EL CANTO DEL MAR

El canto del mar, de Nieves Muñoz de Lucas

#LeoAutorasOct | Un día, un relato | Día 31

EL CANTO DEL MAR
Foto de Nevin Ruttanaboonta para Unsplash

Un día antes

—¿No hay otra cama libre?
La enfermera se quedó mirando a la nueva entre las pestañas, como si le perdonara la vida. Soltó el humo del cigarro frunciendo los labios y aplastó la colilla contra el cenicero con rabia.
—¿Tú crees que si hubiera algo libre hubiera metido a una parturienta con esa? —Se recolocó la cofia y alisó la tela del uniforme blanco cuando se levantó del sillón—. Espabila. Hay que preparar la cama. Estará al llegar.
—Dicen que está loca. Esas cicatrices…
—Se metió con quien no debía. Ella se lo buscó.
—Pero… ¿Lo que va contando de su novio…?
La mujer mayor entornó los ojos y resopló.
—¿Y tú te crees todo lo que cuentan los locos, niña?
La otra se dirigió hacia el armario de la ropa limpia sin replicar. Llevaba muy poco tiempo en aquel hospital costero, pero ya estaba familiarizada con el carácter arisco y seco de los habitantes de aquellos pueblos de pescadores. El mar en esas tierras se mostraba feroz, llevándose lo que podía hacia sus entrañas, así que los hombres que se jugaban la vida faenando en él se habían tragado su lado amable muchas generaciones atrás.
Arrastraba los pies. Con cada paso que le acercaba a la habitación del fondo, los zuecos le pesaban aún más, como si caminara a través de un lodazal. Sintió el frío antes de llamar a la puerta.
—Buenas noches, vengo a hacer la cama libre —anunció sin esperar respuesta. La paciente tumbada sobre las sábanas ni siquiera giró la cabeza cuando entró. Inmóvil, las volutas de vaho se arremolinaban a poca distancia de sus labios en cada respiración. Los cabellos rojizos formaban una corona alrededor de su cabeza, como racimos de algas ondulándose bajo el agua. La humedad se condensaba en las paredes y pequeñas gotas de agua dibujaban su recorrido hacia el suelo—. ¿Se encuentra bien?
—Necesito fumar.
La muchacha se sobresaltó al escuchar su voz y soltó de golpe la ropa sobre el colchón.
—Lo… lo siento. No fumo.
La mujer comenzó a reírse y todo su cuerpo se estremeció. Estaba tan delgada que pensó que se rompería en pedazos al convulsionar con las carcajadas. Vio cómo se incorporaba y se la quedaba mirando con aquellos ojos de hielo. Llevaba el camisón desabrochado y la enfermera bajó la cabeza al ver las marcas de mordiscos que cubrían sus pechos. A lo lejos se escuchó llorar a un niño. En ese momento, sus pezones comenzaron a gotear.
—Necesita sacarse la leche o tendrá fiebre. —La muchacha se ruborizó sin saber por qué.
—Me importa una mierda. Quiero fumar.
Su cuerpo crujió al ponerse en pie. Anne observó cómo apoyaba la palma de la mano en su vientre aún abultado y el destello acuoso que brilló en sus ojos al hacerlo. Pudo ver las cicatrices en sus muñecas y en el cuello pálido, las líneas rojas dibujando una palabra innombrable en la parte interna de sus muslos, la piel fláccida del abdomen que colgaba ocultando parcialmente su sexo. La leche se escurría desde los pechos hinchados y mojaba la tela de su camisón. Los objetos de la habitación temblaron, combándose sobre sí mismos, y las sombras se volvieron azuladas y densas. El rugir del mar se coló en la habitación, al igual que el olor a sal y a pescado.
Las manos de la enfermera luchaban por entremeter las sábanas limpias. El uniforme la ahogaba. Intentó tomar una bocanada de aire, pero sus pulmones parecieron encogerse aún más. Entonces, mientras la paciente pelirroja se hacía un ovillo y comenzaba a murmurar incoherencias, balanceándose sobre sí misma, en la pared de enfrente las gotas de agua comenzaron a moverse formando un patrón definido: la silueta de un hombre, como un guardián invisible que flotara sobre la superficie. Soltó la sábana y tiró un paquete de tabaco encima del colchón antes de salir de la habitación trastabillando. Cuando llegó al control de enfermería, cogió una papelera y vomitó la cena.

