ORIGEN

Origen, de Nieves Delgado

ORIGEN
Foto de Milada Vigerova para Unsplash
Relato perteneciente a la segunda edición de «UNO», de Nieves Delgado.

 

Siempre he intuido que la verdadera sabiduría no se muestra. Que es autoconsistente, que no necesita exhibirse. Sé que debe haber personas sabias, no muchas pero sí muy sabias, a lo largo del planeta, y que encontrarlas es tan solo cuestión de suerte. Por eso, cuando escuché hablar de Mishka Sharma en mi viaje a la India, supe que tenía que ir a verlo.

Abandoné el grupo durante una tarde y cogí el autobús destartalado que me llevaría al pueblo, Yercaud, que había oído nombrar en el mercado. Todo era una locura. Yo era una mujer occidental que se había separado de sus amigos en un país exótico y que, lo mejor de todo, no estaba muy segura de por qué lo había hecho. Sentada en el autobús, miraba por la ventanilla los colores vivos de las casas, los saris de las mujeres que íbamos dejando atrás, los tenderetes montados al borde de la carretera, y me dejaba inundar por los olores a especias, a fruta madura, a sudor y excrementos de animales. Todo tan excesivo e impresionante que todavía no me había acostumbrado, a pesar de llevar ya casi diez días en el país. Y tan diferente a mi entorno habitual, repleto de cables, procesadores y semiconductores. A veces me parecía simplemente increíble que ambos mundos existieran en el mismo planeta.

Pero yo iba a lo que iba, así que cuando el autobús llegó, aparté todos aquellos pensamientos y me dispuse a empezar la búsqueda.

Seguí las instrucciones del guía, que se había quedado en el hotel con el resto del grupo, y callejeé en dirección sur hasta que di con la casa. Como me había dicho, no me resultó difícil encontrarla, pues había un continuo ir y venir de gente que entraba y salía. «Si nadie te dice nada», me había explicado, «puedes entrar sin problema. Allí va gente de muchos sitios y Sharma los recibe a todos. Pero sé discreta y respeta lo que suceda, aunque no lo entiendas. Él es un hombre mayor y a veces se cansa, no es la primera vez que deja plantado a todo el mundo para echarse una siesta».

Tuve suerte. Entré en la casa y un pequeño pasillo acordonado, ya habilitado para las visitas, me llevó hasta un patio en la parte de atrás. Tal vez me había equivocado. Aquel hombre era popular, demasiado popular para que todo aquello fuera algo limpio. Mi mente escéptica buscaba signos de engaño y se preparaba para la decepción; puede que estuviera ya demasiado acostumbrada a ella y que fuera yo en realidad quien la buscaba. El caso es que llegué al patio, que desembocaba en un pequeño jardín ocupado por varias decenas de personas sentadas. Frente a ellas, un hombre menudo, de edad avanzada, rompía el profundo silencio que solo podía responder a un estado colectivo de devoción y respeto. Aquel cuerpo enjuto que reposaba sobre una silla me dio la sensación de no ser más que una cáscara, una envoltura que sostenía algo mucho más grande. Es probable que aquel ambiente me sugestionase más de lo que estaba dispuesta a admitir. Al fin y al cabo yo era una científica de vacaciones, un ser racional capaz de no dejarse influir por las apariencias, pero juro por mi vida que sentí que aquel hombre no era humano en el sentido estricto de la palabra.

Me senté al fondo, en ese momento Sharma hablaba del amor, de cómo llamamos amor a algo que no lo es y, sin embargo, rechazamos por completo el verdadero acto amoroso, que consiste en deshacerse de las emociones. Yo no entendía nada, pero quedé hipnotizada por completo. Cada vez más, tenía la clara impresión de estar ante alguien muy especial, alguien insertado en el mundo de manera mucho más profunda que los demás. Solo el hecho de mirarlo ya transmitía paz. Y aun sin entender la mayor parte de lo que decía, sus palabras parecían verdades incuestionables que manaban de un pozo al que solo él podía acceder. Hasta las pausas parecían necesarias, medidas, naturales. Todo encajaba a la perfección en aquel jardín.

