El oráculo

El oráculo de Gugal, de Iulia Olmeda

Este año también, dentro del marco de la iniciativa Leo Autoras Octubre #LeoAutorasOct, pretendemos dar visibilidad a escritoras en nuestro blog. Para ello, tenemos la intención de publicar un relato al día durante todo el mes. Que lo disfruten.

El oráculo

#LeoAutorasOct

Día 8: «El oráculo de Gugal», de Iulia Olmeda

Daxar llevaba varias horas haciendo cola y a estas alturas el calor denso y húmedo resultaba ya del todo insoportable. El hombre que tenía al lado, de tanto en tanto refunfuñaba un:

—En octubre y con estos calores, esto no es ni medio normal.

Daxar no sabía qué responder, puesto que desde que tenía uso de razón los octubres eran así. Por enésima vez, introdujo una mano de dedos trémulos en el bolsillo del zurrón para asegurarse que el tributo seguía ahí donde debía estar. Lo había comprobado tantas veces que el frescor de las monedas se había desvanecido y ahora el metal estaba tan tibio como el ambiente y húmedo como su piel sudorosa. Al principio de la cola, había asociado el estado de sudor y temblores en el que se encontraba su cuerpo al fulgurante sol que no daba tregua a los visitantes que esperaban, por mucho que gozaran de la protección que proporcionaba la sombra de los ocasionales árboles. A Daxar le llevó un buen rato darse cuenta de que en realidad lo que le pasaba era que estaba nervioso.

¡Tenía todo el derecho del mundo a encontrarse así! Era el representante de todo su pueblo ante el oráculo: era el responsable de pagar la tasa correspondiente, de realizar el sacrificio y de efectuar la consulta.

Se pasó el dorso de la mano por la frente y por el resto de la cara, tratando inútilmente de librarse del exceso de sudor. Daxar se secó la mano en la tela de la toga y se obligó a relajarse. Para ello, su mente recurrió a evocar el recuerdo del edificio de la asamblea, con su fresco interior. Allí los ciudadanos habían discutido si no les convenía adquirir el derecho de promancia y ganarse así el privilegio de no tener que esperar, puesto que la cuestión que les atañía era urgente. No obstante, las cosas no les iban muy bien. Solo para recaudar el dinero que costaba la tasa del oráculo habían necesitado guardar los ingresos de tres mercados consecutivos.

—¿Daxar de Denremi?

—Sí, soy yo. —Dio un respingo de sorpresa. Eran las primeras palabras que pronunciaba en horas y su voz surgió rasposa de su interior.

—Es tu turno. —El guardián del templo apoyó una poderosa mano en el hombro de Daxar. Este echó a andar. Casi le daba la sensación de que se lo estaban llevando de forma forzada—. ¿Tienes el donativo? —Asintió con la cabeza enérgicamente. Temió que su voz le traicionara—. ¿Y el sacrificio?

Daxar había pasado días enteros rebuscando en los inmensos campos de cubos vacíos y de espejos apagados, ya que los ancianos de la asamblea habían prometido a los niños que el primero que encontrara un sacrificio apropiado para el oráculo tendría el honor de visitarlo.

Él había crecido con las historias de Feisbú, la deidad de las mil caras; de Tágram, deidad de la belleza; de Tuita el mensajero y de Alapó el dios del comercio. Pero por quien más fascinado se había sentido era por el todopoderoso Gugal y la infinita información que tenía a su alcance como dios del conocimiento. ¡Lo sabía todo! Solo había que saber hacerle las preguntas precisas.

De modo que había pasado jornadas enteras rebuscando en aquel campo de miasmas nocivos hasta realizar tan preciado hallazgo. Daxar no tenía duda alguna de que había sido el propio Gugal quien había premiado su curiosidad aquel glorioso día. Abrió el que era el centésimo espejo apagado del día con el puñal que llevaba para estos fines y entonces lo vio: una alargada regleta verde con diminutas conexiones.

—Sí, sí —respondió al guardia. Daxar palpó la tela del zurrón y notó el bulto que buscaba.

Antes de que el guardia lo instara a continuar andando, le dio el tiempo justo para leer brevemente el lema que aparecía en la fachada: «Conócete a ti mismo». Pasaron por un pórtico de columnas y penetraron en el templo.

Daxar agradecía el frescor que se respiraba dentro, pero no pudo evitar que un escalofrío recorriera su columna al introducirse en una oscuridad que parecía tener una presencia casi palpable en aquel sitio. Olía a húmedo y a otra esencia que no supo identificar, con un cierto olor a quemado. Pudo intuir que las paredes del templo estaban adornadas con frescos, aunque no pudo apreciarlos con toda la atención que habría deseado en parte por el rápido paso del guardia y, por otra, por la escasa luz que esparcían las antorchas.

