Silencio y quietud, de Beatriz Aguilar Gallo

#LeoAutorasOct | Un día, un relato | Día 22

Foto de Evgeni Evgeniev para Unsplash

No quedaba ningún inocente en las Laspaúles; solo ellas. Las almas de los muertos no podían ser juzgadas.

Hacía rato que Esperanza conducía por la carretera que recorría la Ribagorza. Era la primera vez que iba a Huesca. Quería realizar un corto cuyas imágenes crearan una reacción moral  en el espectador. Buñuel y Dalí ya lo habían hecho con Un Perro Andaluz pero ellos habían usado la agresividad para hacer que el espectador se retorciera. Esperanza quería conmover usando el silencio, la quietud, el vacío… Y no se había equivocado de lugar. La propia carretera ya conseguía que esos sentimientos aflorasen en su interior. Pasó Seira, Castejón de Sos, Bisaurri y entró en Laspaúles. Miró su reloj.

«Las doce. Tengo tiempo de acercarme al Parque de las Brujas antes de ir a buscar las llaves del apartamento».

Avanzó por la carretera. Las casas tenían el tejado a dos aguas y muchas eran de piedra. Se fijó en que las contraventanas de madera estaban cerradas. No había coches aparcados ni circulando por la carretera.

«Parece que el pueblo está vacío», pensó sin evitar un escalofrío.

Llegó hasta la desviación de la carretera de Alins. Un gran cartel anunciaba el Parque de Las Brujas.  

Giró a la derecha. Desde ahí tenía una vista clara del cementerio. Aminoró la marcha y lo miró desde el coche. Las lápidas estaban muy juntas. Algunas se habían torcido y el mármol se mezclaba con las cruces de madera. «Silencio y quietud». Volvió a acelerar y siguió avanzando.

Árboles torcidos con las ramas desnudas rodeaban la estrecha carretera mal asfaltada. No se cruzó con ningún otro coche. A lo lejos se oía un perro ladrar.

Llegó hasta el bosquecillo reconvertido en homenaje. Antes de apearse repasó sus notas. «Silencio y quietud». Bajó del coche con su cámara y el trípode. Miró alrededor y escuchó durante unos segundos. Nada se movía y solo el ladrido del perro se oía de vez en cuando. «Perfecto».

Avanzó hacia la escultura que marcaba el inicio del parque y cruzó el pequeño puente metálico. Un ligero  aroma a azufre la envolvió. Se adentró siguiendo el camino, pero ignoró los carteles informativos. Quería que fueran la tierra, los árboles y el viento quienes le hablaran. Las copas de los árboles apenas permitían que el sol pasara a través de ellas. El perro había dejado de ladrar. En el bosque de las brujas solo se oía la tierra crujir bajo sus pasos.

Cuando se adentró lo suficiente comenzó su ritual.

—Uno, dos, tres. Silencio y quietud. Cuatro, cinco y seis. Silencio y quietud. Siete, ocho y nueve. Silencio y quietud. Diez —dijo en voz alta. Como siempre.

Si en ese tiempo ningún ruido la interrumpía, colocaba su cámara el trípode y empezaba a grabar. La dejaba grabando de forma estática durante cinco minutos. Ella esperaba al lado, quieta, sin interferir ni moverse.

Repitió el ritual varias veces. Sentía que todo el bosque estaba envuelto en un aire de solemnidad y leyenda que se ajustaba a la perfección a su proyecto.

«Silencio y quietud», pensó.

A lo largo del camino fue encontrando esculturas conmemorativas y paneles informativos. Siguió adentrándose en el bosque. Dejó atrás las esculturas de las brujas, la transcripción del manuscrito y el fogón del aquelarre. El viento agitó con suavidad las copas de los árboles. Esperanza se paró y miró hacia arriba: unos lazos negros colgaban de las ramas de dos árboles. Se acercó al más cercano y vio los carteles metálicos clavados en la parte alta del tronco. En cada cartel había un nombre. Esperanza se sentó en un tronco de madera que hacía de banco y leyó en voz alta.

—Gisable, Antona, Esperanza, Margalida, Catalina…

«Veinticuatro mujeres ahorcadas en solo unos meses», pensó al leerlos.

Las copas de los árboles volvieron a agitarse. Esperanza se apartó el pelo de la cara, esperó a que pasara el viento y colocó la cámara enfocando hacia los nombres, pero esta vez la dejó grabando menos tiempo

La vieron marcharse. El sol aún estaba alto. Solo tenían que esperar un poco. Parecía que los habitantes del pueblo habían cumplido su promesa un año más.

Esperanza aparcó el coche y caminó hacia la casa en la que había reservado el apartamento. El pueblo seguía igual de vacío, el silencio recorría las pequeñas calles empedradas. Laspaúles parecía un pueblo fantasma. Ningún televisor ni ninguna voz se oía saliendo de las casas. Todo estaba quieto y en silencio. «Quietud y silencio».  Se frotó los brazos y se pegó contra la pared de la casa.

«Espero que la casera no tarde mucho más en venir».

Llevaba esperando un cuarto de hora cuando oyó el sonido de un motor.  

