Diseño sin título 24

Lightning P-38, de Carmen Moreno

#LeoAutorasOct | Un día, un relato | Día 25

Diseño sin título 24
Foto de Matt Silveria para Unsplash


El 31 de julio de 1944 Antoine de Saint-Exupéry cayó en mi jardín.
Su paracaídas quedó enredado en el nogal que plantó el abuelo Jules…



Óscar Sipán

En el tiempo que duró el descenso, hablé con el diablo. Vestía de blanco con corbata negra y tocaba la trompeta mientras el aire silbaba en caída libre en mis oídos. El diablo era Louis Amstrong, tocando su trompeta Piccolo y sonriendo con sus blanquísimos dientes como si aquella situación tuviera algo de cómico. Dejó de tocar y, mirándome fijamente, me dijo:

You are potato, and me are tomato.

No pude disimular mi desconcierto. Cuando alguien piensa que el diablo se le puede aparecer antes de su muerte, jamás imagina que pueda decirle algo tan críptico.

―Déjate de historias. ¡Quiero vivir! ―grité, y mi paracaídas se abrió repentinamente como si hubiera estado esperando precisamente aquellas palabras.

No le tenía miedo a la muerte. De nada sirve temer lo inevitable, pero sentí la corazonada de que no debía perderme lo que me esperaba al tocar suelo. Recordé la teoría de lo desconocido que mi padre me explicaba una y otra vez. Con su voz lenta hacía caminar a las palabras por una maraña de ideas que deambulaban sin conexión entre la sorpresa y el mito de Prometeo. A medida que se adentraba más en su pensamiento, más ausente me sentía yo de aquella realidad.

Ella me recibió con la amabilidad de la Francia desolada por la guerra a pesar de haber destrozado muchas de las ramas de aquel árbol que había plantado el abuelo Jules y los rosales que comenzaban a florecer en blanco nacarado y amarillo manchado de un rojo artificial. El sol despejaba la tierra de cualquier resquicio de sombra y el viento movía de forma casi imperceptible las briznas de hierba que se obstinaban en sobrevivir al estío.

Era menuda y vivaz. Tenía unos pechos menudos y una cadencia en cada uno de sus pasos que jamás había percibido en nadie. Sus manos dibujaban en el aire las frases que pronunciaba y sus ojos estaban empequeñecidos por la espera.

Clavó su mirada en mí, colgado del nogal, sin atisbo de sorpresa. Pensé que una mujer que no se sorprende es una mujer que ya no ama.

―¿Está usted bien? ―me preguntó mientras me balanceaba de aquellas ramas como un pelele.

―Sí, sí ―respondí escuetamente mientras me fijaba en el verde de sus ojos―. Estaría mejor si consiguiera soltarme y volver a poner los pies en tierra firme.

―¿Seguro? ―insistió.

―Bueno, solo mi orgullo está dolido, pero se le pasará en cuanto dejemos de hablar de esto. Ahora me tomaría de mil amores un café, ¿sabe?

―Un café… Imagino que lo primero que querrá hacer será ponerse en contacto con alguien.

―Si algo le sobra a Francia son pilotos torpes para sus Lockheed.

―Entonces, un café ―dijo sin más ella.

La vi desaparecer y, durante un par de minutos, creí que había desparecido para siempre. Imaginé que un gendarme me vería allí, vergonzosamente derribado, y me sentí un tanto avergonzado. Pero volvió, trayendo consigo una escalera de madera y unas tijeras de podar. Subió hasta donde yo estaba sin ningún esfuerzo aparente. Cuando sus ojos estuvieron junto a los míos, se sonrieron y yo me ruboricé como un idiota.

Me acogió en su casa sin más preguntas, sin ningún miedo aparente. Me cedió una habitación apartada de todo, situada en el sótano en el que tan solo un tragaluz ofrecía claridad. Allí pasé las horas escribiendo una historia basada en las conversaciones que mantenía con Consuelo en el París de preguerra.

Aquella Consuelo que me contaba con todo lujo de detalles sus deseos de ser madre. Hablaba de un pequeño príncipe que llegaría a nuestras vidas y transformaría todo. Lo que antes nos parecía bello ya no lo sería, lo que creíamos importante ganaría banalidad y entenderíamos al fin que somos uno siendo diferentes.

Un niño capaz de hablar con las plantas, con los animales, capaz de viajar más allá de las nubes sin apenas parpadear. Era una idea extravagante, pero hermosamente romántica.

