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3 FRAGMENTOS, de Eva Duncan

Este año también, dentro del marco de la iniciativa Leo Autoras Octubre #LeoAutorasOct, pretendemos dar visibilidad a escritoras en nuestro blog. Para ello, tenemos la intención de publicar un relato al día durante todo el mes. Que lo disfruten.

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#LeoAutorasOct

Día 4: «3 fragmentos», de Eva Duncan

 

Bioluminiscencia

Aquellos bosques nunca habían visto un animal como él. El roedor tampoco había estado en ningún sitio parecido. Su breve existencia había transcurrido en salas blancas y estériles y en jaulas de metal. Hasta hacía apenas unos minutos, su vida había tenido un solo propósito: evaluar si las condiciones en Levus, el planeta recién descubierto, eran seguras para mamíferos. Había nacido en la Cobalto II. Le habían llamado BOS Siete, y él y toda su camada habían bajado a la superficie de un planeta por primera vez en su segundo mes de vida. De haber salido todo según lo planeado, los habrían expuesto al aire de aquel planeta dentro de sus jaulas, habrían observado su reacción y tomado muestras, y los habrían devuelto al laboratorio. Pero uno de los temporales espontáneos de Levus, tan imposibles de predecir, les había sorprendido con la observación sin terminar. Solo quedaron vivos BOS Cinco y él cuando el vendaval arrasó el campamento. El sistema de seguridad de la jaula de Cinco se activó, pero el de la suya no. Siete no llegó a ver a su hermano desintegrarse, ni supo nunca qué había sido del resto de la expedición. Lo siguiente que vio, cuando su jaula se estrelló contra unas rocas y se abrió, fue la linde de un bosque a la luz del atardecer verdoso de Levus.

Salió corriendo en cuanto tuvo las cuatro patas en el suelo y se hizo un ovillo entre las rocas, temblando. Poco a poco, su respiración volvió a la normalidad, y empezó a lamerse las heridas. Cuando al fin se atrevió a asomar la cabeza, casi era de noche.

Se puso a dos patas y olisqueó el aire. Todo le era ajeno. Los sonidos, los olores, los colores, la tierra y la roca bajo sus dedos. Avanzó hacia el bosque, muy despacio al principio, con más confianza a medida que le envolvía la reconfortante oscuridad. Paró a escarbar en la tierra esponjosa al pie de un árbol, mordisqueó la raíz de otro, se adentró en los senderos húmedos y oscuros entre sus ramas bajas.

Y de pronto, bajo una de sus patas, algo empezó a brillar.

Siete observó la tenue luz azulada con curiosidad. Levantó la pata, y el brillo se desvaneció. Olisqueó la huella, y la luz azulada se extendió por donde rozaron sus bigotes. Tocó con los dedos las plantas viscosas que cubrían el suelo. Se encendieron también al primer roce.

Miró hacia atrás, y vio que su cuerpo entero estaba resaltado por un halo blanco y azulado. Siguió avanzando.

Hacía mucho tiempo que nadie caminaba aquellos senderos. El bosque susurraba de curiosidad ante la presencia de un animal tan extraño. Le invitaba, le indicaba el camino, le reconocía. Un árbol viejo le tocó con las puntas de sus ramas bajas, y Siete trepó por su tronco, levantando destellos morados en la corteza. Saltó de rama en rama, jugando con las hojas, se dejó caer de nuevo hasta el suelo y siguió caminando, dejando una estela en la oscuridad, como un cometa solitario en un cielo sin estrellas.

La criatura que le acechaba tampoco había visto nada parecido a él en su vida. Pero tenía hambre, y solo veía un animal pequeño e incauto paseando los senderos de los cazadores. Cuando saltó a por él, comprobó que tampoco era especialmente rápido.

 

Para momentos difíciles

La doctora Olmo no pasaba consulta aquel día. Su sala de espera estaba vacía excepto por la mujer que esperaba junto a la puerta, con un maletín a los pies y el móvil en la mano. Era casi mediodía, y no tenía mucho tiempo, pero la llamada de su madre no le había dejado mucha opción. Cuando ella decía emergencia, había que tomárselo en serio.

La puerta de la consulta se abrió. Una señora alta y corpulenta, con gafas de alambre y melena corta y canosa, se asomó.

—Ay, Silvi, muchas gracias, hija —suspiró—. Ven, entra que te cuento.

