Este año también, dentro del marco de la iniciativa Leo Autoras Octubre #LeoAutorasOct, pretendemos dar visibilidad a escritoras en nuestro blog. Para ello, tenemos la intención de publicar un relato al día durante todo el mes. Que lo disfruten.
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Día 25: «4-CHO», de Elisa Macías
Clara llevaba casi tres días sin dormir, sobreviviendo a base de café y ofertas de bebidas energéticas de marca blanca de la multitienda cerca de su piso. Nunca antes había estado tan cansada, pero tampoco tan desesperada, así que estaba decidida a que valiera la pena todo lo que estaba haciendo solo para ser una de las primeras mujeres españolas que hiciera su primer gran descubrimiento a una edad tan temprana. Era por eso que Clara quería aprovechar su Trabajo de Fin de Grado, aunque le costase la salud mental por el camino.
La Facultad de Ciencias de Badajoz cerró, por lo que tuvo que levantar campamento y marcharse con el bote de su siguiente muestra en la mochila y el móvil en la mano para seguir tomando apuntes. Estaba trabajando en una pomada hipoalergénica que pudiera calmar por completo el dolor muscular e incluso del tejido óseo en cuestión de horas no solo en pequeñas lesiones, sino en la más graves. La meta de Clara era conseguir que el margen fuese de minutos y, aunque fuese un objetivo demasiado ambicioso, estaba dispuesta a conseguirlo. Por el momento, solo había conseguido que su crema adquiriese un feo color verde oliva con grumos de dudosa consistencia y un olor avinagrado que no resultaba nada agradable.
Cerró la puerta principal de su piso con más ímpetu del que hubiese querido, sabiendo que iba a llamar la atención de sus tres compañeros, los cuales eran capaces de cotillear y hablar de cinco temas de conversación a la vez. Si tuviera que definir a sus compañeros con un emoji, serían los ojos abiertos que miraban hacia un lado con curiosidad. Quizá era un pensamiento absurdo a causa del cansancio que estaba sufriendo, pero juraría que podía escuchar aquella imagen en el timbre de sus voces.
—¡Ya está aquí la científica loca pacense del experimento Acho! —anunció Noelia.
—Es 4-CH0 —suspiró agotada, sin ninguna intención de discutir. Colgó el abrigo en el perchero empotrado de la entrada y llevó la mochila a la cocina, donde, por desgracia, Noelia se estaba preparando un té helado con unos polvos que había comprado en el hipermercado. En definitiva, una marranada.
—Sigue siendo una frikada, fav si nosotros. —Se echó el rizado pelo hacia atrás con una sonrisa bufona y Clara suspiró. Sabía que Noelia no decía las cosas con malas intenciones, pero creía que tenía que soltar cada una de sus frases como si tuviera que ser graciosa constantemente. Era horrible tener que mantener una conversación con alguien que pensaba que todo el mundo hablaba igual que en internet.
Clara no respondió y dejó el bote del 4-CH0 en su balda del frigorífico, junto a sus otras comidas veganas que cocinaba ella misma para dejarlas preparadas. El nombre de su experimento tenía su razón de ser, era el cuarto que Clara Hernández realizaba en la universidad, y ese se trataba del prototipo cero. Para cuando se dio cuenta de que la mitad de su clase hablaba de él como si fuera el experimento Acho, ya era demasiado tarde para cambiarlo. De todos modos, esperaba que se olvidasen pronto de ello. No era una chica muy popular en su facultad.
Se apresuró para darse una ducha e ir corriendo a la cocina, esperando que a nadie más se le ocurriese cenar tan temprano. Como si hubiesen olido el miedo, sus tres compañeros de piso se habían sentado en la mesa redonda con sus respectivos platos. Nacho, el chico que era aliado, pero solo cuando no le reñían. Soledad, la chica que solo era capaz de comunicarse con muletillas. Y, por supuesto, Noelia seguía allí. Cuatro personalidades muy distintas, pero que podían convivir siempre que no intentaran profundizar mucho en sus relaciones. Mientras Clara no se metiera en sus asuntos (tampoco es que quisiera) y los demás no se metiesen en los de ella (tampoco es que les dejara, aunque a veces era inevitable) todo iría bien.
Murmurando un saludo, Clara cogió algo de pan integral y unos cuantos ingredientes del frigorífico para hacerse un bocadillo. Práctico, ligero y rápido para tener que socializar la menor cantidad de tiempo posible. En cuanto tomó asiento, Soledad apuntó a Clara con su tenedor.
