haber si me muero

Haber si me muero, de Mal Lawless

Este año también, dentro del marco de la iniciativa Leo Autoras Octubre #LeoAutorasOct, pretendemos dar visibilidad a escritoras en nuestro blog. Para ello, tenemos la intención de publicar un relato al día durante todo el mes. Que lo disfruten.

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Día 26: «Haber si me muero», de Mal Lawless

Pamela iba apretujada en el metro e iba a llegar tarde a trabajar. No muy tarde, solo cinco o diez minutos, lo suficiente para recibir una mirada de desaprobación de su jefe y tener que salir después de su hora.

No le hacía falta mirar el reloj para saberlo, llevaba desde el principio de la semana madrugando más a cada día que pasaba, tratando de coger el metro anterior, probando el autobús, la bicicleta… Daba igual, aquel sitio estaba diseñado para torturarla, pero poquito.

Según le habían explicado su ángel y demonio asignados, no era tortura. El Purgatorio lo que pretendía era que ella descubriese cuáles eran las manchas de su alma que le impedían ir al cielo. Una vez detectadas, tenía que enmendarlas y así entraría con el alma pura al paraíso. Su ángel, que tenía un parecido extraordinario con su heroína de acción favorita, se lo había contado haciéndolo parecer lo más sencillo del mundo.

Sin embargo, acto seguido intervino el demonio asignado. A Pam le desconcertaba aquel ser, porque su aspecto transitaba entre uno de los presidentes de EEUU con un bronceado terrible y un famoso novelista español aficionado a los duelos, según del ángulo en el que lo mirase. Terrorífico en ambos casos.

El demonio le había comunicado, con una media sonrisa impertinente, que la penitencia era impuesta por su Gremio dentro de los límites establecidos por la facción celestial.

Así que el listón de la calidad necesaria de las almas era fijado por los buenos; pero ante la inclinación natural que presentaban a juzgar benignamente, el control de calidad específico se había asignado a expertos en la materia. Careciendo de tal personal, esa tarea se había asignado a los demonios.

Competencia celestial, ejecución demoníaca. Así un contingente de súcubos había configurado el Purgatorio como un lugar intermedio, en el que reeducar las almas todavía susceptibles de salvación.

El bicho aquel sonrió al decir aquello, dejando a la vista una blanca dentadura, que hizo que a la recién llegada se le revolviese el estómago. Remarcó que todo en el Purgatorio cumplía los altos estándares del pacto realizado entre el Altísimo y Su Satánica Majestad.

Pam había ido descubriendo poco a poco cuáles eran aquellos altos estándares: El café siempre estaba amargo. Suponía que la parte buena era que había café. Aunque daba igual las cucharadas de azúcar que le añadiese, nunca estaba dulce. Los vecinos de arriba se pasaban el día y la noche paseándose con tacones y lanzando canicas. Las paredes y techos eran de papel. El estruendo constante era, en cambio, compensado con un alquiler más que razonable, un equipo de música de sonido excelente y auriculares inalámbricos. La pega en este caso era que en cualquier disco sonaba en algún momento una canción de Mocedades, sin importar cuál fuese. Pam admitía que estaba empezando a pillarle el punto a esta mezcla, era como llevar el aleatorio en una lista de reproducción a la que añadías canciones por defecto al escucharlas y de pronto descubrieses que tu madre había estado usando tu cuenta.

En ese momento el pequeño mal al que estaba sometida era un fuerte olor a desodorante, que no ocultaba la urgencia de una ducha, a pocos metros de ella.

Se abrió la puerta del metro y Pam pensó «Gracias a Dios», acertadamente. Casi con toda seguridad pensaba que una de las salas del infierno sería un metro en hora punta al que cada vez entraba más y más gente con manifiesta dejación de la higiene personal.

Llegó un pelín tarde, sufriendo la mirada de reproche de su jefe, a la que casi estaba inmunizada después de toda la semana. No era el peor jefe que había tenido, tampoco el peor trabajo. También es cierto que había trabajado repartiendo publicidad cuando estaba viva y eso bajaba mucho el listón.

Mientras se sentaba en su cubículo se preguntaba si había sido por ese trabajo que estaba expiando sus pecados.

Cuando trabajaba le gustaba imaginar muertes terribles y otras desgracias que les ocurrían a quienes no cogían sus panfletos o quienes los tiraban en su cara.

No se sentía especialmente orgullosa de ello, pero aquellas pequeñas venganzas la ayudaban a sobrellevar las horas de sonrisa falsa, desgana y plantón en las zonas más transitadas de la ciudad, siendo constantemente ignorada.