Cinco meses antes

Diane miraba al techo. Antes siempre había mirado hacia adelante, hacia lo que estaba por llegar, pero desde hacía varios meses su realidad se había vuelto del revés y ahora siempre miraba al techo. Desde su cama en el hospital, desde la cama de su apartamento, desde esa camilla de exploración.
—Notarás algo de frío, no te sobresaltes. —El médico echó un chorro de gel sobre su vientre. Diane no sintió nada. El hombre intentaba ser amable, aunque evitaba mirar su cuerpo desnudo, como todos. La pantalla se encendió y diversas formas blancas y negras se dibujaron en ella mientras el cono resbalaba por la piel de un lado al otro—. Aquí está el caballero. Hoy parece que quiere saludar. ¿No quiere verlo, Diane?
No, no quería. Nunca había querido. Había deseado con todas sus fuerzas que se lo arrancaran de su interior. Era un tumor que se alimentaba de ella, que le robaba su fuerza y le recordaba con cada movimiento de su útero lo que había sucedido. Pero ahí estaba, creciendo, hinchándole el abdomen con sus ansias de vida.
Mientras el doctor tomaba medidas y las anotaba en su historia, Diane se llamó cobarde y se obligó a mirar hacia aquella pantalla tan solo una vez. Debía enfrentarse al monstruo que habitaba en su interior. Entonces vio un corazón diminuto parpadeando a toda velocidad como si quiera saltar de las dos dimensiones para ocupar todo el espacio entre ambos. Latía y latía, y en el perfil que lo albergaba se adivinaban las formas de un bebé. Un bebé que se llevaba el puño cerrado a la boca, inocente y dulce. Por primera vez, Diane sintió un ligero calor en el centro del pecho. Al fin y al cabo, ese niño era suyo. Tendría sus ojos y la manía de comerse las uñas cuando se pusiera nervioso, se enamoraría perdidamente de alguna causa perdida y lucharía por ella. Era un superviviente, como ella. Por primera vez en tres meses, Diane se permitió rescatar el recuerdo de Alan. Lo vio con su cabello largo y su barba de tres días, sintió el cosquilleo de sus labios en su piel y de su palma contra la suya. Supo que siempre estaría con ella y se echó a llorar.

Una hora antes

Caminaba descalza por los pasillos desiertos. Le gustaba salir de noche y recorrer el hospital porque parecía un mundo abandonado. Podía imaginarse que la humanidad había sido arrasada por alguna catástrofe, que la naturaleza por fin había tomado su venganza y que respiraba sin la marabunta que la estaba carcomiendo.
Se miró los pies. No sabía cuánto peso había perdido, solo veía los huesos sobresaliendo a través de su piel. Sonrió con amargura, Alan siempre le había dicho que le encantaban esos pliegues que se marcaban a través de la ropa. Ahora no la reconocería. Alan… Iban a cambiar el mundo. Su rostro ensangrentado se le apareció de repente, como lo vio por última vez. Tuvo que apoyarse un momento en la pared para detener el mareo. Ese no era Alan, no. Su compañero había vuelto al padre Océano y su alma aún estaba con ella, esperando el momento en el que los dos se reunieran con la madre naturaleza. Rozó el yeso a su espalda con los dedos y notó la humedad que se arremolinaba junto a ellos. Allí estaba, lo sentía. Lo que había contemplado en el barco, durante esas horas de agonía unos meses atrás, era su cascarón vacío, nada más. Apretó los puños, pero se dio cuenta a tiempo de que llevaba el paquete de cigarrillos en la mano y aflojó la presión. Respiró el silencio. Había huido de la habitación cuando trajeron a esa mujer con su hijo en brazos. Radiante a pesar de estar hinchada y sudorosa, contemplando al niño que chillaba enrojecido, cubierto de restos blanquecinos y sangre reseca, con una mirada de adoración fuera de toda lógica. Era más de lo que podía soportar. Paladeó de nuevo la ausencia de ruido.
Entonces comenzó a revivir su pesadilla de los últimos tres días. Primero fue un gimoteo lejano, un hipido entrecortado que se perdió entre las esquinas blancas. Luego aquel maullido que había aprendido a odiar en el tiempo que llevaba en el hospital. Porque sabía lo que venía después. El llanto se elevó y le taladró los oídos. Se clavó en lo más profundo de su vientre y rebotó contra sus paredes vacías, hizo temblar su cuerpo hasta que pensó que se partiría en pedazos. Uno, dos, tres… el coro de lloros y gritos estridentes resonó desde el nido donde cuidaban a los bebés. Volvió a adueñarse del espacio y Diane corrió escaleras arriba. Sabía que tras aquellos sonidos insoportables llegaría el otro, y ese no podía volver a escucharlo. Ese no, otra vez no. Cuando la puerta de la azotea se cerró tras ella, se dio cuenta de que también estaba gritando. Se secó las lágrimas de las mejillas y la saliva que le goteaba de los labios agrietados. Se apoyó en la barandilla y se concentro en el zumbido que aún vibraba en sus oídos, no había nada más. Mientras jadeaba, encendió un cigarro. Apenas podía mantenerlo entre los dedos. Con la primera calada sintió el hormigueo en sus pechos, la tensión dolorosa que subió de intensidad hasta que sus pezones vomitaron la leche retenida empapándole el camisón otra vez. Era por los llantos. Los bebés tenían hambre y su cuerpo respondía aunque no fueran carne de su carne. ¿Por qué el suyo no había llorado? ¿Por qué? Si se callaran esos putos engendros… Si se callaran de una vez…