—¿Sabes? He estado con Luis a la hora de comer. O sea, no es que haya quedado con él, me lo he encontrado en la cafetería. Cada uno por su lado, en plan con los amigos.
Casi de inmediato, Clara se tensó. Luis era esa clase de chico que parecía encantador, pero que no lo era en absoluto con el que había mantenido una relación de diez meses, de los cuales solo dos habían sido buenos. Se había pasado más tiempo anhelándole que siendo su novia, ya que siempre acababa sucumbiendo al carisma de Luis. Seguía odiándose a sí misma por aquello. Asintió con la cabeza, poniendo sucedáneo de mortadela y untando uno de los panes con guacamole. Como si le hubiesen dado permiso para ello, Soledad continuó:
—La cosa es que parecía que te echaba de menos, ¿sabes? No dejaba de hablarme de ti, de las cosas que hacíais juntos y tal y cual.
—Pues la próxima vez va a tener que hablarte de las cosas que va a hacer solo —espetó Clara sin muchas ganas de seguir la conversación, aunque no se creía sus propias palabras. Soledad captó el mensaje enseguida, pero Nacho se colocó las gafas, y Clara supo enseguida que iba a enfadarse aún más.
—Creo que lo estás enfocando mal, Clara. Si fueras menos agresiva y más abierta con Luis, podrías llevarte una sorpresa. Siempre hay que entender a ambas partes antes de lanzar un veredicto.
Terminando de prepararse el bocadillo, Clara le dio el primer gran mordisco para ver si podía comérselo cuanto antes. Arrugó la nariz, en parte por su respuesta, en parte por el sabor tan fuerte. Quizá eran los pepinillos, pero sabía más agrio que de costumbre. Sus compañeros de piso le atacaban constantemente por la mala pinta de sus comidas veganas, así que no comentó nada y siguió comiendo para no darles otra razón. Con la boca llena, dijo:
—No creo que seas el más apropiado para hablar de esto, Nacho. Nadie te ha dado vela en este entierro.
El chico frunció el ceño, pero en vez de callarse como debería haber hecho, alzó un dedo, explicándose a sí mismo.
—Lo entiendo, me percibís como un hombre privilegiado, pero en realidad también he sufrido. En el colegio me llamaban cuatro ojos, así que sé cómo se siente que te traten mal.
Clara rodó los ojos, suspirando y dando otro mordisco. Noelia chasqueó la lengua, negando con la cabeza.
—Victimizarse está bien, pero tengo ganas de que saquen la segunda parte.
Esbozando una mueca por otra de las bromas que solo a Noelia le hacían gracia, recogió su plato y los ingredientes, corriendo para encerrarse en su habitación. Pasó las pocas notas que había cogido de su móvil al cuaderno, y del cuaderno al ordenador. Le dio vueltas a algunos cambios en los componentes de su pomada, pero cuando sus parpadeos se hicieron cada vez más lentos tuvo que reconocer que necesitaba un descanso, aunque fuera uno pequeño.
Con un bostezo, apagó la luz de su escritorio y gateó hasta su cama, echándose las sábanas por encima y encogiéndose en posición fetal. La ciencia tendría que esperar un par de horas más.
Lo primero que Clara sintió fue el sabor del cobre en su paladar. Lo segundo, el doloroso pinchazo de su estómago, como un alambre ardiendo que le estuviera atravesando las entrañas.
Confusa y asustada, tanteó su mesita de noche con una mano temblorosa y cogió el móvil para ver la hora. Las cuatro y media de la mañana. Las persianas estaban bajadas del todo y en su habitación no escuchaba ni veía nada. El sudor frío le pegaba la camiseta del pijama a la espalda y los fuertes retortijones le hicieron aullar del dolor. Se puso de pie y, notando sus piernas flaquear, caminó apoyándose en toda pared y mueble que encontraba por el camino. Sabiendo que no tenía sentido que estuviera caminando de puntillas cuando estaba haciendo el mismo ruido que un elefante corriendo por el pasillo, se apresuró por llegar al cuarto de baño, encendiendo la luz de una palmada y cayendo de rodillas antes de vomitar un chorro de líquido negro que parecía alquitrán.
Las lágrimas se amontonaron en sus ojos y los nudillos se le quedaron blancos de tanto aferrarse a la taza del váter por el dolor de su estómago. Su respiración era agitada y la garganta le ardía como si hubiese expulsado cuchillas por la boca. Con las últimas gotas negras cayendo por sus labios, se secó con el dorso de su mano y limpió a duras penas el estropicio con papel higiénico, tirando de la cadena y poniéndose de pie sin poder mantener los ojos abiertos. Se enjuagó la boca y maldijo las ingestas cantidades de bebidas energéticas que había tomado esas últimas semanas y que habían acabado pasándole factura.
