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Tiempo, de Rain Cross

Este año también, dentro del marco de la iniciativa Leo Autoras Octubre #LeoAutorasOct, pretendemos dar visibilidad a escritoras en nuestro blog. Para ello, tenemos la intención de publicar un relato al día durante todo el mes. Que lo disfruten.

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Día 11: «Tiempo», de Rain Cross

«Tic, toc, suena un reloj…». Esa melodía ronda mi cabeza desde que tengo uso de razón. A ella, se le une el sonido de las manecillas marcando el horario a seguir día a día; una constante que dirige mi vida. Nunca he necesitado poner una alarma para despertarme, ni agendas que me digan qué debo hacer. Mi cabeza está organizada. El tiempo lo es todo.

Mi madre descubrió mi peculiar obsesión cuando tenía cinco años. Se retrasó en darme la merienda. Tic, tac. Tic, tac. Mi cerebro no dejaba de repetirlo. Sentada ante un plato vacío, esperando que alguien lo llenara con un emparedado de mantequilla de cacahuete. Hasta que, finalmente, esas palabras salieron de mi boca: «Tic, toc, suena un reloj…». Ella, que se encontraba en la cocina con un tarro en la mano, se sobresaltó con mi presencia. Acto seguido, le clavé un cuchillo en el ojo. Chilló con tanta fuerza que casi me deja sorda de un oído. Cuando llegó la policía, dijo que había sido un accidente. Una caída. La ambulancia voló sobre el asfalto de camino al hospital. Tuvo que llevar un parche el resto de su vida. Pero aprendió la lección: jamás volvió a demorarse en ninguna de sus tareas. Si lo hacía, escuchaba el principio de mi dulce melodía y corría como alma que lleva el diablo para tenerlo todo listo a su hora. Y es que, como ya dije, el tiempo lo es todo.

Después, cuando cumplí los doce, tuvieron a mi hermano, Richard. El crío llorón no dejaba de robarme lo que más preciaba: tiempo. Y el tic tac sonaba cada vez más fuerte en mi cabeza. Mi madre debió notarlo porque a los pocos meses me mandó a un internado en las montañas de Nueva Inglaterra.

Allí viví los mejores años de mi vida. Las monjas que lo regentaban eran estrictas y cumplían los horarios con rectitud. Las alumnas hacían las chiquilladas típicas de la edad y trataban de evitarme como si tuviera la peste. Era rara, decían. Como las chicas que salen en los videoclips de Alice Cooper. A mí no me importaba mientras me dejaran tranquila. En una ocasión, quedé frente al aula de la clase de Historia con una de mis pocas amigas para dejarle mis pulcros apuntes. Se retrasó diez minutos en llegar. La canción sonó. El tic toc. Y, al verla llegar, le estampé uno de mis libros de texto en la cabeza sin mediar palabra. Las hermanas se pensaron que había sido un juego que salió mal, y ella, ante mi amenazante mirada, se limitó a sonreír mientras la sangre resbalaba por su rostro de porcelana. A partir de ese instante, todas las chicas me tuvieron miedo.  No me quejo de aquello. Gracias a ese… incidente, nadie volvió a retrasarse. Todo iba como un reloj.

«Tic, toc, suena un reloj…». El tiempo pasaba, los años dieron paso a la madurez. Una época en la que yo controlaba mi destino. Mi vida estaba bajo control… O eso creía. Vivía en Ravens Falls, Maine, un lugar tranquilo junto a tres hermosas cascadas. La organización era clave: me levantaba temprano, desayunaba y me marchaba a trabajar a la pequeña biblioteca local. Comida, merienda, cena. Un poco de televisión los días pares y lectura los impares. El sábado cine con Cindy y el domingo, asuntos pendientes. Todo era perfecto, hasta aquel sábado.