Seguro que si algún ángel trabajaba un par de viernes por la tarde en un centro comercial repartiendo publicidad de «compro oro», también acababa imaginando que el caballero de traje que había pasado sin coger una cuartilla se asfixiaba comiendo una alita de pollo y lo encontraban pasados tres días, medio descompuesto, con los pantalones bajados para mayor humillación y siendo devorado por el gato del vecino, sin que nadie hubiese reparado en su ausencia.

O que la señora que le había dicho a su hijo «no cojas eso, es caca» sufría una gastroenteritis fulminante al ingerir la ropa interior comestible que había comprado para animar su matrimonio, tras lo que el mero pensamiento de mantener relaciones sexuales la hacía enfermar.

O que aquel joven con gorra que se había reído de ella, rodeado de sus amigos, jamás cumplía sus sueños y acababa viviendo de manera permanente en casa de sus padres, que le recordaban diariamente la decepción que era para ellos.

Una tos la arrancó de su ensimismamiento. Recordar aquella época sacaba lo peor de ella. No atendió nunca a las enseñanzas religiosas, pero le sonaba que estaba mal pecar tanto de pensamiento como de palabra. Quizá era por aquella vez que se cagó en Dios en un bautizo. Aunque eso estaba casi justificado, porque se le habían roto unas medias nuevas al quedarse enganchadas en una astilla del banco. Seguro que el Altísimo no era tan rencoroso.

Alejó esos pensamientos de su mente tras una segunda tos inquisitiva de su jefe y descolgó el teléfono.

Ahora trabajaba en atención al cliente. No sabía nada de ordenadores, aún así la habían asignado al departamento encargado del servicio técnico. Siguiendo lo que le habían explicado no hacía falta saber nada de informática, solo preguntar si el ordenador estaba encendido, conectado a la corriente o a la conexión de internet. Así se solucionaban el noventa por ciento de las incidencias. Si se trataba de cualquier otro problema, se ponía la llamada en espera y se remitía al servicio técnico real, o se mandaba al informático in situ.

No era difícil y la mayoría de gente era agradable. No toda. Al menos no colgaban o se enfadaban por interrumpir su siesta, como les ocurría a quienes se encargaban de valorar posteriormente la asistencia recibida.

Pamela se preguntaba si esa gente que llamaba estaría muerta, ¿los muertos también eran unos inútiles con los ordenadores? En parte tenía su lógica, porque si alguien llevaba cincuenta años en el Purgatorio no podía reprochársele que no supiese ni encender una de esas maquinitas. ¿Los técnicos estarían muertos? ¿Habría un departamento de informáticos que tenían que purgar sus pecados? ¿O estarían subcontratados por el Infierno? Había conocido a algunos informáticos y pasarse la eternidad así sería una tortura para ellos.

Por otro lado, tampoco es que hubiese visto muchos ordenadores por allí. No había entrado en internet desde que llegó al Purgatorio. No sabía qué mirar. No recordaba cuáles habían sido exactamente las circunstancias de su muerte. Su ángel asignada le había dicho que solían bloquearse porque podían resultar excesivas para el cerebro humano. Pese a que era un ángel y se suponía que siempre decía la verdad, la sonrisa del demonio le hizo plantearse si El Cielo permitía las mentiras piadosas.

De todas formas, ¿qué red social se llevaría allí? ¿Instamoñequer? ¿Muertebook? ¿Fiambrer? ¿De quién iba a hacerse amiga? ¿Iba a subir una foto con su latte demasiado amargo y añadir la etiqueta «esta muerta está muy viva»? ¿O «esto está de muerte»? Mejor aún, «casi en el Cielo». Demasiadas posibilidades y no todas iban a ayudarla a purificar su alma.

Además, conociendo la dinámica de aquel lugar probablemente hubiese una conexión a Internet con una rapidez propia de principios de siglo y Pamela no tenía la paciencia suficiente para aventurarse a ello.

La jornada de trabajo se desarrolló sin sobresaltos, hasta la última llamada del día, en los cinco minutos de descuento que tenía que recuperar. Llamó un hombre diciendo que su ordenador no funcionaba y tras las preguntas de rigor el problema se reveló como un cable roído por un mapache.

El hombre insistía en la necesidad de que ella se hiciese cargo de llamar a un técnico para que le reparase la incidencia. Pam no pensaba que la mordedura de un mapache estuviese cubierta, aunque  que hubiese entrado un mapache en la casa de aquel hombre en Villarejo de Abajo podría contar como una circunstancia extraordinaria y, por tanto, poder incluirse en uno de los motivos para enviar asistencia técnica.