Aquel sótano era el mundo en el que escribía el hijo que ya nunca tendríamos porque Consuelo quedaba tan lejos como la paz y Marie era la guerra más inmediata. Solo salía de mi habitación para comer con ella.

La miraba caminar bajo el vestido de algodón azul y se movía por la cocina como quien vaga por un rincón aprendido de memoria. Sabía que no le hacía falta mirar para saber dónde tenía la sal, dónde escondía el chocolate como oro escaso. Incluso, hubiese apostado mi mano derecha a que era capaz de prepararme la sopa de pan y tomates sin tener siquiera que dirigir los ojos un segundo al fogón.

Mi curiosidad por todo lo que respectaba a ella era contrapuesta por su indiferencia hacia mí. Solo una noche me preguntó qué hacía tanto tiempo encerrado en el sótano.

―Escribo ―le contesté.

―¿Qué escribes?

―La historia de un pequeño príncipe…

―No me gustan las historias de príncipes ―me interrumpió―, será porque soy francesa. Cuéntame alguna historia de esas que escribes y en las que no salgan príncipes, ni princesas, ni castillos, cuéntame algo real.

Fue cuando, sin saber por qué, le hablé de Rose, la inglesa. Aquella mujer no significó nada para mí. Ni siquiera habría recordado su nombre si no fuese el mismo que el de la doncella que madre había contratado en mi infancia para que se ocupara de mí, mientras ella atendía a todas las obligaciones sociales que una mujer de su posición acumulaba. Cuando Marie me pidió que le contara algo real sentí el deseo, el torpe y egoísta deseo de hacerle daño de alguna manera.

Paseaba un día por la Rue de Médicis y una mujer rubia, de un más que generoso busto, me salió al paso. Le sonreí y ella me guiñó.

―Anda, franchute, que yo te enseño el sur de Inglaterra.

Y, diciendo esto, se levantó la falda enseñándome el sexo peludo, mientras se reía con el estruendo de la tristeza. Subimos a un cuartucho del edificio delante del que estaba y me tiró sobre unas sábanas con manchas amarillas.

Se sentó a horcajadas sobre mí y buscó mi pene, no menos peludo y erecto. No sé a ciencia cierta cuánto tiempo duró, pero sé que no fue demasiado y también que aquella puta no pudo darme ningún placer. Era la historia más real que podía regalarle. Marie guardó silencio un instante, se puso en pie sin mirarme ni una sola vez y salió de allí. Nunca me reprochó que le hubiese contado aquella historia, pero yo sabía que la había herido. De alguna forma que no podía entender. ¿No era eso lo que pretendía?

***

Pasé semanas escondido en su casa. Salía de noche a pasear por el jardín invadido y observaba durante el resto del día, desde el tragaluz de la habitación que ella me había ofrecido, a todos los habitantes de aquel pueblo desaparecido en mitad de la historia.

No sé qué pasó con mi avión. Lo último que recuerdo es su camino imparable hacia el mar, mientras yo procuraba no unir indefectiblemente mi destino al suyo. Lo perdí de vista, igual que debieron perderlo los radares, pero intenté dibujar su trayectoria exacta hasta que sentí la primera rama hiriéndome el muslo.

Podía pasar horas mirando la foto de Consuelo, mi esposa, recordando cada centímetro de su cuerpo. La podía oler en el aire cálido del verano, pero, a medida que pasaba las horas en compañía de Marie, Consuelo se fue convirtiendo en una idea cada vez más vaga, más difusa en mis miradas al vacío.

Al principio, me tumbaba junto a ella en su cama y le leía en un susurro algunos pasajes de De Paris à Cadix de Alejandro Dumas, de un viejo volumen cuidadosamente depositado en una estantería ajada. Mientras le leía, me imaginaba cómo sería la piel que se ocultaba bajo aquellas sábanas.

―Alguien te echará de menos, Antoine ―me dijo un día de pronto, mientras miraba la taza de café que sostenía en su regazo.

―Nadie notará mi ausencia, ni siquiera ella…

No le mentía. Poco tiempo después de alistarme como voluntario de las Fuerzas Aéreas de la Francia Libre, había dejado escrito en una pequeña nota: «Si me derriban no extrañaré a nadie. El hormiguero del futuro me asusta y odio su virtud robótica. Yo nací para jardinero. Me despido». Recuerdo con exactitud, de una manera extraña, aquellas palabras.

