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Detonante, de Logan R. Kyle

#LeoAutorasOct | Un día, un relato | Día 29

Foto de Callum Radmilovic para Unsplash

El barro le frenaba el paso, se le hundían los pies hasta las rodillas. Caminaba entre sollozos, mirando hacia atrás de forma intermitente. El sonido de los cuervos a lo lejos la asustaba, pero de todas formas seguía adelante. No había pájaros tan grandes en casa y solía relacionarlos con la muerte, como madre: plumas negras, augurios oscuros. Los cuervos rondaban los muertos.

Muertos. Había visto muchos desde que se despertara aquella mañana. Ahora no podía volver, no quería hacerlo. Madre ya no estaba y titi tampoco. Había visto sus cuerpos mutilados. Caminaba sin ningún rumbo con su vestido de domingo lleno de sangre. Había tirado su muñeca de maíz antes de huir. Recordó su pelo amarillo y los ojos se le empañaron.

El estómago le rugió, llevaba horas caminando. El galope de los caballos grandes de la guardia sonaba cada vez más cerca. Sabía que podría esconderse entre las raíces de los árboles, pero si llevaban perros no serviría de nada. Si la cosa se ponía fea podría probar a hacer lo de aquella mañana pero no las tenía todas consigo. ¿Y si no podía repetirlo? No dejaba de pensar en lo que podría haber hecho si se hubiera despertado a tiempo.

El sendero del bosque se ensanchaba, sabía que no podía seguir por el camino real o la descubrirían. Debía permanecer entre los árboles, pero los caballos eran más rápidos que ella y tarde o temprano la encontrarían. Se detuvo en un claro para escoger un sendero, aunque sabía que solo estaba retrasando lo inevitable.

Se pasó la mano por la cara para secarse las lágrimas y, en silencio, se desvió hacia la espesura. Conocía el bosque, solía ir con madre a recoger bayas y setas silvestres en otoño. También corría entre las flores en primavera, pero el olor que desprendía el bosque a finales del verano era diferente, menos intenso y más triste. Tal vez fuera por la presencia de las huestes del emperador. Aquellos hombres que lo destruían todo. Talaban la mitad de una arboleda y construían armas gigantes con las que arrasaban todo a su paso. Notó el calor en las mejillas al recordar los escorpiones con los que habían invadido la aldea. La garganta le ardía y comenzó a sentir un cosquilleo en los pies. Intentó calmarse. El cielo comenzaba a tornarse violeta, no tardaría en hacerse de noche. Debía llegar al linde del bosque antes de que sucediera si no quería ser devorada por las otras bestias.

Dos horas después oía los grillos cantar entre la hojarasca y los murciélagos pasaban sobre su cabeza emitiendo chillidos estremecedores. Casi podía ver el río desde allí. Intentó correr, pero las piernas le fallaron y se cayó de bruces. Mientras se frotaba las rodillas y recobraba la fuerza para levantarse, comenzó a oír cómo se acercaban caballos. Estaban cada vez más cerca. Se levantó de golpe y comenzó a caminar, no sin dificultad.

Casi no podía levantar los pies del suelo cuando un grupo de jinetes apareció en el sendero. Con la respiración agitada y el estómago rugiendo se rindió a lo que llevaba retrasando horas. Se sentó en el suelo y se abrazó las piernas con fuerza. Las lágrimas volvieron a inundarle los ojos y con la vista nublada pudo vislumbrar un hombre bajándose del caballo. La armadura opaca del guerrero tintineaba a cada paso. Una mano la agarró del pelo y tiró de ella hasta ponerla en pie. Soltó un grito de dolor que se le hizo débil al faltarle el aliento, y dejó que las lágrimas cayeran libres.

Oyó como todos se reían y cómo el acero chocaba contra el acero. Se limpió las lágrimas y alzó la vista para mirarlos. Armaduras oscuras y caballos de guerra. Los siete guerreros restantes se bajaron de las monturas y la rodearon.

—¿Esta es la niña que escapó? —dijo una mujer tras ella.

—¿Por qué tanto lío por esta cría? —Un hombre dio un paso hacia delante y la zarandeó por los hombros. Tenía la cara arrugada y sucia.

—Es una bruja —añadió el primero.

—¿Dónde está tu madre, muchachita? —La mujer se había colocado frente a ella y, lejos de estar preocupada, parecía burlarse.

Todos rieron. El primer hombre giraba en torno a ella cuando un lobo gris atravesó el círculo a toda prisa. Los caballos se asustaron y salieron corriendo ante la sorpresa de la guardia. Varios desenvainaron sus espadas mientras que otros intentaban sin éxito coger a los caballos.

—Ha sido ella —sentenció el más alto—. Si es una bruja deberíamos matarla aquí y ahora.

—Estoy de acuerdo —dijo una voz femenina a su espalda—. Acabemos con esto antes de que sea tarde.

La niña cerró los ojos y apretó los puños con fuerza. Aquel era el momento de sentir rabia. La palabra bruja no le correspondía. Al menos, eso decía madre: que las brujas usaban sus poderes para el mal. Pero ella podía hacer aquello. Ojalá hubiera despertado antes aquella mañana. Recordó los cuerpos de su madre y su hermano tirados en el suelo, junto al hogar, cubiertos de sangre. Sintió cómo la garganta le volvía a picar y el calor le subía hasta las sienes. Abrió los ojos y vio al hombre más alto mirándola con odio, con la espada desenvainada. Concentró toda la ira en el interior de su pecho y pestañeó para liberarla. De pronto vio cómo una luz azulada lo invadía todo, torbellinos de aire frío movían sus rizos de un lado a otro. El fuego azul no quemaba los árboles pero pudo ver los cuerpos en llamas retorciéndose en el suelo. Y luego el silencio.

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