Diseño sin título 5

La casa es nuestra, de Yolanda Camacho

#LeoAutorasOct | Un día, un relato | Día 03

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Imagen de la página 42 de «Australian insects» (1907)

Mucha gente me ha preguntado durante las últimas semanas si tenía pensado escribir sobre el caso de Teresa M. H. en el blog y, de ser así, por qué estaba tardando tanto en hacerlo.

Creo que ya sabéis que prefiero no tratar las cosas a la ligera. En lo que se refiere a misterios sin resolver me gusta informarme a fondo y no hablar de temas que todavía no han sido investigados en profundidad. Al fin y al cabo, esto no deja de ser una afición para mí, no soy periodista ni nada parecido. Pero, ya que habéis insistido tanto, aquí os traigo, en primer lugar, un breve resumen de la situación en la que se encuentra el caso, seguido de mi opinión y la transcripción del reportaje dramatizado emitido en el programa número seis de la temporada octava del espacio Dimensiones ocultas del canal 5.

Sé que a estas alturas ya se ha hablado de sobra de ese reportaje, pero también sé que la gente tiende a precipitarse y que muchas personas ni siquiera se habrán tomado la molestia de verlo entero. Por eso os traigo su contenido íntegro.

Todo el mundo dice que los redactores del programa escriben sus crónicas con la misma ligereza que si trabajaran bajo los efectos de sustancias psicotrópicas, y que la mayoría de las veces se permiten bastantes licencias, por así decirlo, a la hora de mostrar los hechos a los espectadores.

No obstante, y pese a toda la polémica desatada por el tono perturbador y el incomprensible final de los que fue dotada la noticia de la muerte de Teresa M. H., la investigadora y redactora del informe insiste en que en esta ocasión (es decir, en todas, ¡pero en esta más que ninguna!) solo se ha limitado a plasmar la realidad.

Que el caso resulte ser algo mucho más terrible que una inofensiva invasión de insectos en el hogar no es, desde luego, culpa suya.

La directiva del programa ha preferido guardar silencio mientras las distintas versiones y especulaciones acerca del escabroso asunto proliferan a sus anchas en los distintos medios de comunicación, desde los más rigurosos y respetuosos con la víctima hasta aquellos que nunca dudan a la hora de montar auténticos circos en torno a la desgracia ajena.

Valeriano Fulgencio, tertuliano habitual de El debate nuestro de cada día, del canal 1, afirma que estamos ante un ejemplo de absoluta falta de ética periodística en el que se ha dado prioridad de un modo bochornoso al incremento de los índices de audiencia en base al morbo y la información ya no sesgada, sino inventada. Aunque, según el veterano periodista, no sería esta una conducta de extrañar en el equipo de Dimensiones ocultas. «Si tuvieran que ceñirse únicamente a la verdad», asevera, «esa gente no hablaría de absolutamente nada».

No puedo decir que esté de acuerdo con él. Recordaréis que Valeriano Fulgencio dirigió entre 1976 y 1983 la revista Enigmas de nuestra era y escribió libros con títulos tan vehementes como Los extraterrestres viven entre nosotros hasta que, un buen día, experimentó una gran revelación (o lo que quiera que fuera) que lo convirtió en un católico devoto y propició su alejamiento del mundo de lo extraño. Es un tipo que, en mi opinión, perdió algún tornillo, se quedó anclado en el periodismo del siglo pasado y hoy por hoy considera que cualquier acontecimiento que invite a abrir la mente es una amenaza en sí mismo. Pero también sabéis, porque he hablado de ello muchas veces, que los responsables de Dimensiones ocultas no son santos de mi devoción. Investigadores tan sensacionalistas son los causantes de que el mundo de lo paranormal goce de tan mala fama y de que a toda persona aficionada a este campo se la etiquete de pirada.

La youtuber Bea Somontano, a la que, como ya sabéis, entrevisté en el artículo «Youtubers del misterio: los investigadores de lo desconocido conquistan internet», comentaba en su último vídeo, dedicado al célebre caso, que no piensa tomar partido porque únicamente cree (o niega con rotundidad) en base a lo que observa con sus propios ojos. Esta suele ser una posición habitual en Somontano: solo se posiciona abiertamente en aquellas ocasiones en las que ha podido desarrollar una investigación de campo en primera persona. Opina, no obstante, que los reporteros de Dimensiones ocultas nunca habían exagerado hasta estos límites y que una cosa es tratar una noticia de forma efectista y otra muy diferente aderezarla con elementos tan desconcertantes.

Eso mismo opino yo, y no por querer defender, ni mucho menos, a los integrantes de ese programa que creo que perdió el norte hace tiempo. Me parece que el caso resulta demasiado extraño como para ser verdad, sí, pero también demasiado para no serlo. ¿Qué clase de persona se inventaría algo semejante?