«Tiene que ser ella. En el tiempo que llevo aquí no ha pasado un solo coche. Tiene que ser la casera».

El estómago le empezaba a rugir y tenía ganas de cambiarse de ropa. El coche se paró en el aparcamiento. Una mujer de mediana edad bajo con unas llaves en la mano. No apagó el motor.

—¿Esperanza Martín? —preguntó.

—Sí, soy yo.

La mujer se paró al llegar a su altura y sacó el móvil del bolsillo.

—Deja que le saque una foto del DNI para el registro.

Esperanza sacó el DNI de la cartera.

—Perfecto. Aquí tienes las llaves. Al irte mañana déjalas en el buzón y asegúrate de que las ventanas y las puertas están bien cerradas. Puedes salir a la hora que quieras.

—Vale, gracias.

La casera inclinó la cabeza, se giró y caminó hacia su coche.

El estómago de Esperanza volvió a rugir.

—¡Una pregunta!¿Dónde puedo comer por aquí?

La dueña ya estaba llegando al coche.

—Tendrás que ir a Castejón o a Benasque. En esta época no suele haber casi nadie en el pueblo y el restaurante no abre.

—¿Podrías reco…? —gritó Esperanza sin terminar la pregunta. El coche de la casera ya había desaparecido de su vista.

Tal como había dicho la casera, Esperanza tuvo que ir a comer a Castejón. Aún era temprano cuando volvió, pero tenía mucho que hacer. Entró en el apartamento y revisó las grabaciones del día. La luz tenue que se colaba entre las copas de los árboles le daba a las tomas un toque tétrico.

«Silencio y quietud», pensó.

Revisó la media hora de grabación que tenía del bosque de las brujas, cortó las partes que más le gustaron y las editó por separado. Hizo un montaje rápido y estudió cómo quedaba el conjunto.

«Perfecto. Parece que todo funciona bien».

Cuando miró el reloj era más tarde de lo que pensaba. Sacó de la bolsa el croissant que se había comprado en la panadería de Castejón, se lo comió y se fue a dormir. No eran más de las diez de la noche, pero el cansancio de haber conducido tantas horas le estaba haciendo mella.

El sol ya se había escondido y la luna brillaba en el cielo. Esperaban este día con la mirada clavada en el pueblo desde hacía un año. Sus cuerpos fueron colgados, quemados y enterrados en el Fosado de San Roc, pero la sed de venganza aún les quemaba por dentro.

Esperaron a que la luz de la luna bañara sus almas por completo y avanzaron hasta el pueblo. Las farolas de luz amarilla parpadeaban a su paso. Se pararon en mitad de la calle principal y le preguntaron al viento por la forastera. El viento les habló con los aromas de la chica: vainilla, azúcar y sudor. Recorrieron con sus ojos negros la fachada de las casas reconvertidas en apartamentos. No tardaron en localizar la única que tenía las contraventanas abiertas. El viento agitó las copas de los árboles respondiendo a la alegría de las brujas; ahí estaba su comida.

El ruido del viento la despertó. Ululaba enfadado por toda la habitación. Esperanza encendió la luz y se levantó envuelta en la manta. Caminó hacia la ventana. Las copas de los árboles se agitaban con fuerza. «Qué raro. No parecía que fuera a hacer mal tiempo». Se arrebujó en la manta y se alegró de no estar en la calle. Miró la hora 3:33. Volvió a la cama, pero no apagó la luz. El ruido del viento le había puesto los pelos de punta. Cogió su portátil y se puso a editar el corto.

«Al menos avanzaré algo de trabajo».

Fuera el viento seguía sonando y los ojos negros miraban la luz que salía por la ventana. Las brujas giraron hacia la izquierda y avanzaron en fila india hasta la puerta de la casa. Sus dientes afilados reclamaban lo que era suyo.

Las farolas parpadeaban cada vez más rápido y el viento soplaba con más fuerza. La puerta de la casa estaba cerrada, pero eso no les importó a las almas de las brujas. Entraron de una en una. Siempre en fila.

Esperanza había cambiado la cama por la mesa del comedor. Estaba sentada de espaldas a la puerta y editaba el montaje de su corto, tan concentrada que ya no oía el ruido del viento.

Las brujas subieron el primer tramo de escaleras, aspiraron con fuerza y dejaron que el olor dulce las guiara hasta la puerta correcta. Una a una fueron atravesándola. No hacían ruido y ni siquiera movían el aire. Silencio y quietud.

Esperanza seguía enfrascada en su ordenador. El corto estaba cogiendo forma y no podía parar ahora. Las brujas se habían colocado detrás de ella.

Margalida avanzó un paso hacia la espalda de la chica. Su cara no se reflejaba en la pantalla brillante del ordenador. Silencio y quietud.

Esperanza había descartado los últimos cambios.

Margalida se inclinó hasta casi rozar la oreja de la chica.

Esperanza sintió algo rozarle la oreja. Se la rascó. La sintió fría.

—Tenemos hambre —susurró Margalida.

La voz se clavó en el corazón de Esperanza como los dientes de una serpiente.  

La luz parpadeó hasta apagarse.

—Tenemos hambre —susurraron todas juntas.

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