Con las piernas débiles y un gruñido, volvió a su habitación y se tumbó de un salto en la cama, durmiéndose casi al instante a pesar del mareo. Ni siquiera había notado que no era capaz de sentir parte de su cuerpo.
Cuando la alarma sonó, era casi como si no hubiese dormido nada. Lloriqueó bloqueando el móvil sin mirar, sentándose en la cama con un movimiento perezoso. Los brazos le cosquilleaban de la misma forma que cuando se dormía la siesta apoyada sobre ellos y sentía una agobiante presión en la cabeza, como dos enormes manos apretando a ambos lados con la intención de aplastársela. Aún tenía el estómago revuelto, así que cogió un ibuprofeno de su cajón lleno de medicamentos y tragó sin necesidad de beber agua, a pesar de tener la garganta y la lengua seca. Clara hacía las cosas de la única forma que sabía: a lo bruto y sin paciencia.
Abrió el armario con torpeza, su cuerpo no estaba muy ágil a primera hora de la mañana. Trastabilló al cambiarse de ropa y se dirigió al cuarto de baño, cerrando con el pestillo y agradeciendo ser la primera que había conseguido hacerse con el servicio. Cogió una toalla limpia, se refrescó la cara y se miró en el espejo para acicalarse mejor. El pavor y la confusión que sentía en aquellos momentos no se correspondía en absoluto con la mirada perdida y mandíbula desencajada que le devolvía su reflejo.
Su pelo, siempre lacio y de un brillante oscuro, lucía apagado y sin vida. Su piel era aún más pálida de lo habitual, de un enfermizo color ceniza que no había conseguido ni aquel verano que no había ido a la playa para pasarlo en la biblioteca investigando para su tercer año de universidad. Sin embargo, lo más extraño eran los detalles. Sus ojos, que jamás habían estado tan hundidos, estaban rodeados por unas profundas ojeras y sus párpados caían como si no se pudieran mantener abiertos ellos solos. No era capaz de cerrar la boca, pero de ella lo único que salía era la respiración agitada y sibilante de Clara.
Un quejido aterrado quedó ahogado en sus labios, los latidos de su corazón golpeando su caja torácica con una vehemencia inusitada. Intentó poner sus pensamientos en orden, temiendo volver a observarse en el espejo y que un rostro casi desconocido para ella le devolviese la mirada. Unos golpes apremiantes en la puerta le hicieron sobresaltarse por el susto.
—Venga, Clara, que sé que te duchaste anoche. No acapares el servicio.
La chica quiso disimular su pánico en un tono neutral, respondiendo que enseguida salía, pero lo único que salió de su garganta fue un lamento parecido al chirrido de una silla al arrastrarse. Por puro instinto, abrió mucho los ojos, o al menos lo intentó. Al otro lado de la puerta, Noelia suspiró irritada.
—Tampoco hace falta ser una borde, al menos date prisa.
Aterrada, Clara esperó a que se alejase y salió al pasillo tras cerrar el grifo del lavabo, tropezando sobre sus propios pasos. Se encerró en su habitación, su pecho subiendo y bajando de forma arrítmica aún emitiendo aquel pequeño trino nervioso. Rebuscó entre las cajas de medicamentos para ponerse el termómetro en la axila. Se sentó en la cama y sopesó las posibilidades. Estaba segura de que no tenía fiebre, al menos no parecían los síntomas. Que ella supiese, no había ningún virus que se estuviera propagando últimamente, como catarros o gastroenteritis (su cara estaba a años luz de parecer gastroenteritis). Solo le quedaba una opción factible, y era que hubiese sufrido una intoxicación.
Dejó caer el termómetro en la cama cuando se puso de pie. Quiso correr hacia la cocina, pero sus piernas no se lo permitieron. No las sentía tan dormidas como sus brazos, pero la sensación era la misma que cuando llevaba todo el día caminando fuera de casa. Abrió el frigorífico y comprobó lo que ya sabía. El bote de guacamole casero estaba lleno mientras que al del experimento 4-CH0 le faltaba una buena parte de su contenido.
Nacho entró, bostezando y con el pelo como un nido de cigüeñas. Clara bufó por la nariz, ansiosa, y gimoteó levantando un poco las manos para llamar su atención. El joven se detuvo en seco antes de fruncir el ceño, extrañado.
