#LeoAutorasOct | Un día, un relato | Día 20
Julie apretó con fuerza la pequeña caja de cartón entre sus diminutas manos. Insegura, pasó las uñas de la mano derecha, veteadas con los restos supervivientes del esmalte rosa favorito de su madre, por los agujeros de la tapa. Algo dentro se movió y la niña se mordió el labio, dos mitades dentro de ella luchaban por salir vencedoras.
Julie quería a Vincent y Vincent quería a Julie, por eso estaba ella allí, escuchando el chirriar de las chicharras en los árboles que se extendían a su alrededor como una telaraña intrincada, como una red extendida a su alrededor para atraparla. Por eso estaba en el inicio de la calle Horning, sintiendo las gotas de sudor deslizarse por la nuca, en lugar de en su casa, a diez minutos andando a paso de niña de allí.
Los adultos (o por lo menos mamá y papá, con sus trajes de domingo bien planchados y sus sonrisas brillantes) siempre decían en las reuniones con sus amigos que los niños no sabían lo que era el miedo, que actuaban sin pensar en las consecuencias, porque el miedo era algo de mayores. Pero ella sabía que era mentira, que si aquella garra acerada que se le clavaba en el estómago y le hacía sentir arcadas, si aquella sensación de vulnerabilidad absoluta, que hacía latir su corazón a mil por hora, no era miedo, entonces el miedo no existía.
La casa que se alzaba al final de la calle, como un general solitario, único superviviente de un batallón de cadáveres de mansiones en descomposición, poblaba sus pesadillas desde hacía meses, desde que Vincent había empezado a ponerse enfermo. Mamá criticaba a gritos en la iglesia las cortinas de la señora Piers y el color de los postigos del señor Morgan, pasado de moda en su opinión, pero del número 13 de la calle Horning… del número 13 nunca decía nada; aunque el aspecto de la casa, con su porche pintado de rojo oscuro, como si fuera la boca de un monstruo enorme preparado para engullir a los incautos visitantes, fuera cuanto menos peculiar.
Todo el pueblo evitaba la casa, evitaba la calle y sobre todo, la evitaba a ella. A Marcia White, la bruja, siempre en la esquina de la mente de todos sus conciudadanos, siempre en el borde de la conciencia, acechando en el límite de lo real. Nunca decían su nombre, pero cuando te portabas mal siempre andaban detrás de ti con la amenaza. «Pórtate bien o la bruja vendrá a buscarte» y Julie, como todos los niños del pueblo, sabía que era cierto, porque la había visto en el supermercado, comprando bizcochos de naranja, que nadie más compraba, pero que el encargado no se había atrevido a dejar de pedir por miedo a enfadarla.
Ahora podía verla, inclinada entre las malas hierbas de su jardín, que le llegaban a la cintura. Y sabía, como sabía que los domingos había tarta de postre, que ella sabía que estaba allí. Sentía una mirada clavada en cada gancho de plástico de colores y en cada peca de su pequeño cuerpo y sentía, como sentía el enfado de su abuela cuando rompía una de sus tazas de porcelana, que a Marcia White no le gustaba esperar.
Conforme las pequeñas sandalias rosa chillón que envolvían sus pies recorrían el sendero hasta la casa, la presión en sus oídos aumentaba y cada sonido se amplificaba. Tres veces estuvo Julie a punto de girarse y salir corriendo, de vuelta a su vida, a su té de las cinco con el unicornio Paul y el oso Freddie, y tres veces se movió el animalillo dentro de la caja, animándola silenciosamente a continuar. Finalmente llegó a la verja y paró, temblando tanto que la grava del camino seguía crujiendo bajo sus pies.
—Señorita White —llamó la niña. Nunca había oído a nadie llamarla así, pero tampoco había oído a nadie hablar con ella—, vengo a pedirle un favor.
Ella, que seguía doblada entre las hierbas, se tensó y se irguió, elevándose entre la maleza como los globos de helio de la feria. Cuando se giró y la miró, las rodillas de Julie empezaron a temblar violentamente y a chocar entre ellas como dos sonajeros. Y cuando recorrió la distancia hasta la verja y se inclinó hacia delante para ponerse a su altura, su corazón empezó a latir a toda velocidad, tan fuerte que seguro que ella podía oírlo.