La tesis de la «autómata enamorada» de James me pareció una aberración nada más conocerla. La teoría de Lashley, defendiendo con reservas el conductismo, me molesta desde que la formuló y ha producido en mí el desasosiego por un futuro que no acierto a desear ni siquiera en lo más remoto de mi ser. Por eso, volver me parecía un despropósito, un esfuerzo innecesario que no quería hacer, que no estaba dispuesto siquiera a pensar.

Pero, a pesar de todas mis flaquezas, mi pesimismo, ella seguía sonriéndome como si solo nosotros existiésemos en un universo que se había transformado en su pequeño jardín al sur. Después de las comidas, encendía la destartalada radio que le había comprado el marido poco antes de morir. Escuchábamos las noticias con la ávida esperanza de que París fuese liberada con premura. Hablábamos durante horas de la posibilidad de que los aliados entrasen en Francia.

Algunas veces, no voy a negarlo, la deseaba con furia. Me hubiera abalanzado sobre ella y la hubiera tomado sin desvestirla siquiera. He de decir en mi descargo, que jamás ocurrió así. Cuando la llevaba a la cama en brazos, me sumergía en sus pequeños ojos verdes, sin dejar de sonreírle. Ella se dejaba acariciar, me invitaba a invadirla como en aquella espantosa guerra, pero sin el menor atisbo de violencia. Nuestras caderas se movían acompasadamente, despacio en un principio, con ansiedad cuando nuestros alientos se iban encontrando en el aire del otro.

Alguna vez le dije que debía irse de aquel lugar. En realidad, ya nada le ataba al reducto del mundo que no le permitía mirar más allá del nogal que sembró el abuelo Jules y el aire asfixiante que terminaba por cubrir su espalda de un tenue rocío de sudor al final de la tarde.

Después de hacer el amor, siempre me besaba los párpados y me susurraba al oído:

―Mi pequeño amante caído del cielo.

En varias ocasiones fue al pueblo en bicicleta para malvender lo poco que le quedaba y comprar, más tarde, algunos alimentos que los contrabandistas ofrecían por precios mucho más altos de lo que ella podía permitirse. La última mañana que fue al pueblo para conseguir algo de pan, tomé la decisión.

Me senté a esperarla bajo el nogal. Sostenía en mis manos los papeles en los que había estado escribiendo todo este tiempo. Cuando Marie regresó, me vio allí como petrificado, sin apenas parpadear, soltó la bicicleta y corrió a sentarse a mi lado. Después de unos instantes sin hablar me dijo:

―No tienes que sentirte mal, Antoine. Ambos sabíamos que esto no podía ser para siempre.

Se hizo un silencio incómodo de nuevo. Definitivamente, el diablo tenía el aspecto de Louis Amstrong. La calima distorsionaba la visión de las rosas, de la tierra. Yo recordaba mi escritorio. No pensaba más que en los libros que dejé abiertos, en las notas que había tomado antes de que todo aquello ocurriera.

Marie se puso en pie, se pasó la mano por el pelo y luego por la falda.

―Marie ―pronuncié su nombre cuando había dado tres pasos en dirección a la bicicleta caída.

Ella se paró, pero no se volvió a mirarme.

―Quiero dejarte esto ―continué diciéndole.

Le tendí las páginas escritas que sostenía en mis manos, pero ella no las cogió. Siguió andando y se perdió en el interior de la casa. Entré tras ella, dejé el manuscrito sobre la mesa del salón y me escondí en mi habitación. Pasé una hora sentado en la cama, observando la foto de Consuelo.

Ella ya no me pertenecía. Hacía un mes que mi avión había desaparecido y nadie había sabido nada de mí desde entonces. Yo estaba seguro de que Consuelo habría dejado de esperarme. Un mes es una eternidad en tiempos de guerra. Cuando las ciudades se llenan de ruinas, el destino de un hombre no es más que un cascote.

En la casa, como suspendido por un hilo invisible, persistía el aroma a lavanda. El silencio permanecía inamovible en todos los rincones. El calor persistía. Cuando salí a la calle desierta, sentí una punzada hiriente en el estómago.

Al pasar ante la ventana abierta de una de las pequeñas casas que bordeaban la salida del pueblo, escuché la noticia: «Las tropas alemanas, situadas en París, se han rendido al general Leclerc».

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