LLÁMAME BEAN

Llámame Bean, de Alicia Gadi

Este año también, dentro del marco de la iniciativa Leo Autoras Octubre #LeoAutorasOct, pretendemos dar visibilidad a escritoras en nuestro blog. Para ello, tenemos la intención de publicar un relato al día durante todo el mes. Que lo disfruten.

LLÁMAME BEAN

LeoAutorasOct

Día 10: «Llámame Bean», de Alicia Gadi

La modelo XX-T reprimió un grito tan pronto como descubrió la imagen calcada de su rostro sobre la camilla del depósito de cadáveres. Se mordió el labio, volvió a asomarse entre los cuerpos inmóviles de sus compañeras y entonces contempló la piel rígida de la difunta, que había perdido color desde hacía tan solo una semana; el tiempo necesario para incubar y madurar siete clones de la misma talla y altura que ella.

—Todos los clones tarde o temprano tenéis que conocer a la persona que os ha dado la vida. —La modelo XX-Plus golpeaba la carpeta con los dedos rítmicamente, cansada de repetir la misma frase una y otra vez. Refunfuñó bajo la nariz y añadió—: Pero ella no es vuestra madre. Recordad que vuestra madre es el Gobierno y que sin él vosotras no estaríais donde estáis ahora. Os aseguro de que estáis en muy buenas manos y que aportaréis mucho al desarrollo de las tecnologías del país y al trabajo sucio que… —Se puso la mano en la boca y carraspeó.

Las palabras de la modelo XX-Plus, nuestra Superiora, resonaban a lo largo y ancho del depósito. La pulcritud y los rincones vacíos de la sala se llenaban con sus murmullos de hastío. La luz mortecina que colgaba sobre las cabezas de los clones parpadeaba al ritmo de su aliento, que mecía los últimos mechones del cadáver como si fueran su último rastro de vida.

La modelo XX-T no se había recompuesto de la conmoción aún, por lo que volvió a asomar la cabeza apartando con una mano una chica que bien podría ser la difunta que tenía delante de ella. Podrían intercambiarse los papeles y nadie se daría cuenta: que su compañera estuviese muerta, tiesa y pálida sobre la camilla de acero a cambio de la difunta.

Incluso podría ser ella misma el cadáver.

Esa idea le puso los pelos de punta, pero el miedo no la pudo desprender de esa imagen aterradora y espeluznante. Por alguna razón quería seguir observando, perfilar la nariz aguileña con los ojos, comparar la forma ovalada de las uñas, descubrir el perfil del rostro tras una cortina de cabello del mismo color caoba. Inclinarse sobre la camilla y escudriñar cada detalle del cadáver era verdaderamente como contemplarse en el espejo.

Sin embargo, los espejos estaban prohibidos en las instalaciones de clonación.

Entonces, ¿cómo sabía lo que eran? ¿Cómo podía habérsele ocurrido esa idea, esa palabra, ese objeto?

La modelo XX-T cerró los ojos y saboreó cada sílaba de la palabra «espejo». «Reflejo, brillante, yo», pensó. Todo su alrededor estaba repleto de espejos vivientes que observaban la camilla sin ningún reparo. Ni una mota de miedo, asco o sorpresa. La única nota desentonada de esa escena era la modelo XX-Plus: una mujer alta y rubia, con un pendiente largo y plateado que le colgaba de la oreja y que se balanceaba al hablar. En cierto modo su aspecto la relajaba, porque de tanto parpadear todas las mujeres de la sala le parecían identidades falsas. Y es que, de hecho, eran calcos, copias de la anterior.

Una de sus compañeras se hizo hueco con la mano y alzó una chapa metálica que colgaba del dedo gordo del pie de la difunta para leerla. La modelo XX-T intentó adelantarse para ver, pero los brazos y las espaldas le bloqueaban el paso. Las batas de laboratorio que les habían obligado a llevar se le enredaban en los muslos. Cuando quiso darse cuenta, había perdido de vista al clon. Era incapaz de diferenciarla entre cinco mujeres idénticas que asentían con el mismo gesto de sujetarse el mentón.

De mientras, la modelo XX-Plus continuaba con sus explicaciones:

—Esta mujer firmó un contrato con el Gobierno para que, en el momento de la muerte, pudiésemos acceder a sus genes y crear clones con ellos. Es un acto de generosidad y lealtad. Aunque vuestros genes no puedan reutilizarse para la clonación, desde los Altos Mandos esperamos que promocionéis y deis ejemplo al movimiento anticlonación. —La modelo XX-Plus se acarició el cuello. Aún no se había tomado el café mañanero y la mucosidad de la garganta se le estaba resintiendo—. Sin las altas tecnologías del gobierno ninguna de vosotras estaría aquí, ¿de acuerdo? Es hora de que le devolváis el favor y de que le mostréis respeto a vuestra madre por el hecho de haberos parido.

Cerró la cámara con un suave empujón y, al golpear la portezuela del frigorífico, un impacto metálico resonó y puso punto final al discurso de la Superiora. De repente, la modelo XX-Plus repitió la palabra madre con la boca pastosa y se dispuso a accionar el reproductor cuando XX-T alzó una mano.

