#LeoAutorasOct | Un día, un relato | Día 19
Hambre. Tenía hambre. Había sido un día duro en la oficina. El estrés le comía las entrañas y, tras acabar un plato de verduras con cuscús que había dejado preparado para almorzar, abrió el congelador y sacó una pizza cuatro quesos que se reservaba para días como estos, en los que el trabajo incesante la había dejado sin energía. La pizza y el cuscús le supieron a poco y decidió comerse las sobras de la paella del lunes, que guardaba para un caso de emergencia; estaban deliciosas, aunque frías. Una vez el plato quedó vacío, sus tripas volvieron a quejarse. Armario por armario, fue devorando todo alimento que había en la cocina. Latas de conserva, patatas de bolsa, pepinillos en vinagre. El hambre seguía allí carcomiéndola por dentro. Continuó con la despensa hasta que ya no quedó absolutamente nada en casa. ¿Y ahora qué podía hacer? Seguía teniendo hambre.
Decidió salir a la calle. A lo mejor un paseo le hacía matar el gusanillo. No sabía dónde lo había leído pero el sol también nutría el cuerpo. Había gente que sólo se alimentaba de la luz del sol. Se llamaban seres pránicos y se suponía que eran el siguiente eslabón en la evolución humana. Se tumbó en el parque para tomar un baño solar pero aquello tampoco funcionaba. Un gruñido estomacal la sacó de la relajación y al girar la cabeza vio un McDonald’s justo al otro lado del parque. Corrió hacia allí y pidió un menú BigMac extra grande. Comió con avidez. Más bien devoró aquella comida saciante en un minuto. La familia que tenía al lado la miraba extrañada y un niño pequeño la señalaba con un dedo acusador. Por un leve segundo, se sintió fatal. Sin embargo, el hambre continuaba allí. ¿Qué le estaba ocurriendo? Salió avergonzada del local bajo la atenta mirada de la clientela. No podía pedir nada más sin notar el reproche de la gente sobre sus hombros.
Deambuló por la ciudad, cansada y hambrienta. Cada vez que veía un restaurante que le llamaba la atención entraba a degustar la mayor cantidad de platos que su dignidad le permitía. Comía como un animal. Estaba ansiosa y confusa. Cuanto más comía, más hambre sentía. La ruta gastronómica acabó cuando le rechazaron la última tarjeta. No tenía más dinero. Fue su primera voz de alarma. ¿Cómo había podido gastar el sueldo de ejecutiva en un solo día y únicamente en comer? No lo entendía.
Una de sus compulsiones siempre había sido la comida. Cuando era adolescente, a la menor señal de estrés, iba a la cocina y se comía lo primero que encontraba. Así saciaba el hambre y calmaba los nervios. Era la mejor solución a todos los problemas. Lo que le estaba sucediendo hoy era diferente. Era como si en su estómago tuviera un agujero negro que ella fuera incapaz de llenar.
Volvió a casa y se echó a llorar. Tenía hambre, mucha hambre. Empezó a dar vueltas de habitación en habitación. Parecía un animal enjaulado. El movimiento la ayudaba a pensar. Así encontraría la respuesta a su problema. Revivió el día en la cabeza. El CEO de la empresa donde trabajaba la había llamado al despacho porque los números no cuadraban, estaban perdiendo dinero y todo era por su culpa. El proyecto que tanto había defendido y en el que tanto había creído había resultado ser una estafa piramidal. Ella había caído como una niña con coletas y todavía no comprendía cómo se había dejado engañar de semejante manera. La despidió. Y sin duda aquello había sido traumático pero no tenía que preocuparse. Varias empresas se la disputaban gracias a su excelente currículum. No tendría problemas en encontrar un nuevo puesto a pesar de la garrafal metedura de pata. El teléfono sonó para sacarla de sus ensoñaciones. Era Tim, su novio:
—¿Dónde estás? Llevo buscándote todo el día. Caitlin me ha dicho lo de tu despido. ¿Estás bien? —Laura callaba en la otra línea—. Laura, por favor, contéstame. Fue sólo un error, ya verás cómo pronto encuentras un nuevo trabajo. Y seguro que será mejor. No tengo ni el mínimo ápice de duda. —Laura seguía en silencio—. Amor, va, dime algo. ¿Estás enfadada conmigo? Ya sé que fui yo el que te sugerí la inversión. No pensé que fuera una estafa. Todo parecía estar en orden. Cariño, dime algo. —Laura entonces recordó el motivo que la llevó a creer en aquella propuesta. Tim se la había presentado y, según él, era una gran oportunidad que la empresa no podía dejar escapar. Y lo creyó. Creía en Tim sobre todas las cosas. Su hambre rugió. Estaba enfadada—. Reina ¿quieres que vaya a verte? Seguro que con compañía, el mal trago pasa mejor.
—OK, ven rápido y trae algo de comer —demandó la ex ejecutiva.
—En treinta minutos estoy ahí, princesa —prometió el embaucador.
Una hora más tarde, Tim no había aparecido todavía. Laura era un león furioso. El timbre sonó. Ella sonrió en la puerta. El ama de casa perfecta. Lo besó afectuosamente mientras le arrebataba las bolsas del tailandés de la esquina. El olor la embriagó y se olvidó de Tim. Abrió los paquetes y devoró los menús en menos de cinco minutos. Al acabar, seguía estando insatisfecha. El chico la miraba asustado. Laura había dejado de ser Laura. Los ojos dorados tenían un aspecto macabro y la risa retumbó diabólica en las paredes del edificio. Se aproximó a su prometido y, en un instante, le atravesó el pecho con una poderosa garra. El corazón todavía latía entre sus dedos. Lo lamió saboreándolo. Tim cayó al suelo como un leño seco.
Se tragó el órgano de un mordisco y, ansiosa por saborear el siguiente bocado, miró el cuerpo inerte. Quiero más. El hambre se iba apaciguando lentamente mientras devoraba a su novio en el suelo. Fue royendo el último hueso que Laura se sintió plenamente satisfecha. Observó el esqueleto de Tim con atención y respiró hondo, tranquila y en paz. Puso todos los restos en una bolsa, recogió los desperdicios que yacían desperdigados en la cocina, se dio una larga ducha reconfortante y se fue a la cama con la convicción de que mañana iba a ser un gran día.