el juego

EL JUEGO, de Marina Tena Tena

Este año también, dentro del marco de la iniciativa Leo Autoras Octubre #LeoAutorasOct, pretendemos dar visibilidad a escritoras en nuestro blog. Para ello, tenemos la intención de publicar un relato al día durante todo el mes. Que lo disfruten. 

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#LeoAutorasOct

Día 1: «El juego», de Marina Tena Tena

El aire está tan frío que el sudor se congela sobre mi piel. También las lágrimas. Tú te ríes con la boca llena de carcajadas, que se derraman como el agua de una cascada desde tus labios. A borbotones. No te veo, no voy a verte, pero te escucho por encima de nuestros jadeos. Jugáis con ventaja. Supongo que ya no importan las reglas. Tiro del brazo de Amaya con tanta fuerza que en cualquier momento voy a desencajárselo del hombro. Casi pierdo el equilibrio cuando se cae. La odio, la odio, la odio. No la suelto de la muñeca así que no puedo frenar la caída. El golpe suena tan fuerte que se cuela por mi columna y me estremezco. Un crujido húmedo y pegajoso. Me giro hacia mi mejor amiga con más rabia de la que nunca he sentido. Ella gime de bruces contra el suelo. Es curioso cómo funciona nuestra mente. También es estúpido. Sois vosotros los que nos habéis encerrado aquí, los que os reís y disparáis al aire. Los que nos cazáis. Pero a quien odio es a ella, por tropezar, por detenernos, por llorar con la cara sobre la tierra.

Podría arrodillarme para ayudarla, o soltarla para irme corriendo. En vez de eso la odio, con un latigazo de fuego y rabia, y tironeo de ella.

—¡Arriba, joder, Amaya, corre!

La arrastro medio metro hasta que logra alzar la cabeza. Tiene la cara llena de barro y sangre y la nariz rota. Ese era el sonido: el del tabique nasal hundiéndose en la carne. Me doblo con una arcada o un jadeo. Sigo tirando de ella. Amaya tiene los mismos ojos de un cachorro al que apaleas: llenos de confusión húmeda. ¿Por qué me odias? ¿Por qué me haces daño? La inocencia se derrama como el dolor: cálida y líquida. Yo no puedo dejar de descargar mi odio en ella y de arrastrarla a tirones bruscos.

No sé qué suena antes: el grito de júbilo o la explosión del disparo.

Amaya queda tendida. Su brazo pesa el triple. Uno de sus ojos se ha convertido en un orificio que me hace pensar en los cráteres de la luna: un pozo ciego que le deformaba el rostro. El otro tiene expresión triste, casi acusadora, de niño que confía en ti y al que golpeas sin motivo. Aún la agarro y tengo entre los dientes palabras cargadas de rabia.

—Amaya, ¡mueve el puto culo! ¡Corre, joder!

Amaya está muerta y nada de esto es real. Aprieto más su muñeca, que quiere resbalarse como un peso muerto. No es real, no es real. Si dejo que caiga sobre el barro rojo es por el segundo disparo, el que me atraviesa el hombro y me hace chillar con una voz tan aguda que no parece mía. No es la mía. Nada de esto está pasando. Te ríes. Tu risa borbotea por encima del dolor, por encima de la muerte, por encima de la rabia. Yo no he soltado a Amaya, el disparo me hizo dejarla caer y trastabillar hacia atrás. Enredar mis tobillos con la mala hierba. Boquear como si así pudiera respirar y echarme a correr con el sonido de otra bala que vibra al cortar el aire muy cerca de mi oído.

Corro, corro, corro, con la sensación de que sigo arrastrando a Amaya. Con el odio roto y la cabeza demasiado confusa para sentir miedo. Esto no está pasando. Quiero aferrarme a ese pensamiento, pero el flato me atraviesa el estómago, y los tiros se hacen eco en el silencio. El pánico me arrastra al presente. Corro, corro, corro.

Amaya está muerta y tú no dejas de reírte.

 

 

La sangre me presiona las sienes a cada latido. Los troncos de los árboles son ridículamente delgados. Son abedules, esos en los que es tan fácil tallar tus iniciales con una navaja que se empapa del olor fresco y verde de su savia. Altos, frágiles y prepotentes. Se ríen contigo cuando intento buscar refugio. Sus ramas, desnudas y afiladas, apuñalan al cielo. Me sujeto a la corteza. La tierra está tan blanda y hambrienta que se traga los talones de mis zapatos, sus raíces se retuercen y me buscan. Son enormes serpientes con escamas de madera que tratan de hacerme caer para que me encontréis, para que me reventéis los sesos como habéis hecho con Amaya. Tomo una bocanada tan grande de aire que me doblo en dos. El frío corta en los pulmones.