—¿Por qué nuestra madre? —dijo, recalcando la penúltima palabra—. ¿No es usted un clon también? ¿No debería ser su madre también?

—Qué preguntas más retorcidas. —Cruzó las piernas y mostró una media sonrisa que, en el intento de ser pícara, terminó siendo un espectáculo casi noctámbulo de ojeras, dientes amarillentos y aliento apestoso. En cuanto vio que ningún clon reaccionó, volvió a la compostura seria—. Mostrad respeto al Gobierno y viviréis sin ningún tipo de problema.

Tosió, dando por finalizada la charla, y dirigió una mirada apática a la modelo XX-T.

—Tú —le dijo, porque no había modo de distinguir a un clon del otro—, cuando terminemos con la sesión sube al despacho, por favor.

Ni siquiera el por favor había sido suficiente para calmar la tensión que en ese momento estaba recorriéndole el cuerpo a la modelo XX-T. Recordaría para siempre el gesto de los dedos indicándole que se acercase, esa mirada azul que no sabía leer si era de compañeras o enemigas.

A pesar de la vergüenza que recorrió la piel de XX-T, ninguna de sus otras compañeras reaccionó ante el toque de atención de la Superiora. Se preguntó por qué no mostraban compasión; si algo así le ocurriera a cualquiera de sus iguales, posiblemente XX-T intentaría remediar la situación. O al menos se sorprendería o arrugaría el ceño extrañada. Porque mirara donde mirara, solo se veía a ella misma… Y que los clones reaccionasen de manera distinta a ella la hacía sentir confusa y perdida, como si fuera un péndulo desacompasado.

Y aunque fuera mucho más consciente del mundo que el resto, aún quedaba una cosa que no había llegado a entender: que no todos los clones habían adquirido la misma percepción y sensibilidad que ella. Como clon, nadie —ni siquiera ella misma— se había esperado que desarrollara ese nivel extraordinario de empatía.

Parpadeó.

Cuando volvió en sí, una melodía de cinco notas empezó a resonar a través de los altavoces incrustados en el techo del depósito. Estaban recubiertos de un plástico fino que XX-T relacionó con los estrictos protocolos sanitarios del gobierno. No sabía muy bien cómo, pero el himno fluía con claridad a pesar de la membrana que los protegía. Temblaba y temblaba al ritmo de los agudos y los graves —todos bien marcados y pausados, cada nota mejor calculada que la anterior—.

El himno de la nación sonaba con la misma indiferencia de alguien que había sido obligado a interpretarlo. XX-T intentó mostrarse serena y firme ante el silencio de los clones, pero poco antes del decrescendo una mano le indicó a los lejos que se acercara. Con un pie tras otro, intentando no tropezarse, la modelo XX-T siguió a XX-Plus por las escaleras hasta llegar a unas oficinas impolutas de color blanco y gris.

Desde la planta superior se vislumbraba todos y cada uno de los frigoríficos de la sala, a pesar de que el ambiente en ese despacho no era tan gélido como en los pies del depósito. XX-T, en vez de tomar asiento tal y como le había invitado XX-Plus, echó un vistazo rápido hacia las cabezas de los clones y las contó: seis.

Seis clones como ella.

Seis clones como el cadáver.

Seis clones como… ¿quién?

XX-T inspiró hondo. «¿Y si soy un clon de mis hermanas?», pensó mientras contemplaba la raya del cabello perfectamente dibujada. Desde esa altura casi podía distinguirse el lunar donde empezaba el remolino de pelo. Se llevó una mano hacia la nuca. «¿Y si el cadáver también fuera un clon de alguien? Aunque eso sería imposible…».

La modelo XX-Plus dio media vuelta de forma brusca y el tintineo del pendiente sobresaltó al clon, que se apartó del ventanal de inmediato. Por primera vez no sintió envidia de la Superiora por ser única y distinta a cualquiera de los clones encerrados en esa sala: los tacones tenían pinta de ser incómodos además de ruidosos. XX-T agradeció por un momento que le entregaran zapatos de goma y no manoletinas de vestir. Al fin y al cabo, era la ropa estipulada por el Gobierno y ni ella ni nadie tenía capacidad de elección.

—Veo que hoy has estado algo distraída —empezó a decir XX-Plus con la barbilla alzada—. ¿Te ocurre algo?

El clon arrugó los hombros. Aunque sabía a qué se refería, no tenía claro qué respuesta darle. En momentos como ese no debía contestar la verdad, sino reproducir las palabras que ella quería escuchar.

XX-Plus se echó hacia adelante, rendida, y relajó el cuerpo como si estuviera a punto de darse por vencida. Algunos mechones rubios le resbalaron sobre los hombros y le cubrieron las mejillas empolvadas con colorete. Aunque la mirada siguiera rígida, el clon percibió un deje de cansancio, quizás de compasión. Pero no por ello la Superiora era más débil. En una semana XX-T había aprendido qué eran los sentimientos, pero nadie más que ella entendía que la piedad no siempre significaba debilidad. Ni siquiera era peor o mejor persona por ello.

