La desdicha de Maru, de Eleazar Herrera

Este año también, dentro del marco de la iniciativa Leo Autoras Octubre #LeoAutorasOct, pretendemos dar visibilidad a escritoras en nuestro blog. Para ello, tenemos la intención de publicar un relato al día durante todo el mes. Que lo disfruten.

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Día 27: «La desdicha de Maru», de Eleazar Herrera

—¡Déjenme entrar! ¡Eh! ¡Usted, el que está frente a la puerta! ¿Es que está de coña? ¡Ábrame! ¿Me abre usted, por favor? ¿Qué tal así? ¿Más educado? ¡Que me abras!

Maru golpeaba el cristal como si le fuera la vida en ello. De algún modo, así era. Tras unos minutos de forcejeo contra la puerta, resopló, creando una nube de vaho en la fría noche vitoriana, y apoyó la mejilla, vencido. El sombrero de copa que adornaba su cabeza resbaló y se posó en el suelo sin hacer ruido.

Ya era el quinto día que intentaba traspasar las puertas de aquel lugar. El Círculo Vitoriano, rezaba la placa dorada de la puerta, y también las letras plasmadas en los ventanales tintados. Desde ellos, mezclados con el claroscuro, se entreveían figuras alrededor de unas mesas jugando, tomando café, a veces paseando. El ambiente parecía distendido y amable; el sitio predilecto para un lector empedernido. A eso le recordaba a Maru, quien, inocentemente, una noche de insomnio descubrió aquel lugar.

Lo recordaba bien. Mientras el frío se hacía dueño de las calles y las tiendas y cafeterías cerraban con precisión de reloj, el Círculo Vitoriano seguía abierto. Las personas allí parecían ajenas al tiempo, y ni una sola vez dirigían miradas al exterior.

Al principio fue pura curiosidad; Maru era ya un hombre joven —aunque imberbe, como repetía su abuela con un deje triste. Ella, tan peluda como su marido— y no tenía tiempo para ensoñaciones, pero su vocación de cazamisterios solía arrastrarlo a situaciones indómitas. Fue así como encontró el Círculo Vitoriano, y también fue tal su intuición que tuvo que acercarse. Las luces eran cálidas, un refugio en la noche más oscura del mes, y las siluetas se movían con una gracia sorprendente. «¿Levitan?», se preguntó Maru cuando las vio, entrecerrando los ojos.

Esa noche no quiso entrar. Tan solo disfrutó del espectáculo desde fuera, al abrigo del viento helador. Estaba como hipnotizado y no sabía por qué. Existían muchas cafeterías con actividades divertidas para gente de todas las edades. ¿Por qué no podía ser esa una de ellas? Pero no, no. Algo le decía que había un misterio tras aquella puerta. ¿Sería, quizás, esa duermevela en la que parecían sumidos? ¿Esa ausencia de tiempo en sus pupilas? Fuera lo que fuese, el curiosómetro de Maru estaba a punto de estallar.

Así que volvió a casa e intentó dormir, pero no lo consiguió. Un escalofrío de emoción recorrió su espalda. Era increíble el efecto de un secreto en la mente de Maru. ¡Podía desvelarle durante días! Y eso era algo terrible, pues no conocía nada más placentero que arrebujarse entre las sábanas y abandonarse al sueño. Esa mañana, sin embargo, estaba tan alterado que el cansancio no hizo mella en él. Se incorporó de un tirón, desayunó un café cargado y salió de casa.

Encontró el Círculo Vitoriano tal y como lo dejó. La luz seguía siendo cálida. Apenas despuntaba por el sol de mediodía, pero las personas seguían allí. Maru no sabía si eran las mismas o no, claro, porque es fácil confundir rostros de madrugada y porque en realidad su memoria se asemejaba a la de un besugo hambriento. «De noche todos los gatos son pardos», se dijo encogiendo los hombros. De día parecía un lugar normal; hasta habían colocado mesas fuera, en la calzada. Corría una brisa demasiado suave para ser invierno y había resquicios de nieve agazapada en las esquinas. Era lunes, y los lunes sonaban bien para Maru.

Así que inspiró hondo e intentó abrir la puerta. No pudo. Tampoco nadie acudió a su llamada. ¡Ni siquiera le habían mirado! Frunciendo el ceño, Maru se atusó la bufanda y golpeó la puerta con el nudillo. Suavemente, como un aleteo casual. «Será un club selecto. Bien. Preguntaré y me marcharé de aquí». Maru solo quería saber. Sin embargo, tampoco le abrieron esa vez.