Intenté alejarme mentalmente de esa sensación y percibir desde fuera lo que estaba pasando, sin dejarme atrapar del todo. Seguro que los charlatanes sabían crear muy bien ese tipo de estados en las personas. Tenía que estar alerta.

Terminó la disertación sobre el amor y al final vi cómo una mujer daba las gracias. El discurso había sido la respuesta a una pregunta. Se levantaron entonces varias manos y el anciano clavó su vista en una de aquellas personas, un hombre sentado a su derecha. Le estaba dando paso.

―Yo ya no soy joven ―comenzó el hombre, cuya voz parecía confirmar lo que decía, aunque no pude verle la cara porque lo tenía de espaldas―, pero a lo largo de mi vida he podido comprobar lo que es el sufrimiento. Todo el mundo sufre, de un modo u otro. ¿Qué se puede hacer con eso? ¿Sabe usted cómo podemos librarnos del sufrimiento?

Sharma hizo un breve gesto de asentimiento con el que cerraba la pregunta. Luego quedó en silencio. Durante al menos un minuto él y toda su audiencia mantuvieron ese silencio. Finalmente, tras una amplia aspiración, comenzó a hablar de nuevo.

―El sufrimiento, cualquier sufrimiento, nace de nosotros mismos. De nuestras expectativas. De nuestros deseos. A lo largo de la vida el dolor es inevitable, claro. Aparece cuando menos te lo esperas; cuando muere un ser querido, cuando un amigo te traiciona, cuando caes gravemente enfermo. El dolor es parte de la vida. El sufrimiento nace de la manera que tenemos de enfrentarnos a ese dolor.

Conocía ese discurso. «El dolor es inevitable, el sufrimiento es opcional», una enseñanza budista. Siempre me había parecido una frase facilona, como esas de autoayuda que quedan muy aparentes pero no sirven de nada. Mi nivel de interés bajó en picado en ese momento.

―No se trata de que haya que ignorarlo. Ni tampoco combatirlo. Se trata de entender qué es ese dolor y de dónde surge. De que el hecho mismo de enfrentarlo ya es una nueva fuente de dolor. Hablo del dolor psicológico, claro. Del sufrimiento que nos infligimos a nosotros mismos. No hay sufrimiento si no hay alguien que sufre.

Aquello me interesó. Parecía un galimatías, pero intuí una coherencia interna que era incapaz de ver en ese momento. Se me ocurrieron un montón de preguntas pero no me atreví a decir nada; la gente escuchaba con atención y no parecía que nadie más deseara preguntar. Debía ser el protocolo habitual en aquellos encuentros.

―Usted ha preguntado por el sufrimiento ―continuó Sharma―, pero en realidad pregunta por su sufrimiento. Porque usted solo tiene una visión del sufrimiento, que es la que se produce desde su propia identidad. Y, sin embargo, la pregunta adecuada era la primera, porque todo sufrimiento nace del mismo sitio. Eso es lo que no ve, que el sufrimiento de todas y cada una de las personas es el mismo. Que en la frase «Yo sufro» el problema no es el «sufro», sino el «yo».

»Veamos entonces qué es ese «yo». Si usted va al fondo del asunto, se dará cuenta de que eso con lo que se identifica se puede definir perfectamente en base a un conjunto de situaciones con las que también se identifica; su nombre, su trabajo, sus aficiones, la gente a la que quiere… es decir, que no existe una definición de usted que no provenga de fuera de usted mismo, de sus experiencias y de su interacción con el mundo. En realidad, usted no existe. O sí existe, pero como un proceso y no como una identidad. Su «yo» es algo que genera su propia mente y que le permite construir la ilusión de seguridad, de permanencia. Pero nada es seguro y nada permanece, de ahí el sufrimiento.