Esto no es real.

Un calambre como una descarga recorre mi cuerpo desde el cráneo hasta los dedos de los pies. El aliento se me escapa como un chirrido oxidado entre los dientes. El mundo duele para arrastrarme de vuelta. Para aplastarme con su peso, muy real, tanto como el frío, el dolor y el pánico que reverbera en mi pecho con el latido desatado de mi corazón. Vuelvo a clavar las uñas en la corteza blanca de esos árboles en los que otras veces que he tallado corazones a cortes de navaja. Tu inicial abajo, la mía arriba. Una flecha que lo atraviesa, porque aprendemos desde pequeños que el amor duele, que te perfora como una lanza oxidada. El aire está afilado, gélido, y se cristaliza antes de atravesar mi garganta. Me has dado una pausa, ventaja para que el juego no se acabe muy pronto, pero vuelves a reír y a mí se me rompe un sollozo entre los dientes.

—Joder, no. Por favor… Por favor.

Tu risa suena a los aullidos de un lobo loco de rabia.

 

 

No puedo correr bien entre las raíces y las rocas que asoman sus dientes en las encías oscuras de tierra húmeda y blanda. Me tambaleo, pero no me caigo. Alguien canta una canción y tú ríes con más fuerzas. Me llamáis y un haz de luz enloquece cuando al barrer los árboles encuentra mi espalda.

—¡Ahí! ¿La habéis visto?

—¡Ya es nuestra!

—¡Corre!

Atrapo el llanto. Lanzo mis piernas a la oscuridad de barro y mala hierba y corro a ciegas con los brazos delante del rostro preparados para frenar la caída. Pero no caigo. Cuando el tobillo se me tuerce al pisar algo duro se me escapa otro grito de un agudo insoportable, y el dolor relampaguea, pero no me detiene. Mejor coja que muerta. Mejor rota que en vuestras manos.

 

 

Los disparos hacen que me agazape entre los matorrales. El sudor se transforma en una lámina de hielo, un abrazo de espinas del que no puedo deshacerme. El zumbido de la sangre en las sienes resulta casi doloroso y el aire frío que trago a bocanadas parece cortar la piel blanda y roja de la garganta. El jersey de encaje negro es ridículo. Te gustaba vérmelo sin nada debajo, para que mi piel pálida de la espalda se adivinara entre las rosas bordadas. A veces, en las fiestas, te acercabas con cualquier excusa para apoyar las yemas de tus dedos sobre mis vértebras. Ahora te ríes como si fuera un chiste. Tus carcajadas siguen resonando dentro de mi cráneo, aunque me apriete con tanta fuerza las manos contra los oídos que me deje marcas de los nudillos manchados de arena y de la sangre de Amaya. Es un chiste. Todo esto es un puto chiste. Que lleve tu jersey favorito en el último día de mi vida, el que llevé a esa fiesta en la que nos metimos en el cuarto de los niños para hacer el amor en aquella alfombra violeta de flores y princesas. El mismo que llevé aquel día cuando todo se había terminado, el día que vacié con calma el cargador del arma contra tus piernas. Gritabas y tus gritos se derraman como hacen ahora las carcajadas. Terribles, liberadores y tintados de dolor y demencia. Te destrocé los huesos y me hubiera bebido tu sangre. Quería poner mis labios sobre tu piel, blanda y abierta, y absorber tu sangre, sentir como chorreaba por mi barbilla, notar como se escurría por mi cuello. Quería explorar con mi lengua la piel empapada y abierta, rota, y escucharte gritar con cada roce. Quería morder tu carne y arrancarla.

Llevo ese jersey, el que tanto te gustaba, y te ríes como un maníaco mientras intento escapar. Eres tú quien los guía, quien los azuza, quien sigue mi rastro y se lo indica como un perro de presa hambriento. La venganza también se siente como una sed enloquecedora que trepa desde el estómago hasta clavar sus garras en el cerebro. Y tú mereces la tuya, aunque ya no seas tú, aunque de ti ya no quede nada.

No eres tú el que se ríe, pero las carcajadas resuenan aún con más fuerza, me doblan en dos y me hacen vomitar. Los oigo. Los llamas. Las piernas me tiemblan cuando me pongo de nuevo en marcha. Perdida, asquerosa, aterrada. Ya casi están aquí y rompo a llorar con histeria. Los dientes me castañetean y las rótulas parecen de gelatina. Ya casi están aquí y tu risa me golpea, atronadora y delirante. Rebota contra mi cráneo, como una campana que se mueve con tanta fuerza que quiebra el hierro que la sujeta. El mismo estruendo con el que choca con las paredes del campanario. Ya están aquí, y sus risas se enredan con la tuya. Les escucho rodearme y no es real, sé que nada de esto está pasando, que no es real.