Mientras la llevaba a la habitación trasera, lo que ella llamaba «el taller», le contó con sus formas aceleradas de siempre que su aprendiz estaba enferma justo en el día más importante, y que no sabía a quién más pedir ayuda.

—¡Mamá! —protestó Silvia—. ¿Me has llamado para que te ayude en la consulta? ¡Pensaba que te había pasado algo! No puedo irme del trabajo así, ¿por qué no has contratado a alguien que la sustituya?

La doctora encendió la luz del taller y Silvia no necesitó más respuesta.

Desde que había empezado a trabajar, a Silvia se le pasaban todas las estaciones igual, quitando los momentos de vacaciones. Pero, en cuanto entró, recordó las tardes que pasaba con su madre cada final de estación, preparándose. Las hierbas aromáticas recién cortadas, las resinas que dejaban el suelo pegajoso, la gata olisqueando los frascos. De niña siempre ayudaba, pero con el tiempo había preferido apartarse y dedicar su tiempo a otras cosas. Todos los recuerdos volvieron con aquel olor a madera vieja y lavanda.

Aunque podía conseguir lo mismo con instrumental más moderno, su madre era muy clásica. Instrumental de cobre, botes de porcelana… a veces hasta utilizaba velas, con lo peligrosas que eran entre el papel viejo. Tenía el estuche de los cuchillos desplegado también, con sus bastas hojas de hierro y mangos de madera oscura. Y, al fondo de la sala, los alambiques.

Había al menos diez, de distintos tamaños y formas, sobre varias mesas y en un equilibrio precario. Entre el caos de recipientes de vidrio, libros abiertos, frascos y cuencos había varios pósit de colores que la hicieron sonreír.

—Mamá… ¿qué?

—Te lo explico luego. Ahora necesito que te pongas con esto ya.

Silvia y su madre pasaron horas de calor sofocante tratando el líquido dorado que goteaba de los alambiques. Iba despacio al principio, pero poco a poco sus manos empezaron a recordar los movimientos que llevaban años sin ejecutar. Verter el líquido con mucho cuidado en un frasco de cristal, añadir tres gotas de una sustancia viscosa y transparente, un pellizco de resina en polvo, remover, tapar, pasarlo a la mesa siguiente y volver a empezar. Trabajaron en silencio. Su madre caminaba por todo el taller con un libro en la mano, murmurando para sí, removiendo y añadiendo ingredientes con la misma sensación de caos organizado que daba en todo lo demás.

Cuando cerró el último frasco, Silvia tenía el cuello rígido y no sabía qué hora era. Su madre terminó de contar los frascos preparados, suspiró y la miró con una sonrisa cansada.

—Ya está, hija, muchísimas gracias.

—Nada, mamá, lo que necesites —contestó—. Pero ¿te puedo preguntar por… todo esto?

—Necesitaba prepararme para el otoño, como siempre.

—No suelo verte tan agobiada.

Su madre se sentó con un suspiro profundo.

—Es una de las pocas pócimas que preparo ya, Silvi. Y nunca sé cuándo la voy a poder hacer. Cuando Lore se me ha puesto mala me ha entrado el pánico.

Silvia se sentó a su lado.

—Algunas mañanas, me levanto y ahí está, brotándome de los dedos —siguió diciendo su madre con un gesto amplio—. Tengo que aprovechar el momento, porque cada vez viene menos. Cuando me levanto y siento que voy a poder prepararla, cierro la consulta, Lore y yo llenamos la despensa con provisiones para la temporada y ya. Pero es una de las difíciles, y tiene sus tiempos. Si se pasa, se queda inservible… y yo sola no puedo, hija.

—Vale… estabas a punto de perder todo esto.

—Exacto. Vamos, que aún le queda, pero esto era lo urgente y con el resto ya puedo yo. Mañana cierro también y yo creo que ya. Vaya día ha elegido la niña para ponerse mala.

—Tranquila mamá, me alegro de haber venido a ayudarte.

Le dio el típico abrazo raro y de medio lado de dos personas que no acostumbran a tener esos gestos. Después, Silvia miró la hora. Tenía que irse.

—Oye, ¿para qué era la poción? —preguntó mientras su madre la acompañaba a la puerta.

—Es largo de contar, hija —contestó ella con una sonrisa cansada—, pero es de las de sobrevivir. Antes no lo necesitaba, tenía toda esta energía para hacer temeridades y nunca me faltaba, pero esto no es como vivir en el bosque. Las brujas de ciudad sabemos que hay que guardárselo para momentos difíciles.

