada desequilibrada que me atormenta desde el espejo.
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