Ocho meses antes

—¿Vas a follártela con la ropa puesta?
Las carcajadas le llegaron a Diane en la oscuridad. Se habían llevado a Alan y a ella le habían dejado sola en la bodega. Primero había escuchado gritos y más tarde un inquietante silencio. Luego comenzó un lamento lejano y estridente que envolvió todo en una nota funesta y tétrica. Los hombres intentaron cubrir aquel sonido desquiciante con sus risas de borrachos. Eran marineros del pueblo. No muy distintos a su padres o a los de Alan, a sus compañeros de clase, vecinos, amigos. Ellos dos eran los raros, los locos, los que no hacían nada de provecho y se dedicaban a acudir a reuniones revolucionarias, a sentarse en el césped del campus universitario para urdir cambios contra el orden ancestral de las cosas. Cambios que intentaban poner en práctica cuando volvían al pueblo. Tras las manifestaciones y los panfletos en contra de la pesca de altura o de los vertidos de la fábrica de conservas siempre había alguna multa por circular a mayor velocidad de la permitida o por fumar hierba. Intentaban acosarlos, forzarlos a ser como todos los demás. No lo habían conseguido. Y, sin embargo, ese día Alan y ella habían cruzado la línea y los pescadores no se lo iban a perdonar.
Los dos habían hablado muchas veces sobre pasar a la acción de forma más drástica. No podían consentir que siguieran masacrando a las ballenas de ese modo, y menos en su tierra natal. Era una cuestión de responsabilidad y conciencia, así que intentaron sabotear el ballenero anclado en el puerto para que no pudiera salir a faenar. Pero les sorprendieron y se encontraron encerrados en la bodega del barco sin que pudieran oponer resistencia. Pensaron que los pescadores avisarían a la policía, tenían antecedentes y sabían qué iba a continuación, pero cuando sintieron el zozobrar del barco, comenzaron a preocuparse. Zarpaban. Las horas siguientes pasaron entre miradas inquietas y sonrisas de labios apretados para no admitir que se morían de miedo. El olor a sal y a pescado les había saturado tanto que ya ni siquiera percibían la acidez de sus vómitos.
Y ahora Diane escudriñaba la oscuridad, a solas en la bodega, esperando a que vinieran a por ella. Volvió a escuchar aquel sonido. Un chillido gutural que removía sus entrañas y envolvía el casco, un lamento grave y profundo que hacía temblar cada fibra de su ser, como un tren a punto de llegar retumbando en su cuerpo antes de arrollarla. Y volvieron las risas para intentar acallarlo. Las figuras de varios hombres fornidos y toscos se recortaron en la penumbra cuando se abrió la puerta.
—¿Quieres ver el espectáculo antes de que empecemos contigo? —le susurró alguien al oído. El olor del alcohol se superpuso al del pescado y Diane tragó saliva antes de atreverse a mirarles el rostro. Distinguió aquel brillo en los ojos de los tripulantes. Ese destello febril y enloquecido de quien se sabe dueño. La agarraron por el cabello y la arrastraron a cubierta. Pudo patear a uno de ellos por el camino, aunque con la primera bofetada ya no pudo controlar su cuerpo. Tan solo veía las luces titilantes y las sombras moviéndose a su alrededor. Una de ellas se acercó y le cortó la ropa con un cuchillo. Percibió el filo rasgándola y el escalofrío posterior. El hombre que le había hablado la cogió por el cuello e hizo que se levantara. Sujetándola por la nuca, le propinó un azote en el trasero para que caminara. La cubierta estaba resbaladiza y apenas podía sostenerse, pero el viento helado y las gotas de mar sobre su piel la espabilaron de golpe al salir al exterior.
La ballena estaba sobre las redes, aún viva. Por los orificios de su cabeza escupía espuma roja. Regueros de sangre resbalaban por su cuerpo brillante y formaban charcos en la madera. Aquel chillido estremecedor se volvió a escuchar. Venía del mar, de las otras ballenas, de su familia. Era una súplica, un grito de duelo, una amenaza… todo eso a la vez.
—¿La queríais salvar? —La voz cortante del marinero se le incrustó en la oreja, justo antes de que lo hiciera su lengua—. Me vas a pagar a polvos los destrozos en las redes, zorra. Tu amiguito no ha durado mucho, se puso gallito y mis hombres no tienen paciencia. ¡Es solo una puta ballena! ¿De qué os llenan la cabeza en la capital? —Diane movió la cabeza de un lado al otro de la cubierta buscando a su compañero, pero el hombre la volvió a agarrar del pelo y la obligó a mirarlo—. ¡Oh! La pequeña zorra universitaria quiere verlo todo… —La arrastró cerca del cuerpo de la ballena y Diane comenzó a gritar. Ató sus muñecas y tobillos a las mismas redes que habían intentado sabotear y que servían de mortaja al cetáceo. Enmudeció de pronto, paralizada. Un bulto rodaba sobre sí mismo a escasos metros de ella. Entonces se desgarró la garganta en un gemido de dolor al ver cómo el cráneo abierto de su compañero se balanceaba al compás del oleaje, un ojo fijo y el otro desprendido de su cuenca con la punta de un arpón asomando en su lugar. Y continuó chillando mientras las sombras se acercaban a ella y formaban una fila en espera de su turno.