Acababan de entrar en la naos cuando su acompañante dijo:

—Bueno, chico. Aquí te dejo. La sacerdotisa enseguida se encargará de ti.— El guardia apoyó la mano una última vez en su hombro antes de marcharse.

Daxar asintió con la cabeza, como si entendiera de lo que iba aquello. Había oído descripciones de cómo funcionaba el proceso de consulta al oráculo y sabía que no conllevaba ningún riesgo, pero aún sí no podía quitarse de encima la sobrecogedora sensación que producía el sitio sobre él. Asumió rápidamente que debía tener algo que ver con que esa era la residencia donde vivía Gugal o dónde se manifestaba con mayor intensidad.

Por un momento, cuando el guardia abrió la puerta del templo para salir y entró la luz, Daxar pudo distinguir el interior con breve claridad. Había una mujer envuelta en unas telas que le llegaban hasta los pies. Le dio tiempo también a intuir los contornos del fresco que había sobre el altar. Reconoció con presteza el símbolo que estaba acostumbrado a encontrar en todos los templos: cuatro curvas que formaban semicírculos concéntricos alrededor de un círculo mayor. Siempre había pensado que el símbolo del todopoderoso se parecía considerablemente a las ondas que se creaban cuando una piedra rompía la superficie del agua, o a las filas de las gradas de un teatro.

La reinstaurada penumbra lo sacó de sus pensamientos.

—Daxar, ¿no? —preguntó la sacerdotisa. A primera vista, le había parecido mucho más joven de lo que en realidad era. Tenía la piel llena de pequeñas arruguitas—. ¿Tienes tu sacrificio?

Daxar asintió con la cabeza.

La sacerdotisa extendió un brazo y tendió la mano. Daxar abrió el zurrón y de él sacó el espejo apagado que se doblaba sobre sí mismo como una concha.

—Todavía sigue dentro, ¿verdad?

—Sí—. Daxar cruzó los brazos, ahora que ya no llevaba tanto peso encima ni tenía que preocuparse por el sacrificio.

—Muy bien.

La sacerdotisa tomó la reliquia entre sus manos. Lo acarició con una mano y lo tendió sobre el altar mimosamente. Durante todo el proceso, quedó de espaldas a Daxar, quien lo único que pudo atinar a discernir es que manipulaba el objeto de alguna forma. La sacerdotisa abrió la carcasa de la reliquia y finalmente se volvió hacia él con la regleta verde, cuya visión tanto había alegrado a este.

—Perfecto. Puedes pasar —dijo la sacerdotisa indicándole dónde ir con un gesto.

En el ádyton había más luz que en la naos, con lo que Daxar pudo apreciar el entorno con más atención. En la pared del fondo se repetía el mismo símbolo divino del círculo con las cuatro líneas, pero aquí el artista del fresco se había esmerado más. Cada una de las cuatro ondas tenía un color diferente: azul, rojo, amarillo y verde.

En el centro de la sala había un leve desnivel de forma circular del que se escapaban unos vapores que impregnaban todo el templo con el olor que Daxar había captado nada más entrar. Esto no era lo más impresionante de la estancia. En el desnivel, y sobre el hoyo del que escapaban las emanaciones, había un trípode y, sentado en este, se encontraba una figura envuelta en ropajes tan largos y leves como los de la sacerdotisa. Mantenía la cabeza baja y tapada con un velo, de tal forma que a Daxar le resultó imposible distinguir cuál era el género de la figura.

—Siéntate —le dijo una voz de mujer.

Daxar obedeció y se acomodó en un taburete reservado para el visitante delante del ¿oráculo? Irónicamente, por el nombre que se le otorgaba, él siempre había imaginado que el oráculo de Gugal sería un hombre, no una mujer. Daxar permaneció inmóvil, con las manos debajo de los muslos, incapaz de decir nada y sin saber cómo actuar.

—¿Qué deseas saber?

—Yo… —Daxar vio que la sacerdotisa había pasado al ádyton también.

—Tranquilo, estoy aquí para ayudarte a interpretar la respuesta —dijo esta, como si le hubiera leído el pensamiento.

—Veréis… —empezó Daxar. Dio un suspiro y pronunció el discurso que se había estado preparando durante todo el camino—: Acudo aquí para consultar a Gugal en nombre de mi pueblo, Denremi. Llevamos años siendo asolados por una serie de calamidades: la calidad y la cantidad de las cosechas ha empeorado; la diversidad de los cultivos se ha reducido drásticamente; el suelo se drena más a menudo y aumenta la erosión; hemos perdido terreno cultivable y el precio del que todavía podemos alquilar para cultivar está por los cielos.