Su superior acababa de salir por la puerta y no podía preguntarle. Durante un segundo se planteó qué ocurriría si mandaba a que arreglase el cable de aquel hombre cuando no debía hacerlo. Se dio cuenta de que era bastante complicado que la despidiesen, ella ni siquiera había elegido ese trabajo, se lo habían asignado. Tampoco le preocupaba cargar de gastos a la empresa para la que fuese que trabajaba, no iba a heredarla, ya estaba muerta.

Convino en mandar el lunes a primera hora a alguien que solucionase el problema, deseó al hombre del teléfono un buen día y le recomendó cerrar bien las ventanas, los mapaches son habitualmente carnívoros. Aunque los de Villarejo de Abajo hasta el momento prefiriesen una dieta de cables de ordenador.

Era viernes y tenían jornada intensiva, todo el mundo había salido corriendo a sus casas con hambre. Solo quedaba Pam y una compañera a la que había sonreído un par de veces.

Desireé era una mujer negra, un poco más alta que ella, con el pelo decolorado a un palmo de las raíces, trenzado y recogido en un elegante moño. Durante la semana había llevado unas blusas en tonos rosados que habían llamado la atención de la joven, que así se lo hizo saber, después de que la saludase.

«Ah, sí. Odio ese color. Así que mi armario está lleno de ropa en tonos magentas. Da igual lo que haga, toda mi ropa acaba de color rosita, contestó.

En ese momento Pam se dio cuenta  de que pasaba algo similar con su ropa interior. Al llegar al piso por primera vez estaba surtido de todo, incluida la ropa. Aunque en el cajón de la ropa interior solo había tangas de hilo, por lo que había ido a comprar otro tipo de ropa interior a una mercería del barrio.

Al día siguiente, al abrir de nuevo el cajón, lo único que pudo encontrar fueron tangas de hilo. Había buscado su compra por la casa, por si había imaginado guardarla, había vuelto a comprar y todo seguía igual. Mientras había tenido que usar esa ropa interior tan incómoda como las situaciones a las que la sometía. Varias personas desconocidas la habían visto acomodarse la prenda, que tendía a incrustarse en  lo más profundo de su anatomía. Por lo que trataba de disimular, intentando recolocar el tanga con unos movimientos de cadera, que hasta el momento para lo único que habían servido era para que una chica se le acercase a preguntar si estaba bien y si podía ayudarla de algún modo.

Pam se disculpó con Desireé, ya era mala pata haber sacado ese tema, comprendiendo lo molesto que podía ser para ella la elección de vestuario. Sin embargo a la mujer no pareció molestarle y la invitó a comer.

Desi, así le dijo que podía llamarla, se había muerto antes de cumplir los cuarenta, no dijo su edad exacta y Pam no preguntó. Comentó que  llevaba casi dos años en el Purgatorio y le explicó varias cosas a la novata que reafirmaron su opinión del sitio.

La cerveza estaba siempre un poco caliente. No caliente, tampoco fría; más bien templada, sin resultar repugnante. La carne nunca estaba al punto, el aire acondicionado estaba lo suficientemente bajo para que apareciesen dos cercos de sudor en la zona de las axilas, las patatas fritas siempre estaban un poco demasiado saladas y la ropa siempre acababa manchada de alguna salsa.

Nada de eso les impidió tomarse un par de cervezas para acompañar una hamburguesa. Una de vacuno, otra de tofu. Un poco seco, cortesía de la casa.

«Lo bueno de estar muerta es que si todo te da un poco igual, está bastante bien», le dijo Desi mientras mojaba patatas en ketchup. Señalándolas añadió: «A mí me da igual sudar o que esto se me ponga en las cartucheras».

Pam escuchaba atentamente todos los consejos de la veterana y se reía con gusto de sus comentarios. «Ni se te ocurra pedir de postre una bomba de chocolate, es una absoluta decepción». «Nunca te compres una tostadora que no sea la más barata». «El problema de Paco no es que esté muerto por dentro, porque aquí lo estamos todos. Por dentro y por fuera. Su problema es que es imbécil, el pobre».

La joven asentía. Paco era el jefe de ambas y Desi parecía tener muy claro que era como ellas, aunque Pam no descartaba la idea de que en realidad fuese un robot cuyo único cometido era reprobar a todo el mundo con la mirada y toser sobre sus nucas. Un robot demoníacamente diseñado para incomodar a los trabajadores sin pasarse.

Le contó también que su ángel era como Ángela Davis y que su demonio era igualito a su profesor de ciencias sociales de la EGB.