—Madre mía, qué mala cara —dijo mirándola de arriba abajo. Clara gruñó—. ¿Qué te ha pasado? ¿No has dormido?
Clara se inclinó hacia el frigorífico, consiguió coger ambos botes al tercer intento, los dedos flácidos y lánguidos complicando la tarea. Cuando los sacudió frente a él, Nacho suspiró con una sonrisa condescendiente, negando con la cabeza.
—Esa comida te va a matar, no te aporta los nutrientes necesarios para vivir. Mi primo es médico y dice que la dieta vegana es peligrosísima.
Clara rezongó, queriéndole preguntar de mala gana qué pensaba el primo médico de que se hubiera metido una pizza cuatro quesos entre pecho y espalda hacía dos días, pero ninguno de los ruidos que podía producir formaban palabras inteligibles. Noelia entró en la cocina con el pelo mojado, formando una mueca de disgusto al ver a Clara.
—Estás hecha mierda, hermana.
—Es la comida vegana, le está destrozando por dentro.
—RT y fav —respondió Noelia pasando por su lado y yendo directa al frigorífico, haciendo que se tuviera que apartar de su camino. Clara quería responder que estaban equivocados, quería poner los ojos en blanco o resoplar, pero su cuerpo se negaba a cooperar. Cada vez se hacía más difícil mantener los ojos abiertos y la boca cerrada. Con una enorme frustración, agarró el 4-CH0 y caminó hasta su habitación, envolviendo una bufanda alrededor del cuello que le tapase la cara.
Lo más inteligente habría sido ir al hospital, pero cuanto más tiempo pasara allí, más tiempo perdería para arreglar su pomada. No la había creado para uso oral, pero desde luego aquella reacción no era muy normal, y el único que podría saber qué ocurría era el profesor Ruiz, su tutor. Tal vez la dosis de relajantes musculares era demasiado fuerte, o la mezcla de algunas de las sustancias había provocado una reacción en su sistema sanguíneo que estaba haciendo que sus músculos se atrofiasen.
Clara salió del piso y, con más determinación que nunca, puso rumbo a su facultad.
Las uñas de sus manos habían adquirido un tono púrpura a su alrededor, su piel estaba fría y un niño se había echado a llorar al ver su rostro demacrado, pero ya no había vuelta atrás. Se preguntó por qué nadie hacía algo más que quedarse mirando y cuchichear con la persona que iba a su lado lanzando miradas de soslayo. Sus brazos se mecían sin ningún tipo de vitalidad a ambos lados de su cuerpo, y Clara se dio cuenta de que, por primera vez y no por las razones apropiadas, sus compañeros de facultad estaban siendo conscientes de su existencia.
Arrastró los pies por los pasillos, caminando mucho más despacio de lo normal. Deseaba que alguien se parase a preguntarle si estaba bien, pero nadie parecía querer acercarse a ella. Su mente intentaba reprimir constantemente el ataque de ansiedad, estaba muy segura de que no hubiera nada que pudiese solucionar con la ciencia, y más algo que, por mucho que le gustase pensar que era una alumna brillante, había creado ella misma. Después de la conmoción inicial, solo le quedaba la esperanza de que sus compañeros y el profesor Ruiz se diesen cuenta de que algo estaba mal y la ayudasen a repararlo. De paso, quizá pasara por alto aquel desliz y no le impidiese seguir con el experimento, o mejor aún, que no le suspendiese el trabajo de fin de grado por ello.
En cuanto lo localizó saliendo de su despacho, un jadeo emocionado salió de ella. Deslizó una de las asas de su mochila por el brazo para poder coger el bote con el 4-CH0, pero no calculó bien la poca fuerza que tenía y la mochila acabó cayendo hasta el suelo. Sus brazos casi no respondían. Flexionó las rodillas, haciendo aspavientos con la mano como si espantara mosquitos para hacer que su mano se cerrase alrededor del asa. Unos mocasines negros se interpusieron en su vista.
—¿Pero qué haces, Clara? Deprisa, que es gerundio. Hoy no puedes llegar tarde a clase, es muy importante.