—Bien, Julia Ann Collington. —Sonrió, y ver sus dientes blancos y sanos tan cerca fue como ver a un tiburón acercarse nadando en un acuario—. Tienes toda mi atención.
Marcia White no tenía aspecto de bruja. Era alta, delgada, con una larga melena lisa castaña oscura sobre la que podía sentarse y no tenía ni una sola verruga. Es cierto que vestía un poco… holgada, pero en ningún caso podría catalogársela de hippie, no estaba metida en ninguna secta extraña, no acudía a las reuniones de los miércoles en el centro cívico para hacerse limpiezas de aura e incluso en una ocasión se la había visto paseando por el parque con un vestido amarillo. Pero aun así, no cabía duda de que era una bruja. En aquel momento, llevaba el pelo recogido dentro de un pañuelo, por lo que sus ojos, grandes ya de por sí, parecían aún más amenazantes.
Los otros White vivían al otro lado del río, en la zona más pudiente del pueblo y, de no ser por el apellido compartido, nadie creería jamás que existiera alguna relación entre el anciano matrimonio, rodeado de hijos, nietos y terriers, y la extraña White de la calle Horning.
Las hierbas del jardín acariciaban sus pies mientras seguía a la dueña de la casa hacia la entrada; a cada uno de sus pasos, el porche, y la oscuridad de su interior, estaban más cerca y, sin embargo, la certeza de que tenía que llegar hasta el final le caía sobre los hombros como una verdad arrolladora. Los escalones de madera gruñeron bajo su peso, aunque no habían emitido ningún ruido bajo los pies de la señorita White, que la esperaba justo bajo el umbral de la puerta.
—¿Vienes? —preguntó.
Una corriente de aire helado acarició su rostro, empujándola silenciosamente hacia atrás, hacia la verja, el camino y el mundo que se extendía más allá. «Huye», parecía decirle la casa, «huye antes de que sea tarde». Pero si algo caracterizaba a la pequeña de los Collington era su tozudez y por ello, a pesar de que el temblor se había extendido a todo su cuerpo, avanzó hacia delante y atravesó el umbral.
Lo primero que le llamó la atención de la casa de la bruja fue que no había ninguna televisión a la vista. Lo segundo fue el hecho de que el ritual diario del plumero que su madre realizaba en su hogar, aquí era bastante raro (o, teniendo en cuenta el espesor de la capa de polvo, inexistente). Pero todo esto solo duró unos segundos en su mente, comparado con el asunto de los móviles de viento.
Colgaban por todas partes, en cada quicio de puerta, en cada marco de ventana y en cada lámpara. Se extendían por las techo e incluso colgaban por debajo de las mesas y las sillas, cubriéndolo todo en silencio, transformando el interior de la casa en un continuo de movimientos sinuosos y acompasados, mecidos por la extraña corriente de aire que la había empujado hacia afuera antes de entrar y que seguía allí, rodeándola con su aliento de hielo. «Ya es tarde, ya es tarde» parecía susurrar y el sonido de la puerta encajando en su gozne así lo atestiguó.
Los móviles la observaban, no cabía duda. No tenían ojos, pero no les hacían falta, certificó Julie, mientras seguía a la bruja por un pasillo en el que ni siquiera veía el techo. Al principio, pensó que la corriente de aire la seguía a ella, pequeña y rubia sangre fresca en aquella casa extraña. Sin embargo, en seguida se dio cuenta de su error; era a la señorita White a la que seguía, como el cachorrito del señor Brown seguía a su dueño colina abajo cuando lo sacaba a pasear, con una conciencia exacta de donde estaba en cada preciso instante la alargada figura de la dueña de la casa.
—¿Por qué sus móviles no hacen ruido? —preguntó la niña; el pasillo se acababa y necesitaba demostrarse a sí misma que la travesía no se había tragado su voz.
—¿Y por qué tendrían que hacerlo? —contestó la bruja, sin girarse a mirarla.