—Mira, modelo T —murmuró mientras enrollaba y desenrollaba algunos mechones con los dedos—, ocurre que te comportas de forma muy extraña, y ni yo quiero tener problemas ni tú quieres un final desafortunado. Porque ya te imaginarás qué les pasa a los clones defectuosos…

No lo sabía. Nunca se lo había planteado. Pero asintió. La palabra defectuoso se le hizo una bola en la garganta y le puso el vello de punta.

—Por lo que tienes que comportarte al igual que el resto de los clones, ¿de acuerdo? Sea lo que sea no tienes que levantar sospechas y no quiero pensar en cómo los del movimiento anticlonista podrían utilizarte a su favor. —XX-T volvió a asentir, esa vez con un gesto más brusco y seco. Aunque la voz de XX-Plus era en cierta forma dulce, imponía a su manera y le provocaba retortijones en el estómago—. Hazlo por ti y por mí. Es la primera vez que veo un caso como el tuyo y, bien, no sé cómo actuar, para serte sincera.

XX-Plus echó un vistazo rápido a través del ventanal, hacia la sala donde los clones esperaban impasibles a una orden después del himno nacional. Suspiró y se mordió el labio inferior.

—Pero por un momento me has parecido muy… humana, por así decirlo. Así que te lo voy a decir tal y como se lo diría a un amigo, quizás así lo comprenderás mejor: ni se te ocurra salir del molde. No destaques. Hazte pasar como las demás. —Tomó una gran bocanada de aire y finalmente dijo—: Por favor.

«¿Es que no soy humana?», pensó XX-T.

«A pesar de ser un clon, ¿no sigo siendo un ser humano?»

Se contempló las manos. Su cuerpo era una réplica exacta del cadáver, tanto en forma como en aspecto. Almacenaba órganos, pensaba, sentía y, lo más importante, era consciente de sí misma.

¿Qué le faltaba para convertirse en una humana?

—Vale —fue lo único que dijo, suficiente para despertar una sonrisa satisfecha de la Superiora—. Lo haré.

—¡Genial! Entonces baja y sigue a tus hermanas. —Posó una mano sobre la cintura y XX-T se irguió—. Hoy ya habéis terminado el horario del quinto día. Pronto se hará el toque de queda.

El clon empezó a caminar hacia adelante, aunque antes dio un último vistazo al depósito. Desde esa altura, viendo los clones tan pequeños e indefensos, creía sentirse una diosa, una mente maestra que podría controlar el mundo a su gusto. No era un sentimiento voluntario, sino algo que había heredado de los seres humanos que habían nacido en un hospital. «Seguro que me lo han transmitido en los genes», se dijo para tranquilizarse. Pero el propio pensamiento la estremecía.

Sabía que no era verdad.

Ese sentimiento solo podía desarrollarlo ella observando desde las alturas, controlando desde lo desconocido, siendo consciente de las ventajas y las desventajas de las personas ajenas.

No se nacía con la vanidad impuesta.

—Mary, ¿qué tal te va esta noche…? Oh. —Apareció por la puerta un hombre pequeño y de mejillas voluptuosas que se quedó con la boca abierta tan pronto como vio a XX-T—. ¿Estabas con un clon? Lo siento. No debería haberme visto. Me marcho.

XX-Plus alzó un brazo para impedírselo.

—¡No! Brian, puedes quedarte. —Miró de arriba abajo al clon pestañeando muy rápido—. No pasa nada. ¿Quieres que salgamos juntos? Estás muy arreglado, ¿ya has terminado tu turno?

El hombre alternaba miradas nerviosas entre ella y XX-T.

—Mary…

—Estás muy guapo así. Mira, como ya estás listo, en cuanto termine me cepillo el pelo, me repaso el maquillaje y vamos, ¿vale?

XX-Plus hablaba de forma atropellada. Abría la boca con la esperanza de poder suplir el miedo y la desconfianza de Brian con sus palabras, pero no surgió efecto. El hombre dio media vuelta y, tan pronto como cruzó la misma puerta por la que había entrado el clon, las mamparas se cerraron con un sonido hueco.

XX-T miró a su alrededor confusa. Después musitó algo entre dientes. Seguía murmurando para sí misma palabras incoherentes y frases descompuestas, haciendo pausas en cada adjetivo con el que tropezaba. Seguía quieta, rígida, recordando las palabras de la Superiora: «No destaques. Hazte pasar como los demás».

Pero las palabras estaban a punto de estallarle en la boca. No podía seguir aguantándolo más.

