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Una simple coma, de Caryanna Reuven

#LeoAutorasOct | Un día, un relato | Día 21

Foto de Filippo Ascione para Unsplash

Hacía meses que a Lesego le costaba concentrarse. Salía cada mañana para ir a su trabajo en el centro de Durban y apenas lograba prestar atención al trayecto, hasta tal punto que solía saltarse su parada. Pero llegar tarde a la oficina casi cada día no era lo peor. Lo peor eran el agotamiento, el cansancio mental constante y la incapacidad de pensar con claridad que la llevaba a cometer error tras error en la contabilidad del banco.

Ni ella misma sabía qué le pasaba. Nunca había pasado por una racha como aquella. Siempre había sido metódica y constante en su trabajo. Ya desde niña no necesitaba que le explicaran dos veces las cosas, se acordaba de todo, hasta de los más nimios detalles. «Tienes una memoria prodigiosa», decían sus profesores cuando iba, primero al instituto y luego a la universidad. Además, era muy buena con los números, ya desde niña.

Ahora, sin embargo, era incapaz de detectar la más mínima discrepancia en una hoja de cálculo. No la veía ni aunque la tuviera delante, ni aunque estuviera marcada en rojo; su mente parecía fluir por encima de ella como si no existiera… y su último error, el de aquella mañana, había hecho perder millones a un cliente. El punto de los céntimos no iba donde ella lo había puesto. Así de simple.

La vergüenza le hacía arder las mejillas, incapaz de alzar la vista de sus elegantes zapatos de tacón de color negro, mientras su jefa le gritaba completamente fuera de sí. Podía entenderla, tenía toda la razón del mundo. Ni ella misma entendía por qué había cometido semejante error. Era un error de novata. No, peor aún, un error típico de una incompetente que no presta atención a su trabajo y que ni siquiera sabe reconciliar una simple hoja de cuentas.

Los gritos se habían hecho más y más fuertes ante su falta de repuesta. ¿Por qué haces las cosas así? ¿Es que tienes algún problema mental? ¿En qué estás pensando? ¿Eres consciente de la cantidad de dinero que estás haciendo perder al banco con tus tonterías? Gritos, gritos, gritos… que ahora seguían resonando en su mente como el eco de una pesadilla de la que no lograba despertar.

Lesego había sentido todo el tiempo cómo los ojos se le inundaban de lágrimas al tiempo que tan solo deseaba desaparecer. Sin embargo, no había dicho nada, no había sido capaz. Se había quedado allí, inmóvil, sin fuerzas y en silencio. Hasta que su jefa, con un resoplido final, le había entregado la carta de despido.

Ahora, de vuelta a su casa antes de tiempo, sentada en el autobús con el bolso sobre las rodillas y los zapatos de tacón colgando de una mano, Lesego lloró por fin, culpándose a sí misma una y otra vez. Sintiéndose miserable y estúpida, atrapada en una espiral de autodesprecio, incapaz de explicarse siquiera a sí misma que estaba mal dentro de ella.

Lo que no sabía, lo que no podía ver, era que la causa de todo aquello estaba allí, agazapada sobre su cabeza, invisible a los ojos humanos, aferrada a ella desde hacía meses con sus finos colmillos incrustados en su alma, chupando, chupando, chupando hasta matar. Drenándola cada día un poquito más.

Ya faltaba poco. Pronto todo acabaría.

Cerbero

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