—Quizás no venga lo suficientemente preparado —murmuró en voz alta, pegando la nariz al cristal. Dentro la gente no vestía de ninguna forma especial, pero Maru tampoco pensó que fuera ropa «de calle». Una vez más encontró que no podía describir nada sin caer en medias tintas—. Qué raro todo. Qué raro…

Se apartó de golpe, asustando a los viandantes. Volvería a casa y se vestiría con sus mejores galas. Si no funcionaba, regresaría y probaría otro atuendo hasta dar con el adecuado. Sí, eso haría. Y no habría cuento alguno si dijera que consiguió entrar, así que esta, la quinta vez, mientras vociferaba y arañaba la puerta, Maru comprendió que el Círculo Vitoriano se había convertido en su nueva obsesión y no sería feliz hasta que descubriera todos sus secretos.

Cuán equivocado estaba.

Agarró el sombrero, lo sacudió y se lo puso. Después echó a andar, resuelto. Averiguaría el modo de entrar. Maru siempre conseguía lo que quería, no sin esfuerzo, pero lo hacía. Ese era su don.

Cruzó un semáforo en rojo y avanzó hasta una cafetería. El vaho invadió sus gafas, y un fuerte pero dulce olor a chocolate anegó sus sentidos. Maru se quitó las gafas, sopló y se las volvió a poner. El gesto era inútil y lo sabía, pero tenía costumbre de hacerlo. «Costumbres», pensó mientras esperaba su turno y miraba a su reflejo en el escaparate. Encorvado, el sombrero se ladeaba constantemente, despeinándolo, y el esmoquin se había descosido por las mangas. Sus gafas redondas, la camisa luciendo por donde no debía y los zapatos empolvados de nieve no hacían sino augurarle un futuro torpe y desgarbado, tal y como su andar. Parecía sacado de una película retrofuturista. «Aunque la mona se vista de seda…».

—Perdona, chico, ¿qué quieres? —preguntó el camarero, dirigiéndole una mirada de incredulidad.

—Un chocolate. Belga. Y sin nata. O sea, un chocolate belga sin nata —repitió más convencido. El camarero alzó una ceja y preparó el pedido. Maru se removió, pero tuvo una idea—. Oye, ¿qué es eso del Círculo Vitoriano? Ya sabes, ese bar al final de la calle.

—Pues un bar, tú mismo lo has dicho —respondió él, tendiéndole el chocolate. Maru le entregó varias monedas a cambio—. ¿Eres nuevo por aquí o qué?

Maru frunció los labios, disgustado. Pedía chocolate belga sin nata tres días a la semana. No, no era nuevo. ¡Claro que no! Quiso replicar, pero su sentido de cazamisterios le advirtió de que debía ser paciente. Solo así obtendría acceso a… cierto tipo de información.

Sí, Maru era muy peliculero.

—¿Y no te parece raro? Quiero decir… No parece muy normal, ¿no? —Había dicho lo mismo, al fin y al cabo. Suspiró—. Parece de alta sociedad.

—Como tú, amigo —repuso el camarero esbozando una media sonrisa.

—Como yo —silabeó despacio—, pero resulta que nunca me abren la puerta.

—Entonces espera a que alguien salga y entras, ¿qué te parece? Lo siento, tengo mucho trabajo. ¡Que te vaya bien! ¡Siguiente!

Maru permaneció inmóvil, repasando sus palabras. ¡Claro!, exclamó sintiendo el gusanillo de la emoción reptar por su estómago. ¡Eso haría! ´Esperaré a que alguien salga y ¡zas! La puerta estará abierta. Porque alguien tendrá que salir, ¿no?. Sin quererlo, aquel camarero le había dado la solución. Le miró, pero él ya se encontraba inmerso en otro cliente, así que apretó el vaso de chocolate entre sus manos y volvió corriendo al Círculo Vitoriano.

Era poco más de mediodía. El bullicio disminuyó un poco, aunque el gentío no desaparecía ni aun a la hora de comer. Cuando Maru se plantó delante del bar, pensó que era pan comido, pero se equivocaba: haría mejor en volver a casa y coger algo para amenizar la larga y fría espera. Siguiendo los dictados de su conciencia, preparó una mochila con varios libros, chicles y una manta y explicó a sus padres lo que se proponía. Suspiraron. ¿Acaso podían impedírselo?

La tarde cayó con sorprendente rapidez. Maru ya se había apostado en la puerta y leía con evidente impaciencia. De vez en cuando miraba de reojo, expectante. Cualquier ruido, por leve que fuera, lo arrancaba de la lectura. Los músculos en tensión, las mejillas rojas, los dedos congelados… A medida que el sol avanzaba por el firmamento y se perdía por el oeste, el cansancio se hacía más y más notable. La luz era tan débil que apenas desprendía calor, y eso le había obligado a guardar los libros y sacar la manta. La noche arreció pronto, cubriendo las calles de bruma. Después la niebla se hizo tan intensa que Maru casi no distinguió las farolas. El tiempo se desgranaba lentamente; cada segundo parecía una eternidad. Y esa misma eternidad invadía el Círculo Vitoriano.

