#LeoAutorasOct | Un día, un relato | Día 11
Verá usted, doctor, el culpable de todo este lío fue Miguel, el novio de mi hermano. El muy friki se fue de viaje a Japón y me trajo de vuelta aquel té del demonio. Fue el té el que me hizo todo esto, se lo juro.
Bueno, en realidad la culpa la tuvo mi padre. Si él no hubiera tenido catorce dioptrías, yo no habría heredado justo la mitad: siete. ¿Y sabe qué ocurre cuando se es así de cegata, doctor? Pues que en el Boletín Oficial del Estado, en una orden del Ministerio de Fomento que apunta los requisitos para ser piloto comercial, hay una línea muy bonita que dice que el error de refracción no puede superar las seis dioptrías de miopía.
Por supuesto, tampoco podía operarme. Los antecedentes de cirugía ocular son un «no apto» como una casa. Pero es que mi sueño era ser piloto, así que lo intenté todo.
Probé esas lentillas rígidas que se usan por las noches y te deforman la córnea para ver bien por el día sin necesidad de usarlas, pero me provocaron una úlcera. Casi paso de cegata a ciega con todas las letras. Me chuté vitamina A, que dicen que mejora la visión, hasta que el médico del centro aeronáutico me dijo que parase, que me estaba intoxicando y eran por eso los mareos. Incluso traté de usar homeopatía, acupuntura y todas esas sandeces. Nada sirvió.
Ya me estaba rindiendo; pensaba en operarme por la privada y ocultarlo en el reconocimiento, o en sobornar a alguien. Habría hecho cualquier locura. Y al final la hice. Cuando Miguel volvió de Tokio con un maletón enorme cargado de souvenirs y dijo que me había traído algo especial para mí y mis pobrecitos ojos, casi me lo como a besos. Se me pasaron las ganas de besarle cuando me dijo lo que era: una cajita de té.
Resulta, o eso decía Miguel, que en la provincia de Kochi, en un pueblito japonés remoto que se llama Otoyo o algo parecido, hacen un té milenario que tiene un montón de propiedades saludables, diuréticas y de todo. «Goishicha», se llama. Fue a visitar ese sitio con un guía turístico. Estaba plagado de cultivos y de fábricas caseras: hervían las hojas, las dejaban fermentar bajo unas esterillas para que les saliera moho y luego lo prensaban todo en un barril, bajo tierra, hasta que estaba encurtido y lo cortaban en bloques. Me contó tanto la historia que me la sé de memoria.
Pues una de esas fábricas estaba ruinosa, a punto de cerrar; solo trabajaban ya en ella una mujer muy mayor y su hija, que se las veía muy pobres, y a Miguel le dieron pena. Le contaron una sarta de cosas que él se creyó a pies juntillas, claro; que su té «Me Goishicha» tenía propiedades milagrosas que se habían pasado por línea materna y en secreto durante siglos y que, como la última heredera era estéril, se iban a perder para siempre.
Afirmaban que curaba la vista, o que hacía crecer los ojos, o algo así; Miguel tampoco sabía mucho japonés, así que tampoco sé exactamente qué le dijeron. Creo que le avisaron, aunque él lo que me contó fue que no lo tomase más de tres veces, así que yo herví cada cuadradito de té solamente tres veces en la tetera.
¡Menuda tetera! Me la trajo también de allí, una de esas tradicionales en las que metes las hojas sueltas con el agua caliente y tiene un colador en el pitorro. Como venía en bloquecitos y por eso se llamaba así, Goishicha, que significa «té con forma de ficha de Go», eran fáciles de hervir sin ensuciar nada.
Olía aquello a una cosa muy curiosa. Las hojas secas tenían un aroma leve a frutas pasas, a salsa de soja, a caldo y a limón. Parecía más una comida que un té, sinceramente. Cuando las cocí el olor se hizo muy fuerte, punzante incluso; olía igual que unos pepinillos en vinagre, no le miento.
Pero, cuando me lo tomé, su sabor no tenía nada que ver. El té era de un dorado meloso, e incluso sabía a miel un poco, a miel con unas gotas de limón. Me bebí la primera taza de un trago y, al acabar, sentía la boca seca, con un regusto amargo a cuero ahumado. Muy refrescante, eso sí. Parecía que me hubiera zambullido en una bañera fría llena de limones partidos.