El sábado 13 de octubre de 1984. A las once y cuarto de la noche. Había quedado con Cindy, una compañera del trabajo, para ver una película sobre hortalizas asesinas del espacio exterior en el viejo cine, cerca de la plaza del pueblo. Me encontraba ante la puerta de su casa, en mi viejo Chevrolet azul, esperando a que estuviera preparada. Habíamos quedado a las once menos cuarto para llegar con antelación y así comprar unas palomitas dulces. Pasó la hora. Las once menos cinco. Las once y diez… Hasta que apareció, despeinada, como si no pasara nada. Se subió al coche con una sonrisa y se disculpó por la tardanza. «Es que Tom se ha puesto tonto y no me lo podía quitar de encima. Ya me entiendes». Me guiñó el ojo. Pero no, no la entendía. Las manecillas del reloj sonaron tan altas como si estuviera en un concierto de rock: El Tiempo Ensordecedor ofrecía un único concierto sólo para mis oídos. «Tic, toc, suena un reloj». Lo escupí sin pensar. Cindy me miró extrañada y yo le borré esa risita de su cara. Un golpe, dos golpes, tres golpes. A ritmo de los segundos de mi Casio destrocé el cráneo de mi amiga con el antirrobo del coche.

Todo se volvió rojo. El salpicadero se cubrió de sesos y sangre. Y yo, me dirigí al cine a ver la película. Llegué justo a tiempo para disfrutarla desde el principio. En mitad de la proyección, la policía entró en la sala y me llevó esposada a comisaría. Debería haberlo supuesto por la mirada que me echó la taquillera al comprar la entrada.

Una vez bajo custodia policial, me interrogaron con uno de esos focos que salen en los programas sobre crímenes sin resolver que emiten de madrugada. «Llegó tarde», me limité a decir, «habíamos quedado a las once menos cuarto».

Mi abogado alegó locura, y el juez le dio la razón. No entendieron que el tiempo me obligó a hacerlo… Me condenaron al manicomio de Castle Rock, a cincuenta millas de Ravens Falls. Mi nuevo hogar.

No me malinterpretéis, no me quejo de mi destino, me recuerda al internado de mi niñez, salvo por la medicación. Esas pildoritas hacen que me encuentre cansada todo el día. El tic tac sigue sonando en mi cabeza, y los celadores y enfermeras ya saben que deben cumplir mi horario o sufrirán las consecuencias. Incluso los reclusos deben hacerlo. Sam, a las doce del mediodía, se pasea por la sala común hablando sobre pajarillos y un payaso con globos que flotan; Lucy, a las cinco y media de la tarde, juega con sus muñecas en la habitación 118… Si no, saben que acabarán igual que Mary.

Aquella chica sufría un trastorno múltiple de personalidad. Se creía una princesa con dragones y, exactamente media hora después, un unicornio de cuerno rosa. Le encantaba la fantasía. Era puntual, hasta aquel día. A las nueve y cuarto de la noche, Mary se miraba en el espejo y hablaba consigo misma sobre gatos que vuelven a la vida. Eran las nueve y media y aún no estaba en su puesto habitual. Cuando apareció, las manecillas sonaron con fuerza en mi cabeza, y la canción de siempre entonó su habitual melodía: «Tic, toc, suena un reloj».

¡Bom! Golpeé su cabeza contra el cristal una y otra vez hasta convertir su cara en un amasijo de carne y vidrio. Los celadores gritaron. Las enfermeras se desmayaron. La dejé caer sobre el suelo y miré mi obra. Había creado a la jodida Bloody Mary de Castle Rock. Ya podéis darme las gracias por la famosa leyenda urbana.

Y desde entonces, me encuentro recluida en aislamiento. Paso mis días con una camisa de fuerza, esperando a que los doctores decidan si he mejorado y me dejen salir… O lleguen a la conclusión de que no tengo remedio y me apliquen la técnica que tanto adoran: la lobotomía.

Mientras, el reloj sigue sonando. Siento que el horario, fuera de mi celda, se cumple a rajatabla. Tic, toc. Tic, toc. La vida sigue.

El tiempo pasa. El tiempo. El tiempo lo es todo.

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