Finalmente, la Superiora suspiró, a sabiendas de que correr detrás de Brian machacaría su orgullo y echaría por los suelos su fama de alto estándar. A pesar de su altura y su imagen poderosa, XX-Plus —o Mary, como se había referido Brian— solo era una mujer insegura de sí misma, con un corazón más grande que el que mostraba frente a otros clones. XX-T, por otro lado, sí que había comprobado la verdadera naturaleza de Mary, por lo que tragó saliva, reunió coraje y preguntó:

—No eres un clon, ¿no? —XX-Plus negó con la cabeza—. A pesar de lo que nos haces pensar…

—Para nada. Soy de hospital. —Así era como algunos humanos hablaban de sí mismos para decir que no eran clones. Las imitaciones como XX-T se generaban en las incubadoras de los Centros Clonadores del Gobierno y eran copias exactas de otros humanos que, a diferencia de ellos, sí les correspondía una familia. Lo más cercano a una madre o un padre para los clones era el Gobierno. Esa era la forma en la que el Alto Mando justificaba la eterna fidelidad al Estado.

Aunque XX-T sabía que no le debía respeto a nadie por compartir una misma sangre. Ni al Gobierno ni a ese cadáver que yacía en el depósito. Ni siquiera al resto de sus compañeras, que aún esperaban quietas frente al frigorífico mortuorio, a pesar de que debían de estar pasando frío.

Guapo, listo… —dijo el clon, imitando las palabras que Mary había mencionado antes—. ¿Qué son? ¿Qué significan?

La Superiora se apoyó sobre el respaldo de unas de las butacas y arrugó el ceño, sin entender muy bien la pregunta.

—Son adjetivos —respondió.

—Pero ella…

—¿Ella? —interrumpió XX-Plus. Su voz sonaba como si una burbuja acabara de estallar—. Brian es un hombre.

XX-T, avergonzada sin saber por qué, bajó la cabeza y se contempló las manos, que seguían resentidas por el frío. En ese momento se dio cuenta de que en esa oficina, a diferencia del depósito, no se proyectaban sombras. Los contornos de la piel se recortaban como un dibujo sin delinear. El perfil de las uñas blanquecinas se perdía sobre las baldosas del mismo color. Era extraño; por un momento al clon le costó encontrar los límites de su cuerpo, saber dónde empezaban los pies y dónde terminaban los últimos cabellos retorcidos de la nuca.

—¿Qué es un hombre? —respondió finalmente.

La Superiora abrió la boca, pero no respondió hasta unos segundos más tarde, cuando ya se había aserenado y había entendido la duda que reconcomía al clon.

—Ah, claro. Eso no os lo hemos explicado, tiene sentido. —Asentía con la cabeza lentamente—. Y solo os ponemos en contacto con gente de vuestro mismo género. Hasta ahora solo habéis visto mujeres y habéis aprendido a referiros al resto de clones y humanos en femenino…

—¿Qué es una mujer?

XX-Plus palpó el asiento del sillón como si fuera una madre a punto de hablar sobre relaciones sexuales con su hijo. El clon negó con la cabeza y siguió contemplando el juego de sombras a través del ventanal. A veces el cristal titilaba, lo que hacía que las luces y las siluetas de los clones se entremezclasen.

—Voy a ser rápida y concisa. —Expulsó una gran bocanada de aire—. En el gobierno fabricamos principalmente dos modelos de clones, para que me entiendas: los Bean corresponden a las mujeres y los Fear, a los hombres. —Señaló a XX-T con un dedo—. Tú eres una Bean.

—Bean… —El clon saboreó cada letra de la palabra. Juntaba los labios y los separaba provocando un pequeño estallido con la lengua.

—Lo que os diferencia principalmente es la fisonomía, cuyos genes están relacionados con vuestro donante. Todo lo demás está en manos del Gobierno: la consciencia, la forma de comportaros, el carácter… Eso también explicaría por qué no sabías lo que era un hombre. Nunca te lo han explicado. Además, siempre has hablado refiriéndote a los clones y a mí en femenino. Ni tan solo conocías un segundo sexo. No sé qué opinaría Simone de Beauvoir de esto. —Reprimió una sonrisa. Solo estaba bromeando.

—¿En serio? —musitó XX-T, pensativa—. Una Bean… Soy una Bean.

De repente volvió a sonar una melodía en la lejanía. Esa vez no solo se oía dentro del despacho, sino que el himno retumbaba en todas las instalaciones del subsuelo. El cristal en el que estaba apoyada XX-T, sin embargo, no temblaba. Parecía estar construido a prueba de balas y golpes o —incluso— de clones que, como ella, habían desarrollado una consciencia más profunda de lo normal.

XX-T, con la palabra Bean aún en la lengua, se detuvo a medio camino de la puerta y se paró a pensar en la posibilidad de que otros clones como ella hubieran existido antes; en si los clones se habían revolucionado en algún momento. De cara al cristal del despacho de XX-Plus, donde ni siquiera ella se veía reflejada, XX-T se fue alejando paso a paso, siguiendo el camino de sus compañeras. El toque de queda estaba a punto de terminar y debía volver a la habitación.

Pero ¿por qué lo hacía? ¿Era una reacción instantánea o una decisión propia?

XX-T se despidió de la Superiora con un ligero movimiento de cabeza. El clon no tenía ningún motivo por el que enfrentarse al Gobierno ni atacar al sistema proclonista. Se sentía a gusto en ese cuerpo. Descubrir el mundo que la rodeaba la envolvía de una sensación muy cálida. Quería investigar, deducir y reflexionar hasta que las instalaciones del Gobierno se le quedasen pequeñas.