Los calambres se descargan tan fuerte que me hacen caer al suelo antes de que la primera bala me atraviese el muslo.

 

 

Me senté en tu regazo, como las veces que nos acostábamos en el sillón amarillo del salón. Jamás habías gritado de esa manera. Tiré de tu pelo. Nunca había visto el pánico desatado de esa forma en ninguna otra mirada. Creo que intentabas suplicar, pero no encontrabas palabras. Te acuchillé el cuello. Una vez, otra. También te arranqué la piel con los dientes. Tu orina se mezcló con tu sangre bajo mis muslos y ni siquiera sentí asco. Podría jurar que estaba sonriendo. Sí, sonreía con tantas fuerzas que los labios me dolían. Y tú te desangrabas en gritos.

Mira cómo han cambiado nuestras cartas.

No. Tú no. Tú estás muerto.

—¡Cállate! ¡Cállate! ¡Deja de reír!

Me quiero arrancar la piel sobre los oídos. Los muertos callan, ¿por qué tu no lo haces? ¿Por qué, de todos tus gestos, han elegido las carcajadas? Esa risa bruta que ni siquiera se parece tanto a la tuya. Tu voz, sí, es tu voz, pero no eres tú. Esto no es real.

Son los calambres y no el dolor lo que hace que convulsione en el suelo, con la boca llena de barro.

—Ya es nuestra.

—¡Cómo se resiste!

—No te gusta tanto ser la víctima, ¿verdad?

Cada una de las voces está tan cargada de rabia como los golpes que me descargan. Chillo cuando quiebran los huesos de mi brazo. Uno de ellos abre la herida de mi pierna con un palo lleno de astillas que arañan la carne blanda de mi muslo. Escucho crujir mi pómulo con una de las patadas.

Me quieren romper hasta convertirme en pedazos. Y tú te ríes. Tu risa burbujea, cruel, insoportable. Chillo con más fuerza para tratar de apagarla. Pero ríes, ríes y la boca me sabe a barro, a sangre y a la bilis que se derrama por mi tráquea. La noche es fría, afilada y no conoce la piedad.

Y tú y yo tampoco.

 

 

No siento nada. Nada, absolutamente nada. Y pienso que ojalá fuera esto la muerte: una nada aséptica y anestesiante. Mi cuerpo está entumecido y parece el de otra persona. Parece un muñeco vacío. Debería ser un muñeco vacío. Debería estar muerta para siempre, como tú. Pero tus amigos no van a dejar que desaparezca.

—Cada vez intenta resistirse más.

—Cuando intenta desconectarse el programa le da una descarga automática. Pero claro que lo intenta.

—A ver, por muy real que sea sabe lo que está pasando…

—Eso es —repite la voz de antes, la de tu amigo, el famoso diseñador de juegos—. No puedo borrarle los recuerdos.

—Ojalá pudieras.

—Igual deberíamos parar nosotros. —Es Amaya la que habla.

Mi Amaya. Pequeña traidora, ¿tú también me odias? Si pudiera moverme tendría los dientes tan apretados que la mandíbula estallaría y saldrían volando por toda la maldita sala. Blancos y pequeños, como palomitas de maíz.

—Lo mató. No sólo lo mató, joder, lo torturó hasta matarlo. No se merece algo tan fácil.

—Pero nosotros ya la hemos matado. Una y otra, y otra vez.

—No de verdad.

—Pero con tu programa lo siente como si lo fuera. ¿No es eso peor?

—¿Después de lo que hizo? Merece mil muertes.

Amaya suspira. Traidora, sucia, cobarde. Quiero que me estallen los dientes, que me rompan el cráneo. Si pudiera mover la mano me arañaría el cuello hasta arrancarme las venas. Pero no puedo. Mi cuerpo está casi vacío, y ellos me conectan de nuevo.

—Venga, una vez más.

—Eso. Que se joda.

La nada se apaga hasta convertirse en tinieblas con olor a tierra húmeda. A lo lejos los abedules tienen el tono pálido de los fantasmas y apuñalan con sus ramas desnudas el cielo. El aire esta tan frío que el sudor se congela sobre mi piel.

Jadeo con un sonido que se parece al llanto. Me llevo las manos a los oídos y aprieto con fuerza.

Pero tu risa se vierte dentro de mi cráneo, por mi columna, ahogando cada minúsculo resquicio de mi alma.

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