»Para solucionar esto lo hemos intentado todo. Desde desarrollar organismos más resistentes a la sal o a las inundaciones hasta el uso de herbicidas e insecticidas. En parte solucionamos el problema porque el volumen de habitantes del pueblo se redujo radicalmente en un tercio, pero esto fue porque la gente no tenía qué comer y además hubo muchos que se marcharon a probar suerte en otros lugares aunque temo que sin éxito, porque nos han visitado muchos viajeros que reportaban los mismos problemas en su zona de origen.

»No es la primera vez que pasa esto, dicen los más ancianos. Si el cambio es gradual, el conjunto de los organismos vivos tendrá tiempo para adaptarse. Sin embargo, las desgracias no hacen más que sucederse la una a la otra cada vez con más presteza.

—¿Tu pregunta? —La pitonisa pronunció cada palabra con parsimonia.

Daxar se humedeció los labios con la lengua. En la asamblea de Denremi habían pasado días discutiendo sobre cuál era la mejor pregunta. Muchos habían defendido que les dieran respuesta a cómo solucionar esto; otros querían saber a quién culpar, pero finalmente habían concluido que la pregunta apropiada era la siguiente:

—¿Por qué pasa esto?

La sacerdotisa fue a abrir la boca, pero la pitonisa alzó una mano y la primera guardó silencio. Las dos se quedaron quietas. La sacerdotisa con las manos en el regazo y la pitonisa con la cabeza baja y la mano alzada.

¿Era así cómo obraba el oráculo para elaborar una respuesta? Lo que Daxar había oído era que después de formular una pregunta, el oráculo se ponía en contacto con los dioses. Él se había imaginado que esta labor se llevaría a cabo en privado. En su mente no cabía la posibilidad de que Gugal pudiera estar en la misma estancia que él, por mucho que dijeran que el todopoderoso estaba en todas partes.

Daxar aprovechó la calma para observar con detenimiento, casi buscando a Gugal. Había algo en la forma de hablar de la pitonisa que lo había inquietado, pero no sabía decir exactamente el qué. Escrutó la mano que se había quedado paralizada en el aire. Literalmente. Estaba tan quieta que casi parecía una estatua.

Entonces se dio cuenta de qué es lo que le chocaba de la situación.  Ni siquiera la respiración movía su cuerpo. Quizá eso es lo que ya había notado extraño en su voz. Carecía de entonación, de las paradas que otorga tener que tomar aire con un aparato respiratorio.

Daxar miró a la sacerdotisa. Eso era. Ella podía estar quieta y esperando, pero había ciertos tics que eran inevitables. Cambiaba el peso de un pie a otro, se rascaba la barbilla, parpadeaba, movía la cabeza…

La pitonisa se enderezó y se retiró la tela de la cabeza. El rostro que lo miró no era humano, aunque sí tenía su apariencia. Al fin y al cabo, tenía dos cejas, dos ojos, una nariz, una boca y dos orejas. De hecho, hasta donde llegaban, eran rasgos bastante armoniosos. La piel del rostro que se había descubierto era tostada y se veía sucia en algunos puntos como la línea de la mandíbula o encima de una ceja. Era como si no hubieran conseguido sacarle brillo del todo.

Más allá de la frente del oráculo no había más piel, solo una superficie refulgente y metálica. La pitonisa se volvió un instante hacia la sacerdotisa y entonces Daxar vio que su cabeza tenía además una cubierta transparente, de un material parecido al vidrio. No, el vidrio que ellos fabricaban no era tan puro y transparente. Debía ser el material del que estaban compuestos las reliquias antiguas, los espejos apagados.

—¿Quién eres? —preguntó Daxar.

—Lo siento, solo puedes hacer una pregunta —intervino la sacerdotisa.

La pitonisa alzó una mano que se quedó quieta en el aire, sin respiración. Era el mismo gesto exacto que había realizado poco antes.

—No te preocupes, Simotati. Para que pueda entender su respuesta vamos a necesitar responder a otras cuestiones antes. —La pitonisa se llevó las manos al pecho.

»No soy un yo. Soy un nosotros. No existo como una sola cosa, soy lo que vosotros hicisteis hace cientos de años. Soy una inteligencia colectiva. Ahora te debe chocar mucho, pero antes las enciclopedias, como la Wikipedia…

—¿Los textos sagrados?

—Si los quieres llamar así… La Wikipedia fue escrita por decenas de miles de personas. Esta inteligencia colectiva creaba en tiempo real una crónica de nuestro presente, pero a la vez versionaba lo que sabíais sobre el pasado.