Ese día me herví tres veces, ni más ni menos, el cubito de Me Goishicha que me había traído Miguel, porque me insistía que las señoras japonesas habían dicho que tres veces solo. Yo no me creía nada de la curación milagrosa de ojos que decía, pero me había gustado aquel té. Aún quedaba el resto de la caja, que me llenaba la alacena de ese olor a vinagre, miel y ciruelas pasas incluso estando cerrada. A cada hervor el sabor se hacía más suave, más tirando a melaza, y el color un poco más claro; la tercera taza estaba en perfecto equilibrio entre ácido, dulce y sabroso.
¿Puede acercarme el vaso de agua, doctor? Gracias. Así está mejor.
Cuando acabé de tomármelo, fui a cepillarme los dientes. Se me manchó el cristal de las gafas con el agua del grifo, así que me las quité para lavarlo. Si no fuera por eso, a lo mejor ni me habría dado cuenta al mirarme al espejo.
Usted no es miope, ¿verdad? Entonces, le explico. Cuando uno tiene siete dioptrías, empieza a ver mal a medio palmo de la cara. De cerca se ve muy bien, como una lupa, y hasta mejor que sin defectos. Pero de lejos la vida es borrosa, igual que si mirase a través de la mampara de la ducha. Yo no podía salir de casa sin gafas ni lentillas, porque me habría llevado por delante un coche sin que me diera ni cuenta.
En ese momento no tenía claro si era mi imaginación o de verdad, ¿sabe? Era una diferencia tan pequeña. Pero juraría que mi reflejo se había hecho un poquito más nítido, solo un poco; que el borrón de mi cara era un pelín menos borrón y más persona.
No se lo dije a Miguel para que no se le subiera a la cabeza, claro. Ni siquiera me atreví a pensarlo demasiado. Será una ilusión óptica, decía. Impresión mía.
Sin embargo, me lo volví a preparar al día siguiente. Un té para el desayuno, otro en la comida y otro en la cena, antes de dormir. Tres tazas de licor ácido y anaranjado. Solo por si acaso. Lo cocía tres veces y después tiraba el bloque de «Me Goishicha». En la caja había treinta cuadraditos, suficientes para un mes, aunque no hizo falta ni una semana para empezar a asumirlo.
Primero fueron los dolores de cabeza con las gafas. Empecé a quitármelas más a menudo para descansar la vista y mirar al horizonte, que siempre me habían dicho que venía bien. Esa vez, cuando volví a ponérmelas tras no llevarlas un rato, noté que el mundo era demasiado nítido.
Me puse la mano a medio palmo de la cara. La distancia a la que empezaba a ver borroso llevaba siendo esa desde los quince años.
Y la alejé un poco, un centímetro apenas.
Seguía viendo bien.
Volví a alejarla un poquito más, incrédula, y el milagro se acabó; ahí comenzaban a desdibujarse los contornos de mis dedos. Pero había ocurrido algo. En escasos cinco días de tomar aquel té agrio, mi visión había mejorado. Ya no me cabía duda.
Fui al oftalmólogo aquel mismo lunes, después de tomar mi taza del desayuno. Cada vez la acidez era más agradable y sentía un alivio en el cuerpo entero al beberlo, como si me limpiase por dentro. Mientras me ponían los típicos carteles con letras cada vez más canijas en la pared, yo notaba el regusto a limón mojado y carnoso en el paladar.
Tuve que pedir que me lo repitieran, porque la primera vez mi cabeza no lo oyó bien, no lo asimiló. Estaba preparada para oír un «siete» eterno, el mismo que llevaba oyendo más de una década, así que el «seis y media» me entró por un oído y me salió por el otro de tan inverosímil que era.
Seis dioptrías y media. ¿Usted sabe lo que es eso? Claro que lo sabe; lo sabe como médico y, para usted, significa una medida de visión, la refracción de una lente en cierto grado y no sé qué más historias. Pero no sabe lo que es para alguien como yo.
Alguien para quien una sola dioptría ha sido el obstáculo en su vocación desde que tiene memoria. Alguien que soñaba con surcar el cielo y que comía zanahorias de pequeña como quien come chupachuses, porque así vería mejor. Alguien que procuraba no leer, ni usar el móvil, ni mirar la televisión muy de cerca, para que no le subiese esa última dioptría que le alcanzó a los quince años como una flecha y le derribó los sueños.
Para mí aquello fue un tren cargado de adrenalina descarrilándome en el pecho, un puñetazo de esperanza en medio de la garganta. Me temblaba toda la piel al salir de la consulta. Había perdido media dioptría en una semana bebiendo aquel condenado té y necesitaba compartirlo con alguien, hacerlo realidad a través de mi boca.