Y entonces… ¿qué ocurriría?

¿Escaparía?

 

—Es imposible escapar —le dijo una voz.

XX-T levantó la cabeza de la almohada. Buscó el origen de esa voz parecida a la suya. Dentro de la habitación, rodeada de literas oxidadas y tochos de ladrillo mal pintados, cualquier palabra podía confundirse por otra, por lo que el clon no hizo mucho caso. La sonoridad de los dormitorios era horrible, pero ningún clon se había quejado a la Superiora todavía; al fin y al cabo, nadie hablaba a no ser que fuera una necesidad extrema.

—A todos los clones nos implantan localizadores al nacer —volvió a murmurar la voz. Sonaba al igual que el viento arrastraba las hojas de otoño. Las palabras iban y venían, se mecían en el aire, desaparecían. Eran tan volátiles como una fina hoja de papel—. Dedo gordo del pie derecho. Un código seguido de una T: día, mes, año, tanda, nombre del donante. —Tomó aire y dijo—: Taragh. Ese era su nombre.

Todas las clones caminaban de un lado hacia otro buscando las toallas de la ducha y comiendo las barritas de hormonas que les había proporcionado la Superiora horas antes. Aunque la clonación in vitro impedía la reproducción sexual y otros tipos de réplicas bajo microscopio, se les subministraba alimentos con hormonas inyectadas que acelerasen el desarrollo mamario. El proceso de clonación aún no se había perfeccionado y a algunos clones no les crecía el vello púbico a tiempo. Aún quedaba mucho por perfeccionar la técnica, por lo que, en cierto modo, los clones como XX-T formaban parte de un experimento del Gobierno.

«Quizás soy un clon defectuoso», pensaba ella. «Pienso demasiado. Tengo que pensar menos».

Pero cuanto más lo repetía, más dudaba sobre ello. La duda le carcomía la cabeza. Las preguntas nunca dejarían de asaltarle los pensamientos, romperle la rutina, sonsacarla de la monotonía de la vida que le habían impuesto como clon.

Tumbada sobre la cama y arropada con una manta de más, XX-T vio pasar a los clones de una habitación a otra. Poco a poco empezó a distinguir las facciones de cada una de ellas, por lo que dedicó una buena media hora a ponerles nombres como si fueran criaturas que recién había abierto los ojos tras nacer. No sabía muy bien cómo, pero XX-T había aprendido a reconocer y diferenciar a los seis clones. Una tenía la nariz ligeramente más abultada; otra, una ceja más caída; otra, un lunar cerca de la oreja…

«Risa», llamó a la primera.

«Estrella», llamó a la segunda.

«Corazón», llamó a la tercera.

Pronto se quedó sin opciones. XX-T no había oído ningún otro nombre aparte de Mary, Brian y Taragh —ni siquiera sabía qué significaban, o si los nombres propios debían tener un significado en sí— y ni se le había pasado por la cabeza que solo utilizaba palabras que había aprendido a reconocer en las instalaciones del Gobierno. Su vocabulario estaba limitado a lo que le habían enseñado en tan solo cinco días de incubación, maduración y adoctrinamiento.

—Vi el nombre de Taragh en la etiqueta del pie, cuando estábamos examinando el cadáver.

A través de una marea de clones, XX-T descubrió un par de ojos lúcidos que la observaban sin pestañear al igual que un búho a medianoche. Apoyada en el marco de la puerta, con un par de mechones como los suyos cubriéndole las orejas, el clon sonrió. XX-T la reconoció de inmediato: le había puesto el nombre de Cuerpo.

Por alguna razón, sentía que era una palabra que le sentaba bien.

Pero, por otro lado, no. No entendía por qué: quizás por la transparencia de su mirada y la tenuidad de la voz, parecía poder desvanecerse en cualquier momento. Ser incorpórea, volverse un espíritu. Como si tuviera la capacidad sobrehumana de observar a los demás sin que ella fuera descubierta.

—Eres tú —murmuró XX-T, atónita. Quería decirle otras muchas cosas: preguntarle si ella era el clon que le había estado hablando entre las sombras, que si era la misma que había levantado la chapa del cadáver en los depósitos, que por qué lo hacía, por qué actuaba distinto a sus compañeras… Pero en ese instante su lengua solo había sabido pronunciar esas dos únicas palabras. XX-T se sentía frustrada.

—Soy yo —respondió Cuerpo sonriente. Cuando su mirada no era cristalina, se volvía viva y reluciente, y parecía arder del entusiasmo—. ¿Y tú? ¿Quién eres?

XX-T abrió la boca ligeramente, pero no encontró respuesta. Una vez de vuelta en la cama, escondió la cabeza entre las piernas y repasó cada uno de los nombres que había escogido para el resto de los clones. En ningún momento se le había ocurrido elegir un nombre para ella misma. Para XX-T, siempre se había identificado con un simple «yo».

«Pero “yo” significa tantas cosas…», pensó.