Clara alzó la mirada, gimoteando, pero el profesor ya había echado a andar hacia el aula al otro lado del pasillo. Clara hizo pinza con sus manos y las apretó tanto para que no se le cayera de camino que empezaba a dolerle. Intentando no caerse con cada empujón que sus compañeros le daban, se abrió paso para poder sentarse en su sitio de siempre, en primera fila. Desafortunadamente, sus lentos andares hicieron que otro grupo de chicos de su edad ocupasen los sitios que normalmente tomaba para esa clase, y no había suficientes sillas libres entre ellos para que Clara pudiera disfrutar de espacio personal. Se fue arrastrando por el pasillo entre las hileras de asientos sollozando con un sonido que murió en su garganta, los brazos cosquilleándole como si un centenar de abejas estuvieran revoloteando dentro de su piel y notando cómo sus piernas temblaban como si hiciese un frío considerable en aquella sala.
Con un suspiro que casi le hizo llorar de alivio, se sentó en una de las sillas de madera y dejó caer la mochila sobre su mesa. Intentó respirar con un ritmo que le hiciera sentirse calmada, aún con la bufanda y el abrigo puestos. Un par de compañeros miraron a su alrededor, confusos por los leves silbidos que provocaba y que no sabían de dónde salían.
El profesor Ruiz esperó a que todos los alumnos se sentasen, con la habitual sonrisa que a muchos les sacaba de quicio por llevar su arrogancia con orgullo, pero que a Clara no le molestaba en absoluto. Se lo merecía después de todos los descubrimientos con los que había contribuido a la ciencia. ¿Qué más daba que no cayera bien a los chavales a los que impartía clase y que fuese el culpable de que el ochenta por cierto de las personas que se matriculaban con él terminaran en otra carrera? Ellos tampoco ponían de su parte, como cuando le apodaron «el Avinagrado» en aquella página tan famosa de apuntes y se quejaron de que les bajara la cantidad de fallos que se podían permitir antes de suspender el examen. Todos afirmaron que había sido muy cruel por responder así a una broma inocente. Ni cruel ni hostias, le habían llamado avinagrado y punto.
—Guardad todo lo que tengáis encima de la mesa excepto un bolígrafo, vamos a hacer un examen sorpresa.
Se armó un tumulto de disconformidad en toda la clase, y Clara solo se lamentó de no estar en las mejores condiciones para responder preguntas. Por un día, ella solo quería que pasasen las dos horas rápido y pudiese hablar con el profesor Ruiz sobre su experimento y su estado. El profesor repartió los exámenes para que se los fueran pasando hasta el final, aún conservando aquella sonrisa socarrona. Clara cogió el folio que su compañera le tendía, pero se quedó mirándolo sin saber muy bien qué hacer.
Poco a poco, los estudiantes fueron callando, aunque de vez en cuando se escuchaba algún que otro chasquido de lengua o bufido de desaprobación. El profesor comenzó las explicaciones de cómo tenían que responder y la chica bajó la mirada hasta su papel lleno de preguntas. Entrecerró los ojos, intentando leer. Las palabras eran borrosas sobre la hoja y no tenía pinta de que fuera culpa de la imprenta. Paradigma. ¿Qué era un paradigma? Tampoco le sonaba haber escuchado nunca las palabras reproducibilidad e hipótesis. Desde luego, aquel examen parecía más difícil que los anteriores.
—Clara, ¿es que no me has escuchado? —La voz del profesor le hizo dar un salto del susto—. Nada de bufandas, y hay que recogerse el pelo. No estamos en Galicia, podrás sobrevivir sin ella.
¿Galicia? ¿De qué estaba hablando? Que hubiese tantas miradas clavadas en ella en aquel momento la hacía sentir como cuando en su colegio la obligaron a repetir un pequeño pasaje de la Biblia de memoria por la actuación de Navidad. Notaba cómo el sudor frío se agolpaba en su frente, y cada vez respiraba menos para que no se escucharan sus silbidos, lo cual la hacía marearse. Tras vacilar unos segundos, Clara se llevó las manos a la cara y se quitó la bufanda con los pulgares, provocando cuchicheos y miradas de sorpresa. Sabía que tenía la boca abierta porque notaba una fina capa de saliva sobre una de sus comisuras. Pensó que, al fin y al cabo, aquella podía ser una buena idea, quizá así la gente se diera cuenta de que necesitaban parar la clase y atender a su problema. Ojalá hubiese tenido menos audiencia, pero no podía desaprovechar la oportunidad. Intentó pedir ayuda con un débil susurro gutural.
Y luego, vomitó.
Se inclinó hacia delante con un pequeño espasmo, escupiendo saliva negra sobre el examen. No fue abundante, pero sí lo suficiente espeso como para mancharlo todo. Los gritos ahogados y los jadeos de sorpresa no se hicieron esperar, y todo el mundo se puso a hablar a la vez. Clara volvió a alzar la mirada, con líquido negro goteando de su barbilla, y vio cómo un chico se ponía de pie, con las mejillas rojas y una vena en el cuello que le hacía ver realmente furioso.