Tres días antes

Diane se sentó en la camilla sujetándose el vientre abultado. Justo en ese momento sintió cómo algo se movía en su interior. Cuando entró el doctor en la sala de ecografías, esbozó una media sonrisa. Quedaba poco para poder tener a su bebé en brazos. Se tumbó y se subió el camisón, obediente. No mantenía contacto visual demasiado tiempo con nadie. Le disgustaba encontrarse con miradas compasivas o despectivas, incluso asqueadas, pero en los últimos días le daba igual todo. La hora se acercaba y ya no estaría sola, tendría a su hijo, al hijo de Alan. Se lo volvió a repetir mentalmente varias veces más, como lo había hecho durante los cinco meses anteriores: el hijo de Alan, era el hijo de Alan. El… hijo… de… Alan.
La pantalla se llenó de arenilla blanca que cambiaba de posición mientras el médico recorría su abdomen. Entonces escuchó un sonido. Se giró hacia el hombre, él seguía atento a su trabajo. Aquel canto subió de volumen y se le metió bajo la piel, que tembló en respuesta. Se tapó los oídos. El médico seguía centrado a la pantalla. Diane quiso gritar, pero el lamento grave y profundo lo llenaba todo. La envolvió el azul y las líneas se ondularon. Todo su cuerpo vibraba al son de las notas como el agua en la copa de cristal cuando cantaba una soprano. Sintió que alguien comprimía su cuerpo desde fuera. El sonido se convirtió en un chillido desesperado, algo que ya había escuchado antes, en otro lugar. Subió de volumen en una nota aguda y algo se rompió dentro de su vientre. Estalló en pedazos y todo se quedó en silencio de repente hasta que escuchó la voz de Alan susurrándole: Él es el primero. Y Diane se agitó en la camilla, boqueando, al saber que algo malo había sucedido en su interior… Las lágrimas se deslizaron por sus mejillas en silencio. El médico sacudió la cabeza y carraspeó.
—No sé cómo decirle esto. No encuentro el latido del feto… Ha… ha muerto.