La mirada de Cuerpo, que seguía sin dejar de observarla, condujo los pensamientos de XX-T hacia el depósito de cadáveres: la voz imponente de XX-Plus, el himno y la discusión en el despacho. Después, la imagen más derrotada de la Superiora y el hombre por el que no dejaba de suspirar. Mary y Brian, se hacían llamar.

Entonces se le ocurrió una idea.

—Llámame Bean.

—¿Bean? —dijo Cuerpo, sorprendida. Era obvio que no se esperaba una respuesta así—. ¿Como los clones?

XX-T asintió. Le gustaba cómo sonaba y se sentía a gusto con ese nombre. No necesitaba nada más. Nadie tenía por qué exigirle explicaciones mientras fuera honesta consigo misma.

—Lo que quieras. —Le alargó una mano—. ¿Te vienes a dar un paseo por ahí?

Bean se quedó rígida sobre la cama. Todavía seguía prendida de la mano de Cuerpo, por lo que cuando ella dio media vuelta para salir de la habitación, tropezó con los pies y Bean cayó encima. Todos los clones del dormitorio se giraron a la vez, al igual que hacían ante cualquier patrón de actividad no reconocida; pero en vez de ayudarlas, prosiguieron con sus tareas: organizar turnos de ducha y apuntar una a una quién había puesto su ropa en cada lavadora.

Como si el cabezazo le hubiese abierto los ojos, Bean descubrió cómo los clones se organizaban metódicamente, caminaban en fila, seguían las normas al pie de la letra y calculaban cada movimiento, por pequeño e imperceptible que fuera. Nunca nadie les había enseñado a improvisar. Lo hacían de ese modo porque temían no saber reaccionar ni diferenciar lo correcto de lo equívoco.

Pensaba que ella era el único clon que había aprendido a ser consciente de sí misma. Pero aún quedaban en Bean reminiscentes de una vida que en ese momento le parecía muy lejana. Lo vio a través de esos clones que llevaban a cabo sus tareas más básicas: apuntarse en la lista de la colada, secar la toalla tan pronto como salía de la ducha, comprobar el pestillo dos veces antes de encender el agua… Siempre había creído que eran estúpidas manías suyas, pero no. Nunca lo habían sido.

Esas manías eran marcas de su identidad.

De su identidad como clon.

—¿Por qué te has parado? Vamos —refunfuñó Cuerpo. Contemplaba a Bean con el ceño arrugado mientras XX-T miraba hacia todas partes en descontrol, con miedo de que algún clon sospechara de ellas o las reportara a la Superiora.

Cuanto más humana creía sentirse Bean, un gesto cualquiera la devolvía al mundo en que había nacido. Porque, de no haber sido un clon, no se habría detenido en cuanto Cuerpo le había propuesto salir de las habitaciones. Otra señal de identidad de los clones era saber que estaba prohibido salir de los dormitorios tras el toque de queda.

—Es de noche —dijo Bean cohibida.

—¿Lo dices por el toque de queda? —Cuerpo alzó las cejas y abrió la boca. El labio inferior le colgaba—. Va, si cuando mandan todos a dormir apagan las cámaras de vigilancia. No es la primera vez que me voy de aquí a las tantas. Y ¿a que no te has dado cuenta?

Bean negó con la cabeza. Esas últimas palabras del clon le habían convencido de alguna manera, y la curiosidad que latía dentro de ella no podía mantenerla quieta. Los pies empezaron a temblarle. Las pestañas le revoloteaban del nerviosismo.

Entonces se levantó y dejó atrás el dormitorio con la convicción de abandonar parte de la vida que le habían impuesto a Cuerpo y ella, regalándose una libertad que no sabía que necesitaba hasta ese momento. Cruzaron el pasillo a zancadas por delante de los lavabos. En el reflejo veloz y disperso de la pared de aluminio, Bean encontró por primera vez a dos personas distintas entre ellas: envueltas con el cabello castaño, de nariz respingona y uñas redondeadas, Bean y Cuerpo no se parecían en nada. Y a su lado no veía a una hermana, sino a una persona independiente y llena de libertad que infló los pulmones y dijo:

—¿Quieres saber una cosa? La gente, o sea, los clones, se piensan que soy defectuosa. Y como sigas así, pensarán lo mismo de ti también.

—¿Que siga así cómo?

—Así de obvia. —Arrugó los hombros—. ¡Hasta la Superiora te ha llamado la atención hoy! ¿Quieres saber qué hacen con los clones defectuosos?

Bean se mordió el labio. El entramado de pasillos y puertas de las instalaciones le estaba dejando sin aliento y tuvo que relamerse las comisuras un par de veces antes de responder:

—Sí.

—Pues ven. —Tiró del brazo con más fuerza—. Te lo enseñaré.

Subieron y bajaron escaleras. Cruzaron algunos pasillos por los que Bean solía caminar durante el día. Sin embargo, a oscuras, las paredes parecían reflejar sombras y formas inquietas, espíritus callados y ojos que querían ver, pero no ser observados. Sus pasos resonaban en la lejanía y se disipaban en al aire, así que tuvieron que dejar que el tintineo callara primero antes de que Cuerpo dijera:

—De noche todo parece distinto, ¿verdad? A veces solo hace falta contemplar lo mismo con otros ojos para descubrir un mundo nuevo.