Maru dejó escapar un lamento entrecortado. Los dientes le castañeaban con fuerza. Helado, solo y desamparado como estaba, se atrevió a pensar que quizá, por una vez, había perdido. «Llevo aquí mil horas —atrás quedaba la medianoche— y nadie se mueve. ¡No entiendo nada! Quiero llorar. Igual… Igual debería… ».

No tuvo tiempo de terminar la frase. De un soplido, Maru se durmió. Tras una larga andanza por el mundo de los sueños, creyó despertar. Lo primero que vio al abrir los ojos fue una sombra increíblemente larga proyectada en la pared. El joven miró en derredor.

Un hombre le observaba desde las alturas. Era tan grande que su cabeza ocultaba la luz de la farola, confiriéndole un aire tétrico. Sus ojos brillaban en azul imposible. Todo lo demás —su vestimenta, la baraja de cartas que llevaba en la mano y el misterio encerrado en su sonrisa— pasó desapercibido para nuestro protagonista. La duermevela solo permitía capturar los detalles más llamativos.

—Elige una carta. —El mago abrió la baraja en la palma de su mano y se agachó. Su voz parecía un relámpago abriéndose paso—. Una vez la tengas, memorízala y métela con las demás.

Maru le miró fijamente, absorto. ¿Se había dormido? ¿Cuánto tiempo había pasado? ¿Y quién era ese tipo? Se remangó para ver la hora, pero no encontró su reloj. ¡Y hacía tanto frío! Sin pensarlo, cogió una carta.

El cuatro de tréboles. La observó durante un segundo con el ceño fruncido. ¿Qué estaba haciendo? La dejó de nuevo en el montón y el mago hizo desaparecer la baraja. Después se levantó y abrió la puerta del Círculo Vitoriano.

Maru tardó un rato en entender lo que había ocurrido. «La puerta está abierta, le apremió una vocecilla. ¡Corre antes de que se cierre!». No obstante, ahí se equivocaba: el misterioso hombretón la sujetaba por el pomo. Le estaba esperando. Con una inclinación de cabeza, Maru se levantó y cruzó el umbral.

Olía a café recién hecho. Sonaba Nobody’s fool, pero era extraño: Maru podía ver la música saliendo de los altavoces apostados en las esquinas, como colores salpicando el aire y formas rompiéndose hasta desaparecer. Aquello le maravilló. Los allí presentes, además, hablaban sin hacer ruido y caminaban con la suavidad de los años. Sus rostros le recordaban a árboles milenarios; por el rabillo del ojo, el mago sonrió y le llevó de la mano hasta una zona de sofás. Más allá, las paredes rojas se perdían por un angosto corredor. En los recovecos oscuros, donde la luz tenue de las lámparas no alcanzaba a iluminar, las tinieblas se retorcían sin control.

—Bienvenido al Círculo Vitoriano —dijo el mago sentándose en el sofá. Maru se deshizo del abrigo y del sombrero y le imitó, despacio, pues intentaba memorizar cada detalle. Le costaba a horrores; su concentración se había esfumado, dejándolo a merced del hombre de ojos azules—. Es un buen sitio.

—Sí, sí… Claro que sí, vamos. Nunca…, yo… —Las palabras se agolpaban en su garganta y amenazaban con quedarse allí si no se tranquilizaba. Inspiró hondo—. Llevo unos días intentando entrar pero la puerta no se abría…

Sin querer, Maru le relató su odisea. El mago jugueteaba con sus cartas.

—A veces todo es cuestión de suerte. —El cuatro de tréboles voló de una mano a otra y desapareció.

—Tengo muchas preguntas que hacerte. ¿Qué…?

El mago se incorporó con rapidez. Las cartas se congelaron en el aire. De repente, la música paró y todos se volvieron hacia él.

—Las preguntas están prohibidas en este lugar. Esta es la primera regla del Círculo Vitoriano.

Maru tragó saliva. «¿Y por qué no puedo preguntar? En el fondo, él no era más que un niño. Si me dicen que no piense en un elefante rosa, es lo único que haré». Sonaba lógico en su cabeza, pero sabía que si incumplía las normas tendría que marcharse. Frunció los labios y suspiró.

—Esto es… raro. —De nuevo sintió que no había palabras para describirlo—. Y me va a ser un poco difícil no hacer preguntas, la verdad.