Además, estamos dejando de lado un tema muy importante: si el contenido del reportaje procede de las declaraciones del novio de Teresa M. H. y de los informes de los agentes de policía que se personaron en el domicilio (y recordemos que desde «El expediente Vallecas» no contábamos con actas policiales que reflejaran hechos tan insólitos), ¿por qué ninguno de ellos se ha pronunciado todavía? ¿Por qué no ha aparecido nadie para desmentir lo mostrado en el programa y dejar claro que ese final de película de terror jamás sucedió? ¿Por qué nadie ha denunciado al equipo de Dimensiones ocultas?

La única persona del entorno directo de Teresa M. H. que ha abierto la boca para quejarse (aprovechando, como ya sabéis, para salir en todos los programas de salseo mañanero) ha sido el presidente de la comunidad de vecinos, al que le parece lamentable que un suceso de por sí tan triste haya sido adornado con tamaña sarta de mentiras. Claro que, como persona que continúa viviendo en el edificio, es fácil comprender que haya optado desde el principio por no dar ningún crédito a la versión del polémico reportaje.

Hay quienes piensan que el novio no aparece porque solo quiere olvidarlo todo, dejar correr el tema, pero a mí no termina de cuadrarme. Si yo acabara de perder a mi pareja por un desafortunado accidente y un programa de la tele convirtiera lo ocurrido en un expediente X no me haría demasiada gracia. Me parecería, como mínimo, una falta de respeto.

No sé qué más deciros. Me temo que solo estoy divagando y que, en realidad, da igual lo que piense. Por ahora todo es un misterio y estoy segura de que continuará siéndolo durante mucho tiempo. O no, quién sabe.

Os dejo, como despedida, la transcripción del reportaje para que podáis analizar el tema con tranquilidad. Como siempre, no olvidéis compartir el post si os ha gustado y contarme vuestras impresiones en los comentarios.

Todo comenzó el día en que la arquitecta Teresa M. H., de veintisiete años, vio a uno de esos bichos correteando por la encimera de la cocina. Era brillante, alargado y de color marrón oscuro. No pudo saber con exactitud a qué subespecie pertenecía, pero parecía evidente que formaba parte de la familia de las cucarachas.

Teresa odiaba a todos los insectos por igual. Bueno, tal vez no a todos. Algunos, desde luego, le resultaban mucho más repulsivos que los demás (como las cucarachas), pero también había otros que, por el contrario, le parecían simpáticos. Tal era el caso de los grillos: adoraba su sonido en las apacibles noches veraniegas.

Pero daba lo mismo, porque los bichos que correteaban por cualquier rincón de su casa no eran grillos.

Y es que a partir de esa primera ocasión en que descubrió a uno de ellos ocultándose tras el frigorífico, fue como si se alzara una veda imperceptible en su hogar. Esos seres comenzaron a aparecer por todas partes.

Teresa pensó que lo que hacía falta era realizar una limpieza exhaustiva en el piso. Ya hizo una nada más mudarse, a pesar de que se lo había encontrado todo bastante limpio, pero supuso que no había sido lo suficientemente concienzuda.

Así que limpió. Quitó el polvo, pasó la aspiradora y fregó hasta el último rincón.

Al finalizar, observó triunfante su obra. Como colofón, echó insecticida en los lugares que parecían poseer un mayor riesgo de infección.

Y luego se fue a la cama, rendida pero feliz. Se había librado de todas esas pequeñas bestias inmundas. Por fin sentía que estaba en casa y no en un extraño agujero habitado por repulsivos inquilinos que observaban ceñudos todos y cada uno de sus movimientos.

A la mañana siguiente, Teresa M. H. despertó como de costumbre: enfadada con el despertador y con su irritante pitido. Alargó la mano, tanteó en busca del interruptor y la luz inundó su rostro. Entornó los ojos para enfocar la vista al tiempo que se desperezaba.

De pronto advirtió que un punto oscuro cruzaba velozmente la pared de enfrente. Se acercó. En efecto, era un bicho de esos.

Una maldita cucaracha.

«Solo se trata de una rezagada», pensó. «Seguro que todas las demás ya han muerto gracias al insecticida». Cogió un kleenex, atrapó al bicho con cuidado cubriéndose los dedos con el pañuelo y, a continuación, lo envolvió obsesivamente hasta estar segura de que no podría escapar por ninguno de los pliegues y rozarle los dedos con sus odiosas antenas. Después quemó el bulto con el encendedor de la cocina y, acto seguido, lo tiró a la basura.

Teresa era consciente de que su animadversión hacia los insectos era desmesurada y tal vez un poquito enfermiza. Solo eran seres pequeños a las que podía aplastar de un pisotón.

Sí, lo sabía de sobra. Pero aun así no podía evitar ser presa de una repulsión incontrolable. De pronto se quedaba bloqueada, incapaz de reaccionar con rapidez y resolución. Casi siempre se sentía como si estuviera a punto de enfrentarse a una bestia descomunal. Solo lograba moverse y acabar con alguna cucaracha tras una intensa lucha contra su asco, tal vez miedo, y gigantescos esfuerzos para lograr hacer acopio de coraje.

Pero ya no había de qué preocuparse. Seguro que ahora, tras las medidas cautelares, no regresarían.