Habiendo llegado a cuestiones personales y con el valor que infiere la cerveza, Pamela le preguntó: «Oye, ¿y tú sabes por qué estás aquí?». Desi sonrió, sin contestar. Ante su silencio, la joven pensó que tal vez había estropeado la comida.

Sin embargo, cuando iba a disculparse, la cuestionada contestó: «perfectamente».

«No quiero ser cotilla…», se excusó, pero Desi la interrumpió. «No te preocupes, te lo cuento. Si es una de mis historias favoritas».

Cuando estaba viva Desireé vivía en un tercero. Tenía un piso cuco, lo que significaba que era pequeño pero bonito, en un barrio agradable. No tenía problemas con nadie, no más allá de lo habitual. Excepto por la vecina de abajo, que era insoportable.

«La vieja bruja se dedicaba a decirle a todo el mundo que el barrio ya no era lo que había sido, que se estaba llenando de mala gente, “como esa vecina morena que tengo arriba, siempre trayendo a gentuza”. Insinuaba a quien se pusiese a tiro que regentaba un burdel ilegal, que cualquier desperfecto producido se debía a mis amistades o que mi casa era un narcopiso en el que se vendían drogas. Esa vieja sí que era un demonio».

Desi nunca le dijo nada. Sonreía con educación, saludaba como hacía con todo el mundo cuando se la cruzaba, aunque solo obtuviese un resoplido como respuesta. Sin embargo, todos los días llevaba a cabo una pequeña venganza: sacudía las migas del mantel, después de comer, en el balcón de su vecina. Eso atraía a las palomas y le cagaban toda la terraza, junto con cualquier prenda que hubiese tendido para que se secase. Los excrementos de pájaro son corrosivos, por lo que había piezas de ropa que se decoloraban en la zona afectada, dejándolas inservibles.

«Y nunca saldré de aquí, porque no me arrepiento ni lo más mínimo. Volvería a hacerlo todas y cada una de las veces». Rieron y brindaron por ello.

Pam coincidió en que ella habría hecho exactamente lo mismo, puede que incluso hubiese tirado agua con lejía. O esperado a que la señora saliese a la terraza para regar las plantas y empaparla. Se dio cuenta de que si ella hubiese estado en esa situación, probablemente ahora mismo estaría más camino del Infierno que donde se encontraba.

«¿Te imaginas que te la cruzas?», dijo, asaltándole la idea de encontrarse a toda la gente desagradable que había conocido en vida y sintiéndose inquieta de pronto.

«¿A quién? ¿A mi vecina?», preguntó Desireé.

«Sí», respondió, sorprendida ante la tranquilidad de su compañera.

«No creo, era una racista». Al ver el desconcierto que sus palabras habían provocado en la joven, desarrolló su afirmación. «No hay racistas en el Purgatorio. Están en el Infierno, obviamente. Bueno, sí hay racistas, pero no abiertamente racistas. Ya sabes, racistas de “yo no veo colores, solo personas”, no de “vete a tu país”. Esos no tienen salvación».

Haciendo un repaso de los últimos días se dio cuenta de que nadie le había tocado el culo en el metro. Nadie le había chillado por la calle. No hubo susurros cuando una chica trans entró en el cuarto de baño. No había escuchado ningún insulto racial desde que había llegado. Había dicho que era bisexual y nadie le había propuesto hacer un trío. Asumía que no le habían preguntado cuando iba a tener hijos porque estaba muerta y ya no podía hacerlo, pero tal vez no había sido por eso.

Sintió una explosión en su cabeza, estaba en shock.

«Entonces… ¿Nadie es racista u homófobo…?», quiso asegurarse. «Lo son, pero poquito. Ya sabes, como todo aquí: un poco molesto, sin que sea insoportable».

Pam entendió el buen humor de su comensal, pese a todas las pequeñas incomodidades: el armario de color rosa, las manchas en la ropa, las patatas saladas y el imbécil de Paco. Todo aquello eran nimiedades comparado con la tranquilidad de saberse a salvo y libre de agresiones. La cerveza ligeramente caliente le supo a gloria.

«Por el Purgatorio», festejó levantando su botellín. «Por el Purgatorio», contestó su nueva amiga con una amplia sonrisa. Esperaba que aquella cerveza llevase a otras. «Después de la tercera te da igual que no estén frías», rio.  Sabía que al día siguiente se iba a arrepentir ligeramente, porque las resacas en aquel sitio no serían agradables; pero no lo son en ningún sitio.

Después de todo, ya no tenía prisa por limpiar su alma, aquel sitio no era tan malo. La muerte tenía una mala fama inmerecida.

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