—¡Tiene razón! ¡Joder, por fin alguien se atreve a decirlo! ¡Esto es vomitivo! —dijo blandiendo el examen en el aire y señalándolo con la otra mano, mirando a su alrededor—. No deberíamos dejar que se aprovechen de nosotros con exámenes sorpresa y trabajos abusivos. ¡Escupir tinta en el examen, eso sí que es poesía! ¡Una performance en toda regla!
Al otro lado de esa fila, una chica se puso de pie ante la perplejidad del profesor Ruiz.
—¡No más exámenes sorpresa! ¡Estamos hartos del sistema educativo! —la chica pelirroja cogió su examen y lo rompió por la mitad antes de levantar los puños—. ¡Esto es la revolución!
El profesor Ruiz alzó las manos pidiendo silencio con una expresión estoica, pero los alumnos ya se habían puesto de pie para romper sus exámenes y escupirlos, gritando mientras se dirigían en tropel hacia la salida. Unos cuantos de sus compañeros cogieron a Clara y la llevaron casi como si fuera un jugador de primera liga de fútbol que les hubiese asegurado el gol de la temporada. Clara se sentía muy confusa, y profería gritos que nadie, ni siquiera a diez centímetros de ella, podría llegar a escuchar. Vio la mirada de odio del profesor clavada en ella y quiso decirle que era un malentendido, pero cada vez se la llevaban más lejos.
Por cada salto que pegaban con ella encima de los hombros, la sensación era parecida a que le diesen un puñetazo por dentro, haciendo que su cuerpo vibrase con el movimiento. Si pudiera, estaría chillando de dolor, clavando las uñas en las cabezas de los chicos que la habían cogido. Sin embargo, su cuerpo casi inerte se tambaleaba de un lado hacia otro, había perdido el control de su cuello y los brazos se sacudían como si fuesen gelatina. Clara se sentía como una muñeca sin vida, pero lejos de que a sus compañeros les pareciese terrorífico, se lo tomaron como si estuviera liderando una orquesta, e imitaron sus movimientos como si de un baile se tratase, entre silbidos y vítores.
Para cuando pusieron su cuerpo en el suelo, su facultad se había convertido en el escenario de una masa enfurecida a la que cada vez se había unido más gente. Clara se dejó caer en uno de los bancos con la misma gracia de un espantapájaros, recuperando su respiración y sin saber cómo identificar si su cuerpo le dolía o se había quedado completamente entumecido. No sabía dónde había dejado su cosa para guardar aún más cosas, supuso que seguiría estando en el sitio en el que estaban haciendo el examen.
¿Por qué no recordaba cómo se llamaba aquel objeto y el nombre de la habitación donde llevaba años cogiendo apuntes? Clara se irguió en el banco, barritando como un elefante e incapaz de mantener la cabeza recta. Podía soportar perder capacidades físicas, pero no mentales. No podía estar perdiendo la cabeza y la capacidad de hablar y pensar tan rápidamente, los conocimientos que podía aportar al resto del mundo eran demasiados valiosos como para malgastarlos así.
O lo que era lo mismo: Clara era de ciencias.
Moviendo los brazos casi como si intentara aletear, su garganta vibró con unos gruñidos de los que nadie se dio cuenta. Finalmente, vio que alguien se acercaba al banco de piedra en el que se encontraba. Movió la cabeza para apartar el cabello de su rostro y clavó su mirada en la de aquella persona para poder pedir ayuda. Sin embargo, cuando vio aquellos rizos oscuros y la camiseta de Joy Division, supo que prefería morirse en el sitio que tener que hablar con aquella sonrisa de dientes rectos y mirada aparentemente inocente.
—Hola, Clara —dijo Luis. Cerró los ojos por un segundo, los latidos de su corazón en las sienes, y agachó la cabeza. No podía dejar que la viese así—. Me acabo de enterar de lo que has hecho ahí dentro. Ha sido muy valiente, ¡no me esperaba que le echaras un par de narices!
Clara aulló sin saber cómo tomarse sus palabras. Luis se sentó a su lado, más cerca de lo que ella hubiese querido, y se quedo mirándola. Dubitativa, la chica giró la cadera y le devolvió la mirada, aún con la cabeza ladeada y la mandíbula desencajada. Luis parpadeó un par de veces, sorprendido. Tartamudeó antes de poder decir nada más.