—Porque es lo que los móviles suelen hacer, ruiditos. Hay uno rosa colgado en la tienda de comestibles que…
Julie no se calló porque White le hiciera ninguna seña, sino por algo mucho más sutil. Un pinchazo suave en la base del cráneo, certero y frío, que le envió con éxito un mensaje en su cerebro de niña gritona: «no estoy dispuesta a perder el tiempo contigo, no estás aquí para eso». En ese instante, se dio cuenta de que Marcia no iba a darle un trato preferente por tener diez años. Las palabras almibaradas, las sonrisas tontas y la paciencia del resto de adultos no era bienvenida allí dentro. Su pequeño corazón se saltó un latido y la puerta de entrada volvió a llamarla con fuerza.
—Piénsate bien eso de salir corriendo a llorarle a mamá, porque nadie de afuera puede ayudarle y, te lo advierto, mi puerta solo se te abrirá una vez.
Ella estaba de espaldas, por lo que Julie fue testigo de cómo el pañuelo se deslizaba hasta el suelo con un simple movimiento de cuello y de cómo aquella melena: larga, oscura y teñida, como solían apuntar en un susurro las mujeres del pueblo, se desplegaba por sus hombros como una telaraña enorme, dispuesta a atraparla, a llevarla dentro, a la habitación que se extendía más allá de la puerta de cristal del final del pasillo.
—Lo-lo haré por Vincent. —Sí, por Vincent, él se lo merecía, se merecía todo aquello, se merecía volver a casa por fin.
—No voy a discutirte eso último, todos nos merecemos más tiempo, ¿no preferirías guardártelo para más adelante? Un favor de la bruja por niño, que no se te olvide, Julia.
Era la primera vez que oía a Marcia White referirse a sí misma como bruja en toda su vida y no dejaba de ser aterrador. Antes siquiera de poder pensárselo, la niña sintió como su cuello se movía de lado a lado, de forma compulsiva e irrefrenable. Quería a Vincent, no había nadie como él.
—De acuerdo, te he dado la oportunidad de arrepentirte dos veces y las has rechazado, tú sabrás lo que haces.
La puerta se abrió hacia dentro con un desagradable sonido de succión y un repentino empujón de aire la precipitó hacia el interior. Y después, todo se quedó en silencio. Pero no era un silencio orgánico, sino más bien como ese instante justo después de que se vaya la luz, ese instante en el que todos los estímulos parecen apagarse y la realidad contiene la respiración. Esta vez, los plomos no volvían a conectarse, todo seguía parado menos la bruja, que se sentó en una silla junto a la mesa camilla y quitó las migas del hule con desdén, algo ante lo que la madre de Julie se habría escandalizado. «Las reglas no se siguen aquí, no se barre», era todo lo que la niña, horrorizada, podía pensar.
Recorrer la distancia entre la puerta y la silla restante, dejar la caja de cartón sobre la mesa y tomar asiento fue como estar en una pesadilla de la que no se es capaz de despertar. Ver las manos de Marcia White levantando la tapa de la caja significaba que aquella pesadilla estaba llegando a su fin, pero porque iba a acabar con ella.
En un rincón de la caja, el volantón de gorrión pio y ahuecó las plumas.
—Tan joven, tan lleno de vida… —susurró la señorita White, extendiendo uno de sus largos dedos y acariciando la cabeza del pajarito con él.
—Se llama Steven, como mi primo —dijo la niña por toda respuesta, con un hilo de voz.
—Mira que sois crueles los humanos. —Julie se moría de ganas de preguntarle qué era ella, si no se incluía a sí misma dentro de la categoría de «ser humano»—. El hilo vital de este pajarito se extiende durante 8 años, 4 meses y 12 días exactamente a partir de hoy, ni más ni menos. 3054 días que le vas a quitar, ¿para qué?
—Para Vincent. Son para que se ponga bueno. —Ya había vuelto a llorar, como siempre que hablaba de él—. ¡No lo entiendes! Está allí solo, no nos dejan entrar a jugar con él, ni puede salir. Le pinchan cosas horribles que le hacen vomitar y perder el pelo y dicen palabras raras como «metástasis» y «terminal», como si fuera una estación de tren en vez de una persona. Se está haciendo cada vez más y más pequeño y… y tengo que salvarle.
—La línea de Vincent se acaba dentro de cinco días, quiero que lo entiendas bien. Si le das los días del pájaro tendrás 3054 días de prórroga, pero esos días también se acabarán y entonces morirá, porque tú ya habrás gastado tu deseo y si seguimos alargando su vida con tiempo prestado al final no será Vincent, será un ensamblaje de vidas robadas: nadie quiere vivir con los días contados de los demás.