Miguel fue el único que me creyó. En realidad fue el único al que se lo conté; él me había traído el «Me Goishicha», él me había convencido de tomarlo, y me parecía justo confiárselo. Además, necesitaba saber si podía conseguir más; en menos de un mes se acabaría la caja y me asustaba la idea de que la miopía me creciera de nuevo al dejar de consumirlo. Estaba a media dioptría de tocar mi sueño con los dedos.
Buscamos; en una tienda online vendían «Goishicha» normal, pero no el «Me Goishicha» que curaba ojos. Habría hecho falta viajar de nuevo a Otoyo para obtener más té de aquel y eso no era posible.
Así que quise alargar mis reservas todo lo posible. Cocí los bloques más veces; empecé por darles una cuarta hervida y, como sabía igual de bien, solo que quizá más suave el sabor ácido y meloso, traté de hacerlo una quinta y una sexta, para que me durase cada cuadradito de hojas comprimidas dos días y no uno solo.
Para cuando me llamaron de la óptica avisándome de que ya tenían mis gafas con la graduación nueva, había vuelto a bajar.
Aquel número seis, pequeño y negro sobre el papel blanco del informe ocular, era la cosa más bonita que había visto nunca en la vida. Me lo llevé a casa y lo enmarqué en mi pared; mientras tanto, pedí cita en el Centro Médico Aeronáutico que hay en Torrejón de Ardoz, para hacerme cuanto antes la revisión.
Y me dieron la cita, ¡a dos meses vista! ¿Usted se lo puede creer? En primer lugar, la quería lo más pronto posible, porque tenía una sensación como de estar soñando, de que en cualquier momento iba a despertarme y mis ojos volverían a ser exactamente igual que antes. Pero, aparte de eso, ¡dos meses! ¡No me iba a llegar el té para tanto tiempo!
Decidí seguir tomándolo aunque ya hubiera alcanzado las seis dioptrías, no fuera a ser que al dejarlo me volviese a crecer la miopía otra vez; si era así, al menos, intentaría reducirla todo lo posible para que en la revisión me salieran seis o menos de seis. De hecho, Miguel y yo intentamos buscar a ver si alguien sabía algo de las propiedades del «Me Goishicha», pero nadie, ni en internet ni en círculos de aficionados al té, había oído jamás hablar de aquella variedad.
Espere, me está picando la lengua. ¿Puede acercarme otra vez el vaso de agua, doctor? Gracias, gracias.
Cuanto más bebía, más rápido me bajaban las dioptrías. No daba abasto a ir a la óptica a por lentillas nuevas, así que las compré online, de estas de usar y tirar, de varias graduaciones distintas para poder ir cambiando.
Ver a un palmo de distancia. Cinco dioptrías. Ver a dos palmos. Tres dioptrías. Era vertiginoso. Era embriagador. Era ácido como el té, literalmente; me lloraban los ojos continuamente y las lágrimas que vertía no eran saladas, sino levemente agrias. El olor a vinagre y melaza me acompañaba todo el día, un perfume que no tenía que echarme, sino que surgía de mi piel al sudar.
El primer día que reconocí mi rostro en el espejo del baño fue un sábado. Lo recuerdo porque no madrugué para ir al trabajo; me lavé la cara y, mientras me la secaba, me asusté porque creí que me había dormido con las lentillas puestas y por eso veía bien.
Le pedí a Miguel que me acompañase cuando salí a la calle sin gafas ni lentillas por primera vez. Aún notaba que era algo miope, pero, aunque no podía distinguir las hojas individuales en las copas de los árboles, ni las caras de transeúntes a lo lejos, veía lo suficiente como para atreverme a ir con los ojos desnudos sin que me arrollara un coche.
Recuerdo el día que subí a la terraza del Círculo de Bellas Artes. Desde allí tenía todo Madrid enfrente: las casitas diminutas con sus azoteas y ventanas, la gente pasando por la calle de Alcalá, los coches reluciendo al sol. Una filigrana increíble y, sobre todo, nítida.
Verá usted, ni con gafas ni lentillas había vivido yo algo así. Los cristales de las lentes se empañan, se ensucian; si una mira hacia el lado, se cortan abruptamente y deja de verse. Las lentillas irritan, te secan los ojos, se les cuela una pestaña por debajo y quieres sacártelas con una cuchara de lo mucho que duele. Esto eran mis ojos, mis ojos con vista perfecta. Qué poco se valora algo tan simple y tan bonito como ver, ¿no cree? Aunque sea ver mal. Yo no apreciaba mis ojos y mire ahora dónde me encuentro.