Bean se sentía intranquila mientras Cuerpo le enseñaba esos lugares recónditos y desconocidos. Se detuvieron delante de las cámaras frigoríficas durante un instante en el que Bean, arrastrada por la conciencia, quiso tirar del pomo de la puerta. Actuando de corazón pensaba haber ganado otra batalla contra ese subconsciente racional que contenía propio de un clon, pero suspiró en cuanto descubrió que la puerta estaba cerrada bajo llave.

Sin dudarlo ni un momento, Cuerpo murmuró unas palabras de consuelo y Bean buscó refugio en su espalda. El pasillo oscuro de repente se convirtió en una pasarela de cerámica iluminada, blanquecina y empapada en lejía. Bean no recordaba haber estado ahí antes y, por mucho que el abrazo de Cuerpo la intentara consolar, seguía tiritando de arriba abajo porque lo desconocido aún le asustaba un poco.

—¿Por qué las luces de aquí están encendidas? —Los dientes le castañeaban y estuvo a punto de morderse la lengua. No paraba de pensar en qué les ocurriría si la Superiora las descubriera saltándose el toque de queda y deambulando por zonas prohibidas.

—El edificio está dividido por sectores, como si fuese un hormiguero, por así decirlo —empezó a explicar Cuerpo—. Cada zona está destinada a una actividad y hora concretas. Cuando inicia el toque de queda en nuestro sector, empieza la jornada de trabajo de los sastres.

Cuerpo señalaba un ventanal que brillaba debajo de sus pies. Desde la altura del puente podían observar una sala inmensa repleta de clones que cosían, bordaban y remataban trajes que parecían pertenecer a oficiales del Alto Mando. A diferencia del exterior, los clones manejaban la aguja bajo un pequeño y triste haz de luz naranja.

—A esta sala la llamo «la pecera» —dijo Cuerpo con un pequeño atisbo de satisfacción, propio de los buscadores de tesoros—. Tú puedes observarlos desde arriba, pero ellos no pueden saber quién los está mirando. Levantar la mirada podría salirles muy caro.

—¿Qué ocurre si lo hacen? —insistió Bean. Aún no había saciado la duda. Le aterrorizaba conocer la verdad, pero por otro lado quería sentir empatía.

Cuerpo parecía haber estado evitando la respuesta, pero cuando Bean la miró fijamente a los ojos, no tuvo más remedio que ceder. Comprendió que no podía esconderle la realidad al igual que el Gobierno había estado haciendo con ellas.

—No lo sé. Pero imagínalo. —Se inclinó sobre la barandilla y agitó la mano como si estuviera saludando a los sastres—. ¿Qué tipo de castigo podrían imponer en un criadero de clones donde hacen jurar lealtad al Gobierno en contra de nuestra voluntad?

«Insultos, bofetones, amenazas», pensó Bean. La cabeza le daba vueltas. Un último pensamiento le cruzó la cabeza y le puso los pelos de puta. Casi ni se atrevía a suponerlo: «La muerte».

—Puede que no sepamos qué tipo de castigo hay porque no queda nadie que pueda contarlo. —Entonces Cuerpo se dio cuenta de su error al ver la cara de espanto de Bean—. Lo siento. No debería haberlo dicho.

Entonces sonó un bufido lejano, como si una tormenta de verano se colara a través de las rendijas de ventilación. Eran incapaces de imaginar de qué forma el viento podía haber entrado en el subsuelo y revolotear dentro de un recinto cerrado con ese ímpetu. Cuerpo no recordaba que hubiera en las instalaciones del Gobierno ventanas ni respiraderos aparte del sistema de conductos que permitía la entrada de oxígeno a diario.

Pero entonces, como si el silbido la hubiera ensordecido, oyó un pequeño estallido sobre el tímpano y reconoció de inmediato unas suelas de goma acercándose.

Uno, dos. Uno, dos.

Las botas rechinaban sobre las baldosas. En los cinco segundos que transcurrieron —que a Bean le parecieron una eternidad y un pozo de sufrimiento—, se oyó el suspiro pesado y el murmullo de un funcionario.

Cuerpo reaccionó rápido y cogió a Bean por el puño de la bata para sacarla de ahí. Gatearon en busca de un escondrijo o un conducto de ventilación vacío, pero a oscuras el pasillo parecía despejado, como si caminaran a través de nada, a lo largo de un escenario de ensueño donde el recuerdo emborronara el camino.

Mientras Bean corría sin saber qué dirección tomaba, oía cómo las pulsaciones le agitaban el pecho arriba abajo. Le temblaban las piernas y, aunque tropezó un par de veces, logró encontrar el pasillo que les conduciría a los dormitorios. Sin embargo, antes de alcanzar el sector iluminado, las luces se apagaron. Cuerpo contuvo la respiración. Bean entrevió en la oscuridad que el clon le hacía un gesto con el índice para que mantuviera el silencio hasta que los pasos se desvanecieran.

—Cambio de turno —susurró Cuerpo.