Fue una sensación física. Como si el cerebro, de repente, se encendiera. Noté una especie de corriente que me recorrió toda la cabeza y que bajó por mi cuerpo, erizándome el vello corporal a su paso. Aquel hombre estaba hablando de algo que conectaba directamente conmigo. Con mi trabajo, que consistía en coordinar el primer programa de simulación completa de un cerebro humano. Me había leído docenas de estudios, libros y artículos sobre los últimos avances en neurociencia y todo parecía apuntar a que la consciencia no era más que un proceso emergente. Algo que surgía en algún momento del desarrollo humano y que no parecía obedecer a una causa concreta. ¿Podía ser que esa percepción de uno mismo, el «yo» del que hablaba Sharma, no fuera más que un truco de la consciencia para justificar su propia existencia?

Un invento.

―¿Qué es lo que hace que usted perciba el mundo como un lugar lleno de sufrimiento? Que tiene que fijarse a ese mundo de alguna manera, asegurarse de que sigue siendo usted en todo momento. De otro modo desaparecería, se diluiría en todas y cada una de las cosas que lo rodean. Tiene que generar esa sensación de seguridad, aunque esa seguridad no existe porque todo está en continuo cambio. En movimiento.

Volvió de nuevo a mí esa sensación de estar ante una carcasa. Ahora entendía mejor mis propias percepciones. Aquel anciano hablaba, pero era como si no hubiera nadie dentro de ese cuerpo tan frágil. Y, al mismo tiempo, como si estuviera en perfecta sintonía con el jardín entero. Las personas, las hojas de los árboles, lo escasos pájaros que cruzaban el cielo; todo era Sharma en ese momento. Sharma era un todo con el universo.

―Así que usted genera la ilusión de que es alguien separado de cualquier otro. Se define a sí mismo por negación, porque usted no soy yo. Ni tampoco es ningún otro. Y esa separación es sufrimiento.

El infierno son los otros.

―No puede usted dejar de sufrir porque, haga lo que haga, lo está haciendo alguien. Y mientras ese alguien no desaparezca, seguirá habiendo sufrimiento. Ni siquiera puede usted buscar la manera de terminar con ese alguien, porque esa búsqueda ya implica que alguien está buscando. Así que la única manera de dejar de sufrir es terminar con su «yo» y descubrir por fin que nunca ha estado solo.

Pero no se puede hacer, porque si buscas cómo hacerlo, la posibilidad desaparece.

―Lo único que puede hacer es comprenderlo. Observar este hecho y comprenderlo. No huir del sufrimiento, porque eso refuerza la ilusión, ya que necesariamente debe haber alguien que huye. Centrarse en él y observarlo, para que su «yo» no lo pueda alimentar. No se puede llegar a la disolución del «yo» mediante acciones, pero sí se puede no darle alimento.

Usted no existe.

La separación es el sufrimiento.

No se puede llegar mediante acciones.

Solo si desaparece la separación entre usted y el mundo dejará de percibir el mundo como algo hostil.

Sé que hubo más charla, pero yo ya no la escuché. Se me había encendido una luz en la cabeza y era algo importante, algo que no podía dejar pasar, así que desconecté del exterior y empecé a reorganizar mis ideas. De repente, el proyecto en el que trabajaba me pareció algo muy pequeño. Conseguir la simulación de un cerebro humano era solo cuestión de tiempo; de hecho, el proyecto estaba tan avanzado que los más optimistas calculaban que en un año estaría terminado. Pero en el horizonte aparecían tecnologías tan potentes que pronto dejarían esos logros anticuados. Los ordenadores cuánticos, por ejemplo. Qué no sería posible con uno de aquellos.

Salí de la casa aprovechando lo que me pareció una pausa, aunque me daba un poco igual; intenté no molestar y me fui. Tenía la sensación de estar amarrando algo grande y me sentía pletórica, como si hubiera descubierto el secreto que resuelve la escena de un crimen. Y esa sensación persistió en mí durante mucho, mucho tiempo.

Hasta que finalmente, años después, logró cristalizar en un proyecto aún mayor. Uno que tal vez sí podría hacer algo definitivo por la humanidad.

El proyecto al que dediqué el resto de mi vida.

 

 

Extracto de la información motivada del Proyecto UNO, incluido en la biografía de la doctora Celia Tabares, directora del proyecto e impulsora de la Fundación UNO para la búsqueda y atención a sujetos de nivel 5.
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