Logró quitarse el tema de la cabeza lo suficiente como para disponerse a girar la llave, al regresar a casa por la tarde, sin preguntarse si se encontraría con una horda de cucarachas rabiosas dirigiéndose a ella a través del pasillo.

Fue a su habitación, dejó el bolso sobre la cama y se encaminó al cuarto de baño.

Al encender la luz no pudo reprimir un grito.

El lavabo estaba lleno de bichos. Debía haber ocho o diez, y se movían con pereza sobre la blancura del mármol.

Causaban un contraste casi obsceno.

Intentó calmarse. No hizo ningún intento de atraparlos ni ahuyentarlos. Simplemente salió del baño, cerró la puerta y buscó en internet el teléfono de un fumigador.

Encontró uno. La telefonista le pidió los datos para poder enviar a un operario al día siguiente.

Al día siguiente.

Teresa M. H. podía comprender que a esas horas de la tarde resultaría prácticamente imposible hacerse con un fumigador que pudiera acudir a su casa en el acto, pero aun así protestó. Realmente necesitaba una solución inmediata, no podía esperar. La mujer del teléfono no pudo hacer nada. Le explicó que lo lamentaba, pero que todos los técnicos tenían programadas las visitas y, además, ya eran las siete y cuarto de la tarde y la empresa terminaba la jornada a las ocho. Podía sentirse agradecida de que hubiera un hueco providencial a primera hora de la mañana siguiente.

Teresa aceptó, furiosa.

Decidió que era totalmente descabellado pretender pasar la noche allí sola en compañía de esos seres. Su repulsión hacia ellos se estaba incrementando por momentos.

Llamó a su novio, Manuel L. C., de veintinueve años e informático de profesión, con el que había quedado para cenar un par de horas más tarde, y le avisó de que pasaría la noche con él. No se sorprendió demasiado: eran muchas las ocasiones en que dormían juntos.

Durante la cena, Teresa le explicó lo sucedido. Él la observó intrigado durante todo el relato y después se quedó en silencio, visiblemente perplejo.

—¿No crees que estás exagerando? —preguntó.

Ella dejó escapar una risa cargada de ironía.

—Me alegro de que te quedes conmigo esta noche —continuó el joven—, pero no me esperaba un motivo tan absurdo.

—¿Absurdo? ¿Cómo puedes decir eso? Tengo la casa llena de bichos asquerosos, no paran de aparecer. Y, además, no tiene nada que ver con la limpieza, porque ahora mismo todo está como los chorros del oro.

Manuel L. C. se echó a reír, sin comprender todavía su preocupación y alimentando más todavía el enfado de su novia. En cualquier caso, no le apetecía discutir ni hacer que se sintiera peor, así que se limitó a cambiar de tema. Ella continuó molesta, pero desde luego no lo suficiente como para considerar la idea de regresar a casa a dormir.

A la mañana siguiente Teresa M. H. llamó a su jefa para avisarle de que se retrasaría y llegó a casa solo con la suficiente antelación como para no tener que hacer esperar a los fumigadores.

Los dos señores llevaron a cabo su tarea y, al finalizar, la joven se marchó al trabajo satisfecha porque, al fin, había podido librarse de una vez y para siempre de esos seres despreciables.

Dos días más tarde hallaron a Teresa M. H. en el cuarto de baño.

El día anterior no había acudido al trabajo, desde donde intentaron contactar con ella varias veces sin ningún éxito.

Por la noche, Manuel L. C. comenzó a inquietarse, ya que no lograba tampoco establecer contacto y llevaba sin saber nada de su novia desde la última vez que se vieron, cuando se había mostrado tan preocupada por el asunto de los insectos que hasta había preferido dormir fuera de casa.

Llamó a los padres, que residen en otra comunidad autónoma, pero se encontraban en la misma situación de desconocimiento.

La policía, finalmente, tuvo que forzar la puerta de la vivienda, no sin antes expresar su extrañeza porque Manuel L. C. no tuviera llaves propias, lo que le cargó con una inquietud adicional: que su relación no fuera tan en serio como él pensaba.

La joven se hallaba desplomada sobre las baldosas del baño.

Estaba muerta. Fría y rígida. Una palidez cerúlea cubría su piel.

Todo apuntaba a que había sufrido una caída; de la cabeza había brotado abundante sangre. Sin embargo, y a juzgar por su mirada congelada, no parecía haber sido el golpe lo que la había matado.

En los ojos abiertos permanecía una expresión de auténtico pavor.

Cualquiera podría haber pensado, al observar su aspecto, que había muerto de horror.

Todavía se desconoce qué ocurrió en aquel cuarto de aseo.

Nadie es capaz de explicarse de dónde salieron las decenas y decenas de cucarachas que rodeaban el cuerpo de la fallecida en una suerte de turbador velatorio.

Y tampoco llegaron a saber de dónde provino el coro de voces chirriantes, metálicas, que hizo llegar a todos los presentes un inquietante mensaje:

—La casa es nuestra.

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