A todo esto, por aquel entonces aún me quedaba media caja de té. Me lo seguía tomando cada mañana, mediodía y noche, como una medicina. ¿Sabe usted el Dalsy, ese jarabe para los niños que sabe a naranja? Lo intentaron prohibir porque hubo un caso de un crío que se tomó el bote entero porque le gustaba el sabor. Pues igual me sentía yo. Me había hecho al gusto del «Me Goishicha», con su acidez suculenta, y esperaba ávida la hora de volvérmelo a tomar todos los días.
¿Le he dicho ya lo refrescante que era? Tanto que, cuando me duchaba, tenía que hacerlo con agua caliente, porque una ducha fría se sentía como un sucedáneo pobre de aquella sensación. Además, el calor me hacía sudar. Y mezclado con el agua, mi sudor, que olía a té encurtido y a azúcar, resultaba como bañarse en una tetera inmensa. A veces, al salir del baño, me picaba la piel por dentro; aunque me rascase, no paraba hasta que me tomaba la siguiente taza del día.
Estando en el trabajo noté la primera hinchazón. Ya veía bien del todo; hacía creer a mis compañeros que llevaba lentillas, porque no quería preguntas incómodas.
Andaba yo respondiendo un correo electrónico cuando sentí que mi mano izquierda estaba como entumecida, que me costaba teclear correctamente y que me hormigueaba. Al mirarla, la tenía algo abultada, inflamada, justo en medio de la palma. Parecía que me hubiese picado un insecto. Uno muy gordo.
Fui al baño para lavármela y, allí, mirándome en el espejo del lavabo del trabajo, me descubrí otro bulto hinchado, igual que el de la mano, en plena mitad del cuello. Casi como si tuviera nuez.
Era primavera, así que lo achaqué a una alergia que tengo al polen. O podía ser algún bicho traicionero que se hubiera colado en mi cuarto la noche anterior y me hubiese acribillado. Picaba, sí, pero rascarme no me aliviaba.
Aquella tarde, en la ducha, me encontré tres nódulos más; en la espalda, en un muslo y en el empeine del pie. Si los miraba de cerca —¡Qué bien veía, por cierto! ¡Distinguía cada detalle, a la distancia que fuera!—, mi piel estaba enrojecida, justo en el centro de cada uno. Se sentían tiernos por dentro al tocarlos con un dedo.
Pasé una noche terrible. Daba vueltas en la cama y no conciliaba el sueño, igual que cuando, en verano, entra un mosquito en el cuarto y te pica en un lado, luego en otro, y te levantas mil veces rascándote y blasfemando. ¿No le ha pasado a usted nunca? ¿No? ¿Ni siquiera en un apartamento en la playa? Pues a mí sí.
Al despertarme me duché otra vez, pero no me alivió nada. Lo único que hizo algo fue tomarme la taza de té del desayuno. Fue como si la acidez me calmase aquel sarpullido pringoso que cada vez se hinchaba más. Sí, pringoso; el centro de cada bulto había empezado a exudar un líquido amarillento, quizá de tanto rascarme.
Quise pensar, en aquel momento, que olía a té; pero, claro, ya lo hacía cada poro de mi cuerpo. No era raro que lo hicieran, también, aquellos flemones blandos.
Ocurrió en plena Semana Santa.
Habría ido al médico entonces, pero me daba pavor que me encontrasen algo que resultara excluyente en el reconocimiento para ser piloto. Pensé que la fiebre y la inflamación se me bajarían solas con algo de ibuprofeno.
Estaba tirada en la cama, igual que ahora, con el móvil en la mano. Tenía las persianas bajadas porque la luz me hacía daño. Parecía que tuviese una resaca espantosa; me dolía la cabeza y casi no tenía ánimos para levantarme. Solo me había tomado mi taza de «Me Goishicha» en el desayuno y había vuelto a mi cuarto.
Lo recuerdo bastante bien.
Fue como si, de pronto, alguien me hubiera acercado la pantalla del móvil al rostro y me estuviera cegando. Lo veía muy cerca y a la vez seguía teniéndolo entre mis dedos. El brillo era doloroso. Hiriente.
Pero no lo sentía en los ojos. No lo sentía en la cara.
Lo sentía en la palma de mi mano, un dolor punzante que me subía brazo arriba. Tuve que cerrarla en un puño para que me dejase de doler y, entonces, dejé también de ver ese resplandor.
El dorso de la mano me palpitaba como una vena hinchada a punto de reventar. No me atrevía a abrirla. Se me clavaban las uñas en la carne inflamada de la palma, pero yo dudaba. Mis tripas no querían que lo hiciese.