—3054 días son muchos días, son muchos más que los días de cole de este año. —Fue todo lo que respondió, mientras se sorbía los mocos.
La bruja suspiró y cerró los ojos un instante. Cuando volvió a abrirlos, había todavía menos de humana en ella. Sin mediar palabra, sacó al pajarito de su caja, que piaba desesperado, y lo puso frente a sus ojos. Su mirada pareció paralizarlo, o tal vez dormirlo; después, le tendió el diminuto cuerpecillo inmóvil a Julie y sacó un larguísimo alfiler de entre sus ropas, que también le tendió.
—No esperarías que fuera a hacerlo yo, ¿verdad? Eres tú la que quieres sus días, lo justo es que seas tú quien se los quite.
Julie se quedó congelada con Steven en una mano y el alfiler en la otra, sin saber qué hacer. Había venido allí buscando justamente eso, pero no había imaginado que le tocaría a ella hacer el movimiento final.
«Los niños no tienen que enfrentarse a estas cosas, los niños son niños», todas las voces de los adultos se repetían una y otra vez en su cabeza. Se supone que los niños no tendrían que pasar por aquello, que a los niños no los toca la desgracia. Que los coches frenan justo antes de que vayan a por la pelota que se les escapa en medio de la carretera, que las enfermedades, más allá de los resfríos de turno, pasan de largo y ni los rozan, que nadie los rapta, ni los encierra, ni les hace daño.
Y, sin embargo, allí estaba ella: con Steven en una mano y el alfiler en la otra. Le bastaba cerrar los ojos para escuchar el pitido de las máquinas, el sonido de la respiración trémula de Vincent y su llanto desesperado mientras suplicaba que lo sacaran de allí.
En realidad, una vez que su mano cogió inercia, no fue tan difícil. Todo terminó más rápido de lo esperado, un instante, un movimiento, y la respiración del pajarito se detuvo para siempre. Un parpadeo, y en su mano ya no había un pájaro, sino un móvil de viento.
—Vete, sal de aquí —espetó la bruja, y nada en el mundo evitó que en aquel último instante desesperado la viera llorar.
La inercia fue también lo que la salvó esta vez. Un paso sucedió a otro, cada vez más rápido, y la casa de la bruja, su jardín y la calle Horning quedaron atrás. El calor volvió a ella como una bofetada, pero ni tan siquiera lo sintió. Cuando llegó a su casa tiritaba y tenía los labios y los dedos de los pies azules y ni tan siquiera escuchó a su hermana preguntarle por su gorrión.
«Se ha escapado», se oyó a sí misma contestar, como desde otro mundo.
Esa misma tarde, la madre de Vincent llamó por teléfono. Habló de milagro y de la voluntad de Dios, aunque casi ni se la entendía de lo rápido que hablaba, consumida como estaba por la emoción. Algo dentro de Julie era consciente de que no debería de ser capaz de escuchar la conversación que estaba manteniendo su madre en la planta baja desde su cuarto en el ático, pero, como tantas otras cosas, decidió ignorarlo.
Vincent salió del hospital en apenas tres días. En una semana ya había vuelto al cole. Uno de los mayores lo llamó niño bombilla y Julie tuvo cero miramientos en empujarlo escaleras abajo. Juntos hicieron el trabajo de Lengua que se les había quedado a medias, se apuntaron a natación en la piscina municipal y volvieron todos los días a casa juntos.
Cuando el niño comentaba lo extraño que era que, desde que había salido del hospital, los pájaros salieran volando despavoridos en cuanto se acercaba, Julie se reía y hacía lo que había visto tantas veces hacer a los adultos: cambiar de tema y hablar del tiempo. Era casi como si, al hablar de vientos y tormentas, los retortijones de culpa se disolvieran.
3 Comments
Bonito Andrea , muy intenso
Me has tocado , como pienso que estás tocada tu.
Ay, papa, cómo me conoces 😅
[…] año pasado un relato al día durante el mes de octubre y, de entre ellos, me llama la atención El móvil de viento, de Andrea Penalva. ¿Por qué? Pues porque sé que tiene brujas y porque Andrea forma parte del […]