—Estás… estás distinta, Clara —susurró antes de tragar saliva. Tras un suspiro quejumbroso temiéndose lo peor, Luis añadió—: No sé si es porque te he echado de menos, pero joder, estás perfecta.
Notando el estómago revuelto por la impotencia y un rubor que le abrasaba por dentro, pero que no llegaba a sus mejillas, Clara frunció el ceño e hizo el ademán de levantar la mano. Quería golpearlo de pura impotencia, quería gritar y saber por qué todo el mundo parecía no darse cuenta de algo tan… tan… ¿Cuál era la palabra? Clara dejó caer la mano muerta sobre el banco, intentando cerrar la boca, pero con la mandíbula firmemente atascada en su posición. ¿Cuál era la maldita palabra?
—¿A qué viene esa cara? —preguntó Luis y, por primera vez, Clara juró haber visto una expresión de duda y bochorno en él. Luis, su exnovio que pensaba que todas las chicas de la universidad caían rendidas a sus pies y que creía fervientemente en la teoría de que las relaciones poliamorosas eran las únicas relaciones sanas. Se frotó el brazo, incómodo, y sonrió de lado para ocultar la inseguridad—. ¿Estás enfadada? Pensaba que Soledad habría hablado contigo.
Clara negó con la cabeza, o al menos la sacudió muy deprisa e intentó que se moviera lo suficiente para hacer ver su inquietud. No sabia a quién se estaba refiriendo, pero tenía la impresión de que debía saberlo. Se preguntó si su experimento Acho no solo le estaba relajando los órganos hasta el punto de hacer que dejaran de funcionar, sino también su tiesto. ¿Tiesto? Su brazo. No, no era su brazo. Lo que tenía sobre el cuello, esa parte del cuerpo que cada vez le pesaba más y estaba haciendo que cayera a un lado.
Gritó, pero como en una de esas parálisis del sueño que sufría cuando se echaba la siesta después de un día muy intenso, de su boca no salían más que respiraciones desesperadas. Perdió el equilibrio, sus huesos eran cristal y sus cervicales no podían aguantar el mínimo movimiento sin marearse. Con un último golpe, Clara cerró los ojos.
Lo primero que sintió al despertar fue el intenso olor a polvo y naftalina que le resultaba tan familiar. Olía a su primer beso. Alguien cantaba algo sobre entrar partiendo la pana e invitar a la peña, pero Clara no entendía ni la mitad de esas palabras. Abrió los ojos, pero todo lo que la rodeaba eran luces confusas y movimientos rápidos. Algo le aprisionaba el cuerpo del hombro hasta su cadera. Agachó la mirada. Un cinturón de seguridad. Lo demás ya no lo tenía tan seguro. La persona con la que iba montada agarraba una rueda. No, un anillo muy grande con el que conducía su lata de sardinas. Clara sollozó y el chico bajó el volumen de la música.
—Por fin te despiertas —dijo envuelto en un eco ahogado, como si lo estuviese escuchando bajo el agua. Clara quería dormir un poco más—. Tienes que dejar estos hábitos de tomar tanta cafeína y dormir más, esto también lo hacías cuando estábamos juntos.
No sabía qué era la cafeína y qué era un hábito, solo quería que dejase de hablar.
—Sé que debería verte un médico, pero como siempre me insistías en que no pasaba nada… Te dejo en casa, a ver si descansas un poco.
Clara lo miró, esperando poder comunicarse mentalmente con aquel cabeza de chorlito, decirle que hiciera lo correcto, preguntarle dónde había dejado sus cosas, pero él solo sonrió de vuelta, como si estuviesen compartiendo un momento romántico. ¡Para una vez que tenía que haberla llevado y no lo hacía! A ese sitio. Ese con paredes blancas donde atendían a los enfermos.
Lo tenía claro, iba a morir. Joven, sin ningún hallazgo relevante en su corta carrera, dejando atrás mucho que ofrecer y pocas experiencias vividas. La lata de sardinas se detuvo y Clara exhaló lenta y profundamente.
—Oye, mira, lo he estado pensando y tienes razón. Lo mejor será que lo dejemos aquí para siempre —dijo y Clara se dio cuenta de que ni siquiera tenía amigos a los que invitar a un funeral—. Ya sabes cuál es mi filosofía; no te puto pilles. Soy un espíritu libre, y tú estás atada a la universidad. Tú eres calma y yo soy tempestad. Tú eres de montaña y yo soy más de playa. Tú a Londres y yo a California.