Hubo una pausa. No sabía qué decir. El mago seguía jugando con su baraja. Las cartas desfilaban por sus dedos tan rápido que manchaban el aire; el color tardaba unos segundos en desaparecer. Mientras tanto, mientras la noche se sucedía, mientras la baraja bailaba a su alrededor y mientras Maru buscaba la manera de sortear las normas del Círculo Vitoriano, el mago sonreía.

—¡Cuánto dependemos de los demás! —comentó de pronto, obligando a su invitado a volver a la tierra.

Maru se mordió el labio. No le había oído bien.

—Preguntar siempre es el camino fácil —concedió, inseguro.

—Los periodistas preguntan a todas horas.

—Claro, porque hay cosas que no saben. Es decir, algunas las saben, pero otras no. Esas son las que preguntan.

La sonrisa del mago se hizo más amplia. Ceremonioso, sacó los cuatro ases y los colocó sobre la mesa.

—Amor, poder, dinero y suerte. He aquí las claves de la felicidad —terció conforme señalaba el corazón, la pica, el diamante y el trébol—. Vivir sin amor es morir antes de tiempo; el poder te hará pedazos a ti y a los que te rodean igual que una espada de doble filo; el dinero ofrece atajos, pero oculta senderos; y la suerte… ¡ah, la suerte! Abre muchas puertas —exclamó, guiñándole un ojo.

»Y si lo que dices fuera cierto, Maru —prosiguió—, ¡yo no sabría que te encanta el chocolate belga sin nata!

Su pedido se materializó, y él estuvo a punto de caerse de la silla.

—No está envenenado.

Aun así, Maru no se atrevió a tocarlo. Tampoco quiso parpadear. Se quedó así, mirando el humeante chocolate hasta bizquear.

—Lo he traído para ti.

Él asintió, tragando saliva.

—Creo que no quiero, gracias. No quiero ser maleducado —añadió rápidamente, aunque el mago no había movido un músculo—, pero llevo un control bastante estricto de todo lo que como y el chocolate… belga… sin nata me rompería los esquemas. Seguro que está bueno. Tiene buena pinta.

—Relájate.

—¡Si estoy relajado! Es solo que… que… —no sé cómo demonios has hecho eso, ni por qué sabes mi nombre, ni qué es el Círculo Vitoriano… ¡porque una cafetería no, desde luego!— me has dejado sin palabras. Supongo que es normal, siendo mago y todo eso…

—Las respuestas están ahí —le señaló, abarcando su rostro con el dedo—. Si fuera adivino, probablemente estaría estafando a la gente calle abajo. Pero no tengo talento.

Maru desvió la vista. No sabía qué decir sin recurrir a las preguntas. Se sentía atrapado, asfixiado y terriblemente exhausto. Había conseguido entrar en el Círculo Vitoriano, sí, había visto lo increíble que era por dentro, la magia que derrochaba cada esquina… Y nada. ¿Quizá era que, después de todo, no había secreto del que apoderarse? Hundiendo los hombros, miró ahora a los presentes. Eran… Suspiró. ¿Podía ser más impreciso, más abstracto? Apretó la mandíbula. ¡Y el mago no había hecho sino confundirle con su lengua retorcida!

—Estás jugando conmigo —concluyó Maru con un amargo sabor de boca. Se preparó para lo que iba a decir—. No sé nada del Círculo Vitoriano. De hecho, ahora estoy más perdido que antes. Tampoco sé nada sobre esta… sensación… —alzó las manos como si pudiera encerrar el aire en ellas— ni sobre ti. Tu nombre. No me lo digas, ya no me importa. Lo único que sé es que no voy a preguntarte nada. Estoy cansado. Y me marcho.

Al principio de esta historia, nadie hubiera dicho que Maru abandonaría. Con una mezcla agridulce de pesar y alivio, se levantó, avanzó hasta el perchero y se puso el abrigo. Luego aferró el tirador de la puerta y abrió.

—Te dejas el sombrero —oyó que decía el mago desde la mesa.

Maru se sonrojó como un idiota, pero retrocedió para cogerlo. Después, sin volver la vista atrás, abandonó el Círculo Vitoriano.

Todavía era de noche. El frío que antes le hubo molestado, ahora le reconfortaba. Respiró hondo varias veces, el vaho entrando y saliendo de su conciencia.

—Se acabó —murmuró mientras sacudía el sombrero—. Unas veces se gana y otras se aprende.

Fue entonces cuando una carta cayó al suelo. Maru contuvo la respiración y la recogió del suelo.

El cuatro de tréboles.

Claro.

Había algo escrito en el reverso.

—La suerte es para quien sabe esperar —leyó.

Resoplando, Maru tiró la carta y echó a andar.

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