Aún sumidas en la oscuridad, Cuerpo palpó el suelo hasta que tropezó con una caja de plástico que utilizarían de asiento. Encogió las piernas, esperando a que ningún otro funcionario deambulara casualmente por ahí.

Bean rompió el silencio con la respiración inquieta:

—¿No es injusto?

Cuerpo alzó las cejas y centró la mirada en Bean. Sabía que preguntaba porque aún no había aprendido a afirmar. Los últimos reminiscentes de su vida como clon relucían en esos momentos en los que Bean tenía miedo a equivocarse. Pero si quería volverse humana, tenía que aceptar sus errores y seguir hacia adelante.

—Es injusto —dijo Cuerpo, asintiendo—. Los clones estamos hechos por y para el Gobierno. En ningún momento nos han dado a escoger la vida que queremos.

Bean empezó a inclinar el cuello poco a poco hacia adelante en busca del rostro de Cuerpo. El parpadeo lejano de algunas luces se reflejaba en el blanco de sus ojos. Una vez que las pupilas se le habían adaptado a la oscuridad, además, encontró la punta de la nariz, que era respingona y brillaba sutilmente con el centelleo de las luces de emergencia.

No pudo dibujarle un sentimiento sobre el rostro: las sombras le emborronaban la línea de los labios y los párpados; pero por el aliento inquieto que exhalaba supo que estaba algo nerviosa.

Le colocó las manos sobre las suyas para tranquilizarla. Cuerpo levantó la barbilla, sorprendida por ese gesto inesperado, pero poco después dejó escapar un aliento largo y tranquilizador. Buscando la piel de la otra, entrelazaron dedos y compartieron el calor mutuo. Se abrazaron. Compartieron hombros y cabezadas.

Cuando quisieron darse cuenta, el tiempo corría más rápido de lo que esperaban y otro toque de queda sonó a lo lejos. Cambio de turno. Pero ellas seguían a oscuras y sentían que podían compartir todos los secretos que quisieran en ese preciso instante.

—A veces me canso de estar aquí dentro. El mundo se me queda tan pequeño… Imagino que me entiendes. —Cuerpo le colocó un mechón de pelo detrás de la oreja de Bean y suspiró—. Pienso mucho en… qué ocurriría si iniciara una revolución. —Carraspeó—. No una revolución de matar ni de provocar guerras, sino de prender una chispa. De prender una chispa y dejar que esta pesadilla se consumiera lentamente.

Bean no habló. Se quedó callada, acariciando los dedos de Cuerpo, recordando una y otra vez la oficina de la Superiora y el cristal a prueba de golpes, imaginando a los clones revolucionándose, escalando el ventanal, rascando el cristal con las uñas hasta hacerse sangre.

Cuerpo dejó escapar una carcajada entrecortada y algo incómoda.

—Lo siento. A veces pienso demasiado en estas cosas y no debería. A mí se me da mejor improvisar.

Otro silencio. La oscuridad ocupaba todo el aire, el espacio que las envolvía, hasta el milímetro de distancia que las separaba de chocar piel contra piel. El tiempo fluía lentamente, las pausas se alargaban. Pero Bean ya no quería marcharse de ahí. No sentía la misma urgencia que antes. Solo quería quedarse al lado de Cuerpo y escuchar su versión de la historia mientras enredaba los dedos y le acariciaba el vello de los nudillos.

—Me he sentido sola durante mucho tiempo. Hacía tiempo que no hablaba con alguien… así —murmuró Cuerpo—. Vivir entre clones es difícil cuando ya no eres uno.

—¿Cuándo te diste cuenta de que no eras como ellos?

—¿Cuándo te diste cuenta tú?

Bean arrugó los hombros y frunció el ceño.

—Simplemente… pasó.

El calor y la humedad de las voces se les pegaba en las mejillas y las carcajadas les provocaban cosquillas en el cuello. Parpadeaban para disipar el rubor, pero ninguna de las dos sabía que estaban tan cerca que casi podían compartir el aliento. Aun así, se agitaban inquietas, seguían jugando con los dedos, buscando refugio en las palabras y en la piel de la otra.

Cuerpo se apartó de golpe, como si un pensamiento fugaz le hubiera cruzado la cabeza, y dijo:

—Antes has dicho que te llamara Bean.

—Sí…

—Yo también quiero que me llames por mi nombre.

Bean abrió la boca, pero no le dijo que ya había escogido un nombre para ella.

—Llámame Alma.

—¿Alma?

—Creo que me identifica bastante por eso de que no soy muy racional tomando decisiones y que soy algo impulsiva. —Rio de corazón por primera vez en el tiempo que llevaba viviendo—. Puedo demostrártelo ahora.

Antes de que Bean pudiera responder, Alma apoyó la frente sobre la piel húmeda del clon y le plantó un beso breve sobre los labios.

Quizás faltaba mucho tiempo para iniciar una protesta y enfrentarse al Gobierno. Pero Bean y Alma sabían que enamorarse era el primer paso de una gran revolución. Y que el amor, sin duda, las convertiría en humanas.

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