Clara se dio cuenta de que ya no recordaba cómo se llamaba esa ceremonia donde la iban a enterrar, y solo la había pensado unos segundos antes.
Desconsolada, se echó a llorar. No hubieron lágrimas ni convulsiones, pero sí un llanto agudo y desgarrador de lo más profundo de su estómago haciéndole daño en sus propios oídos. No duró mucho, pues apenas tenía aire en los pulmones para suspirar. El chico le apretó el hombro, pero Clara no sintió nada.
—Ya sé que duele, pero lo superarás —dijo con un tono afligido que era evidente que estaba falseando. Clara no podía dejar de gimotear. Al cabo de un pequeño rato, preguntó irritado—: ¿Te vas ya o…?
Obviamente, la chica no respondió, pero tampoco podía hacer nada para abrir la puerta y caminar por su propia cuenta. Finalmente, Pablo, o Leo, o Raúl, salió del carro y la ayudó a salir de él, llevándola hasta su mesa. Puerta. Su puerta. Hablaba, pero a Clara ya no le importaba, o más bien ya no podía escucharlo. Su compañera, la de las muletillas, fue la que recibió a ambos y ayudó a sentarla en el pollete. El mueble mullido en el que veían la radiovisión. El mundo para ella era un borrón lleno de luces y colores que daba vueltas como si estuviese montada en un barco. No entendía por qué nadie la había llevado a su cama.
—Qué mal, tía. Vale que quieras ser científica y todo eso, pero no puedes atascar el váter con tus líquidos, ¿entiendes? Que ya nos hemos enterado de lo que has hecho en tu facultad, en plan, no hace falta que atascases de tinta el váter, macho.
El pecho de Clara borbotó en un sonido parecido al de una antigua moto que quería arrancar. Una voz masculina se unió a ellas.
—No, no te pongas a la defensiva, sabemos que ese líquido negro que huele fatal y nos ha inundado el cuarto de baño es tuyo. Es que encima nos miras mal, ¡y nos gruñes! —espetó, y Clara se preguntó si acaso ese chico sabría que era incapaz hasta de enfocar la vista—. Estoy harto de que hagáis lo que os dé la gana solo por ser mujeres. Vivo oprimido, esto es misandria.
—Relaja los tetes —dijo una tercera voz—. A llorar a la llorería, que aquí nadie está hablando de feminismo ni de machismo.
—¿Sabes, Noe? Podrías, no sé, hablar un día como las personas normales, ¿sabes? No te entendemos una mierda de lo que dices.
Clara notaba la lengua contra su garganta. Todo su cuerpo era un continuo zumbido que le impedía sentir cualquier músculo, ni moverlo. Ni siquiera podía cerrar bien los ojos. Agotando la única esperanza que le quedaba, Clara intentó comunicarse. Acho. Malo. Muerte. Nada de eso estaba saliendo de su boca, y lo sabía, pero eran las únicas palabras que su mente podía formar sin colapsar.
—Muy bonito, hermana, encima que te apoyo. Tú podrías, no sé, en plan, aprender a hablar sin repetir lo mismo cincuenta veces.
—Es la primera vez que entiendo una frase entera tuya.
—Y esta es la primera vez que no te victimizas en una frase entera, así que estamos empatados.
Clara no pensaba que moriría en un piso en Badajoz, con gotelé aún en las paredes y con la carrera a medias, durante la discusión más absurda que había presenciado en su vida.
—¡Mira lo que has conseguido, Clara! ¡No nos habíamos peleado en tres años! ¿Qué tienes que decir al respecto?
Tenía tantas cosas que decir. Y sentir. Y soñar. Y terminar. Siempre había pensado que figuraría en los libros de historia por sus innumerables logros, no en los rumores de sus compañeros de clase en los que duraría dos bochornosas semanas. La primera vez que dejaba una impresión en los demás y era por sucesos que ella no había planeado.
Los dedos de sus manos y sus pies quedaron rígidos del todo, y el pinchazo al final de su espalda la hizo estremecerse hasta doblar el cuerpo por el dolor. Su boca terminó por abrirse del todo, pero seguía sin producir ningún sonido. Pensó que terminaría en paz, que sus músculos acabarían relajándose hasta que dejasen de responderle del todo, pero la realidad era que sentía una profunda agonía.
Con un último estertor, hizo lo único que podía permitirse: vomitarse toda la blusa. Y sus compañeros hicieron lo que mejor se les daba: chillar, presas del pánico cuando, llena de fuerza y energía por primera vez en todo el día, Clara se abalanzó sobre ellos.