Diez minutos antes

Diane aplastó la colilla contra el borde de la azotea. Se había fumado medio paquete de cigarrillos durante ese tiempo en lo alto del hospital mientras disfrutaba de esa paz. No quería volver a bajar. ¿Qué le quedaba en este mundo? Ella, que había anhelado el silencio para siempre cuando cesó el lamento en el mar, cuando sus propios gritos se agotaron, había rogado porque su hijo rompiera a llorar al parirlo. Rogó porque los médicos se equivocaran, se permitió pensar que la muerte que sentía en su vientre no existía. Pero ahí había aparecido ese silencio entre ellos. Los labios apretados en las enfermeras, los clicks metálicos del instrumental contra la mesa. Su cuerpo escupió un bulto arrugado y azul, inerte, callado, helado. Vacío. Ni siquiera ella había gritado al parirlo. Ese dolor no había sido nada. Nada parecido a lo que sufrió en la cubierta de aquel ballenero.
Se encaramó al filo de la azotea. El pueblo estaba bajo sus pies. Un paso y todo acabaría. El viento se coló por debajo del camisón y alivió en parte la calentura en su piel. Entonces volvió a escucharlo. El canto. El canto de las ballenas reverberando en sus entrañas. Una llamada ancestral, profunda. ¿Por qué la llamaban a ella? ¿Por qué no la dejaban en paz? Un paso y dejaría de oírlo. Se hundiría en la oscuridad y se reuniría con Alan por fin. Cambió el peso de un pie a otro y escuchó un chapoteo. La azotea se había cubierto de agua y caía por el borde, hacia el vacío. Sintió unos dedos helados acariciando su espalda. Recuerda, le susurró la voz de Alan al oído. ¡No quería! ¡Lo que deseaba era olvidar! El chillido de la ballena subió de volumen y se coló en su mente, taladrando las barreras que contenían sus recuerdos.
Era el mismo grito que escuchó cuando los marineros abrieron en canal al cetáceo que agonizaba y su feto cayó, resbalando sobre la cubierta manchada de sangre. El cuerpo se quedó a unos centímetros de su rostro. Una pequeña ballena a medio hacer, también azul, también muerta, como su Alan, como su hijo. Los lamentos. Los cantos de la manada que nadaba alrededor del barco y lloraba la pérdida de dos de los suyos. Allí comenzaron… Ocho meses antes. Al igual que empezaron sus gritos cuando el primero de los hombres la violó sobre la cubierta, con el cadáver de su compañero destrozado como testigo mudo. Y así la fueron despojando poco a poco de su humanidad, mientras los miembros de la tripulación iban pasando entre sus piernas por turnos, mientras uno de ellos se divertía mordiéndole los pechos hasta que se corrió y luego se limpió de sangre de la barba con su cabello pelirrojo. Mientras el capitán le tatuaba la palabra puta en el interior de sus mulos con el mismo cuchillo con el que había rajado el vientre de la ballena preñada. Así se convirtió ella misma en miembro de la manada, compartiendo su dolor. El cuerpo de Alan fue arrastrado hacia el océano junto con las entrañas de la ballena y a ella la dejaron en el puerto cubierta por la sangre de ambos. La llamaron loca.
Los llantos de los bebés subieron a la azotea a través de las ventanas abiertas. Diane ahogó un quejido. Los hijos reclamaban a sus padres desde el nido. Llantos para los pescadores, para los habitantes del pueblo… Para sus violadores y asesinos. Acunarían sus cuerpos cálidos y rosados que olían a carne nueva, a vida, porque sus bebés sí habían respirado al nacer, el suyo no. El suyo no… Alan le dijo que él era el primero. El primero de muchos. Lo entendió de repente y sonrió. La carcajada se la llevó la misma ráfaga viento que a su camisón. Pasó las yemas de los dedos por las cicatrices de sus muslos y siguió riéndose. Ahora todo tenía sentido.
Se volvió hacia la puerta de la azotea y caminó hacia ella. Abrió la mano y la cerró en torno a la de Alan, húmeda y blanda. Estaba a su lado, quería que lo hiciera. Necesitaba que lo hiciera. El canto de las ballenas disminuyó de volumen. Estaban satisfechas. Su hijo nonato fue el primero porque siempre había sabido, en realidad, que no era hijo de Alan. Era uno de ellos y las ballenas lo reclamaban. Quid pro quo.
Bajó las escaleras. El nido donde se encontraban los bebés rebullía de sollozos incontrolables. Se alentaban unos a otros para ver quién lloraba más alto. Las voces indolentes de las enfermeras se escuchaban en el cuarto donde se reunían a fumar. Diane recorrió el pasillo mientras dejaba un rastro con las huellas húmedas de sus pasos. Las paredes se cubrieron de gotas que resbalaban saturando el aire de sal. El carro del material quirúrgico se encontraba en una esquina, a medio reponer. Deslizó los dedos por la superficie metálica y acarició las gasas apiladas, las compresas impregnadas de desinfectante, las pinzas… Su mano se cerró en torno al mango de un bisturí. Las ballenas callaron. Los jodidos bebés aún seguían con sus chillidos histéricos, pronto conseguiría que se quedaran en silencio. Todos.

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