 

U-CM-65

El artefacto volvió a susurrar su nombre y Sinsi se puso rígida sin poder evitarlo. Por suerte, no había nadie cerca. Se reajustó la capucha con un gesto inconsciente. Era fácil ocultar a la vista el dispositivo que llevaba sujeto a la base del cráneo y le llegaba hasta la mitad de la espalda. No era tan fácil controlarlo.

Había llegado a la reserva con muchas esperanzas, pero el sueño no había tardado en esfumarse. En Savil, su planeta natal, el U-CM había sido su aliado y salvador, la única forma de sobrevivir a la guerra. Pero no estaba hecho para la paz. Tras varios días en su nuevo hogar, Sinsi había empezado a sentir la llamada. «No dejes que te domine», había dicho la comandante antes de que partiera la nave. «Nadie tiene por qué saber lo que tienes ahí, ni lo que hace. No dejes que nadie lo vea, no lo toques y, sobre todo, no permitas que se active».

Apenas había tenido tiempo de enseñarles a controlar los artefactos antes de que llegara la nave de rescate. Dominar el miedo, dejar pasar la ira, respirar, mantener la calma… Todas las instrucciones eran difusas y complejas para las crías. Era un milagro que no hubiese habido ningún accidente aún. Pero era cuestión de tiempo.

Sinsi había observado al resto. La palidez, la lentitud de sus movimientos, los temblores. Estaban luchando, pero estaban perdiendo. Tarde o temprano, uno de los artefactos se volvería a encender, y entonces… Era mejor no pensar en ello. Pensar daba miedo, y el miedo lo alimentaba. Sinsi ya notaba su presencia insidiosa invadiéndola, esperando un momento de debilidad. Ya empezaba a oír sus consejos agitadores.

«Sinsi, no estás segura aquí. Puedes salir. Sabes que puedo ayudarte. Solo tienes que ir a un puesto de vigilancia y dejarme hacer el resto».

Lo que más miedo daba era que aquella voz provenía de ella misma. El U-CM no tenía autonomía para analizar el sistema de seguridad de la reserva, ni para ver lo débil que era desde el interior, ni para planear una ruta de escape sembrada de cadáveres. Todo eso era Sinsi. El U-CM solo alimentaba lo que ya estaba allí. Y le daba los medios necesarios para hacerlo.

Oyó pasos que se acercaban. Eran pesados, demasiado ruidosos, los movimientos de alguien que quería que se le notase llegar. Tenía que ser uno de los guardabosques. Eran seres empáticos e instintivos. Aunque no supieran nada de los U-CM, ya se habían dado cuenta de que no convenía asustar a sus nuevos huéspedes.

En efecto, pronto lo vio aparecer por el sendero. Era uno de los grandes, un combatiente. Iba armado. El artefacto aprovechó su reacción atemorizada.

«Te lo dije, han venido a por ti, Sinsi. Ataca ahora, antes de que sea demasiado tarde».

Sinsi recordó el consejo de su comandante. Inspiró profundamente, ignoró el arma y el formidable tamaño del guardabosque y lo miró a los ojos. Pese al cuerpo acorazado, sus ojos eran vulnerables. Podía verse reflejada en ellos si se fijaba bien. Era una mirada viva, con pensamientos y recuerdos detrás. Una vida que no quería extinguir. Un ser que la estaba protegiendo.

Cuando el guardabosques habló, Sinsi había conseguido callar al artefacto.

—Ciudadana —dijo mientras guardaba el arma—. Los radares han detectado actividad inusual en el perímetro protegido. No se ha dado orden de evacuación, pero pedimos que permanezcan cerca de los refugios por su seguridad.

Sinsi asintió.

—Ya sabe qué hacer si suena la alarma. Por favor, asegúrese de…

No llegó a oír las últimas palabras. Se le nubló la vista, el cuerpo se le agarrotó, y el artefacto habló de nuevo. Pero esta vez no era el susurro que la había acompañado toda la vida, sino una voz grave y autoritaria que, entre interferencias, daba la orden que había creído que oiría por última vez el día de su huida.

 «Unidad 65, responda. Unidad 65, se requiere su presencia de inmediato, responda».

1 Comment

  1. Son geniales los relatos, no dejes de escribir <3

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