¿Es usted de los que arrancan de golpe las tiritas para que duela menos, doctor? Porque yo no. Yo soy incapaz. Yo voy poco a poco, despegando una esquinita, viendo cómo se me engancha en el vello y me lo saca de la piel. Y lo mismo hice con esto; fui levantando los dedos, uno por uno, revelando debajo el bulto. Era un pellejo encarnado, plegado sobre sí mismo, en cuya línea central crecían pelos.
Hasta que no se abrió, no supe que era un ojo.
Supuraba una lágrima de color anaranjado, de olor a limón, a miel y a vinagre, que se pegaba a las pestañas. El iris era castaño, como los míos, y recuerdo que ese dato me sorprendió. No tanto por el color, sino porque podía compararlos sin mirarme al espejo. Veía mi propia cara desde la palma de mi mano.
Tuve que cerrar los párpados —los de mi rostro, es decir— porque me estaba mareando. ¿Sabe esa sensación de túnel infinito cuando dos espejos se encuentran? Imagínese lo mismo, pero en su propia mirada.
Y, con los ojos cerrados, desde mi mano veía; era una visión borrosa, sí, pero veía. Tardé un buen rato en darme cuenta de a qué me recordaba ver así: a ser miope, ni más ni menos. A mis siete dioptrías, con las que había convivido casi treinta años, tan pronto olvidadas.
Eso fue hace dos semanas, si mal no recuerdo. Los demás fueron apareciendo en los días siguientes; el bulto del cuello se me desgarró mientras me daba una ducha y me entró jabón en ese ojo, por ejemplo. El del muslo me rozaba contra el pantalón y tuve que usar falda a partir de entonces; lo mismo el del pie con los zapatos. Con el de la espalda hasta me reí; ahora sí que podía decir que tenía ojos en la nuca.
Cada día me encontraba hinchazones nuevas que iban evolucionando, de bulto a carne tumefacta con pestañas que nacían de la piel y, de ahí, a abrírsele una raja por la mitad y ser un ojo entero. No podía tenerlos todos abiertos a la vez, o me aturdía ver tanto y por tantas partes.
¿Que por qué no fui al médico antes, dice? ¡Ay, si hubiera podido! Pero pruebe usted a andar teniendo ojos en las plantas de los pies.
Además, por aquel entonces aún me quedaba té.
El día que llamé a la ambulancia fue el mismo que se me acabó la caja. Si Miguel me hubiera traído dos en vez de una sola, todavía seguiría ahí, cubierta de ojos, metida en la cama, saliendo solo de ella para beber «Me Goishicha». Así estaba cuando vino el SAMUR. Me seguían saliendo bultos, aunque ya no lo tomase; más despacio, eso sí.
¿Cuántos me han extirpado, doctor? ¿Cuál era el número concreto?
Vaya. Cincuenta y ocho ojos. ¿Qué han hecho con ellos? Quizá podría donárselos a alguien, ¿no? Ah, que los están estudiando. Claro, es normal, supongo que mi caso es único en el mundo.
¿Puede acercarme otra vez el vaso de agua, por favor? Me vuelve a picar la lengua. Es muy molesto. Debería callarme ya; cuanto más hablo, más se me hincha.
No, no se preocupe. Estoy acostumbrada. Pero creo que no falta mucho. Empieza a costarme articular las palabras. Menos mal que me ha dado tiempo a contarle todo esto, ¿verdad? Quién sabe si, después de la operación, podré seguir usando la lengua.
Es curioso, pero me alegro de que este ojo me esté creciendo en la boca, al fin y al cabo. ¿Entiende por qué, doctor? Porque ya empieza a supurar. Lo noto. Lo saboreo.
Sabe a té.
5 Comments
Wooooooooo!!! Me ha encantado, qué maravilla, que imaginación. Enhorabuena ;3
Me ha gustado mucho, el estilo coloquial, directo, sencillo me ha hecho no dejar de leer hasta llegar al final. Enhorabuena a la autora, ha hecho un trabajo fantastico 🙂
Un relato espléndido que me ha fascinado y enganchado por igual. Mi mas sincera enhorabuena a la autora ; )
¡Muy buen relato!
Tiene un estilo muy ameno y va soltando información en las dosis justas hasta llegar a la revelación final. ME ha gustado mucho 😉
¡Nos leemos!
Normalmente no reconozco a los buenos actores hasta después de verle actuar en varios papeles. Hasta olvidarme del intérprete y solo devorar el personaje. Cuando leo me pasa lo mismo. Consigo distinguir buenas escritoras y escritores cuando me olvido de que estoy leyendo. Felicidades, Haizea.