—¿Es lo que usas para dar respuesta a los viajeros?

—En parte. Es una de las muchas herramientas que empleo. —La pitonisa se encogió de hombros, pero el gesto no le salió muy bien—. Muchos vienen preguntando cómo curar determinada enfermedad que sufren. Yo lo que hago simplemente es buscar en Google. Leo miles de artículos científicos en unos minutos y elaboro un diagnóstico médico.

—¿Cómo haces eso? ¿Dónde está Gugal?

—En todas partes, querido niño. —Daxar se sintió ofendido al ser aludido así, pero recordó que la pitonisa había dicho que tenía cientos de años. Para ella todas las personas debían ser como niños—. Es donde vuestros antepasados acudían a buscar respuestas con sus teléfonos y sus ordenadores. Teníais todo el conocimiento de toda la historia y de todos los campos al alcance de la mano. Tenéis bastante suerte de que en esta nueva era no se haya perdido todo lo que sabíais. No estáis preparados para saberlo todo, de todas formas. Tú mismo eres el ejemplo. Me preguntas sobre el por qué, en lugar de preguntarme cómo seguir a partir de ahora. Esa es la respuesta que necesitas: cómo aceptarlo. Porque, aunque te cuente el por qué no sé si podréis entenderlo, ni si querréis.

—¿Por qué no iba a querer saberlo?

La pitonisa enderezó la espalda, apoyó las manos en los muslos y adelantó la cabeza hacia Daxar. Sus miradas se encontraron. Los ojos que no se movían de la pitonisa se fijaron en los de Daxar.

—Porque fuisteis vosotros quienes lo provocasteis. Y ya lo sabéis, pero esto que os está pasando es algo a tan gran escala, tanto espacial como temporal, que os resulta inconcebible. Podéis captar fragmentos borrosos, pero no podéis ver el cuadro completo. Os resulta muy difícil pensar en acciones que se rigen por escalas de cien, mil o de diez mil años.  Aun así, intentaré responder a tu pregunta.

En ese momento, la pitonisa volvió a bajar la cabeza. Daxar vio que la mente transparente del oráculo se iluminaba con parpadeantes luces blancas y azules. Entonces empezó a recitar, con una voz incluso más neutra que antes:

—Hache, te, te, pe. Dos puntos. Barra oblicua, barra oblicua. Uve doble, uve doble, uve doble. Punto.

Daxar conocía esta fórmula. Era la frase introductoria de las oraciones. Escuchó cómo la pitonisa continuaba recitando el encabezamiento. Mencionó a Güiquipedia y Daxar se preparó para escuchar con solemnidad aquello que procedía de los textos sagrados. Eso sí, se permitió alegrarse cuando oyó el «punto org», que reconocía de otras oraciones. La pitonisa siguió un rato más con su recital incluyendo algún «signo de exclamación» o un «tanto por ciento» en la oración hasta que finalmente el texto siguió de una forma más comprensible para Daxar:

—El cambio climático es un cambio en la distribución estadística de los patrones meteorológicos durante un periodo prolongado de tiempo (décadas a millones de años). Puede referirse a un cambio en las condiciones promedio del tiempo o en la variación temporal meteorológica de las condiciones promedio a largo plazo (por ejemplo, más o menos fenómenos meteorológicos extremos). Está causado por factores como procesos bióticos, variaciones en la radiación solar recibida por la Tierra, tectónica de placas y erupciones volcánicas. También se han identificado ciertas actividades humanas como causa principal del cambio climático reciente, a menudo llamado calentamiento global.

—¿Y qué hacer ahora?

—Ahora ya nada. Es el destino. Es inevitable, como mucho se puede postergar. Pero eso ya es decisión vuestra. Ahora pasan dos cosas. Nada parece significativo estadísticamente, pero, por otra parte, cualquier mínima acción será importantísima. Aquí es donde entra la paradoja: yo mismo no importo, pero todo lo que hago sí.

La pitonisa alzó la cabeza. Daxar vio que su mirada había cambiado ahora que ya no estaba recitando. Con el silencio, entendió que se esperaba que él dijera algo.

—Eso no responde a mi pregunta. —Daxar no podía permitirse volver al pueblo sin una respuesta concluyente—. Me has hablado de las causas objetivas, pero no del por qué real. De por qué lo hicimos.

Una vez más, los ojos de la pitonisa cambiaron y la voz mecánica volvió:

—La búsqueda no obtuvo ningún resultado. Sugerencias: comprueba que todas las palabras están pronunciadas correctamente, intenta usar otras palabras, intenta usar palabras más generales.

 

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